Manuel Doménech, Manolo, no era viejo. Al contrario, era insultantemente joven, no solo para morir. Era insultantemente joven por la ilusión que se le dibujaba en la cara cuando hablaba de Asturies, cuando hablaba de sus amigos, cuando rememoraba uno de esos coches que le hacían vivir y, sobre todo, cuando hablaba de Le Mans. Manolo Doménech era un niño. Parecía un viejo cascarrabias, que adoptaba pose de viejo cascarrabias, doble cascarrabias, para esconder al niño que habitaba bajo su piel.
Hoy se cumple una semana desde que me enteré de su muerte. Una semana en la que he sido incapaz de escribir. No he sido incapaz de escribir porque ya no estuviera Manolo entre nosotros, pero también por eso. Cada vez que me ponía delante del ordenador, como ahora, para escribir algo, pensaba que quería decirle adiós a Manolo e inmediatamente pensaba que escribir necrológicas es una estupidez. Escribo para que me lea Manolo, pero Manolo ya no me va a leer. Escribo para decirle adiós, pero él ya se ha ido.
Yo no era amigo de Manolo Doménech ni él amigo mío. Ni falta que hacía. Le tenía mucho cariño y no lo voy a ver más. Y se murió cuando no tocaba y sin decir adiós.
Adiós viejo cascarrabias, adiós niño pequeño. Yo quiero que me sigas mirando enfurruñado cuando llego tarde a la rueda de prensa como en el último recuerdo que tengo contigo. Te lo explico. Me quedé a medir un coche, para tener todos esos datos en km77 que tanto te gustaba que tuviéramos, par tener esos datos que a veces me llamabas y me decías que teníamos mal. Me quedé y llegué tarde y me miraste con esa cara de viejo cascarrabias que tanto voy a añorar.
Yo te tenía mucho cariño y sé que tú me lo tenías a mí. Una semana después todavía no puedo escribir sin llorar, escondido aquí, en una esquina de la redacción, para decirte adiós. Con la tristeza infinita de decirte adiós sin que me oigas. Con la esperanza, al menos, de poder volver a escribir de coches, de tus coches, de tu pasión.
Un abrazo Manolo, un abrazo para siempre.