Hacía muchos años que quería pasar 24 horas sobre una silla de ruedas. No son 24 horas encima, porque durante esas horas también duermes, pero duermes con la silla al lado de la cama porque la silla son tus piernas. Para quienes no vamos en silla de ruedas es difícil hacerse a la idea, o al menos era difícil para mí, de que sin silla eres incapaz de desplazarte. Uno no tiene pegada la silla a su cuerpo, pero sin silla no hay forma de ir a ningún sitio. La silla al lado de la cama para llegar al baño, que está a cinco metros, o para llegar al teléfono que está al otro lado de la cama.

Quería pasar 24 horas en silla de ruedas porque quería vivirlo. No lo hice antes porque no tuve antes acceso a una silla que, dicho sea de paso, me parecen caras.

Antes de subirme a la silla era consciente de la dificultad de realizar este reportaje. Han pasado casi tres meses desde que pasé 24 horas en la silla hasta que lo he publicado. Uno de mis temores era que quienes van habitualmente en silla de ruedas lo consideren insultante. Otro de mis temores es la facilidad que rodea a estos asuntos para caer en el sensacionalismo, el amarillismo o la búsqueda de sentimentalismo fácil. En mi relación con personas con «discapacidades» o limitaciones para la movilidad lo que me he encontrado siempre es oposición o rechazo a la ayuda. No quieren más ayuda que la imprescindible de los demás, cierto, pero a la vez reclaman del Estado que ponga todas las facilidades para que puedan desarrollar una vida «normal».

Esta ambivalencia, este rechazo a la ayuda de otros individuos por un lado, esas ganas de demostrar que ellos pueden por sí mismos, y a la vez la exigencia de un entorno que les facilite el desarrollo y la convivencia era algo que yo no iba a poder sentir en 24 horas. Era y soy consciente de eso y aunque me hubiera gustado sentir ese rechazo hacia las ayudas, yo las agradecía enormemente. Cuando me ayudaban a subir al tren, cuando Pilar me dio una bandeja en el desayuno para que pusiera mis platos me sentí arropado.

Sin embargo, sentí algo diferente cuando me empujaron calle Carretas arriba para llegar hasta la Gran Vía. Las personas que nos empujaron hacían alarde de que nos empujaban, nos empujaban para sentirse bien ellas y necesitaban que se notara que nos empujaban, que ellas sí y que otras no. Me parece natural. Yo también ayudo, empujo, oriento o lo que me pida el cuerpo porque me hace sentir bien. Y también lo hago de forma ostensible, porque no tengo que esconderlo, no tengo que arrepentirme de que me apetezca ayudar a alguien, de que me haga sentir bien. Pero…

Recuerdo ahora la anécdota de una taxista que me contaba una vez: «Yo soy muy honrado porque una vez alguien se dejó una cartera en el taxi y se la devolví con todo el dinero. Yo no tenía ninguna obligación de hacerlo, porque nadie podría haber sabido nunca si fui yo quien se quedó el dinero o cualquier otro pasajero. Sin embargo, fui muy honrado y la devolví con todo el dinero».

Me hizo mucha gracia porque en este caso la única alternativa a ser «muy honrado» es ser un ladrón. No hay escala de grises. No sé que significa ser muy honrado, pero devolver la cartera con todo su dinero lo único que indica es que uno no es un ladrón.

Al ayudar a otra persona hay matices. Se puede ayudar sin protagonismo, con protagonismo, con poco protagonismo. La forma en la que te ayudan es clave para el bienestar de quien es ayudado. Recibir ayuda de un desconocido no es fácil. No sé por qué. Y, al contrario, a un conocido lo puedes convertir en tu esclavo. El equilibrio, como siempre, es difícil.

Sobre la silla noté ese placer de recibir atenciones especiales, de que los demás se fijen en ti, de no ser uno más en el comedor del hotel, por ejemplo. Que te atiendan de forma especial, de que se preocupen por ti. Yo lo sentía con culpa, porque sabía del engaño, pero independientemente de eso, el trato recibido de parte del resto de la sociedad es diferente. Una diferencia que puede ser agradable en algunos momentos pero que a la vez te distingue, te hace sentir especial. A mí, que disfruto la soledad, me hacía sentir solo, aislado, de forma patente y no especialmente agradable.

PD

Al día siguiente de las 24 horas soñé que estaba en la cama y que tenía que ir al baño y que necesitaba la silla de ruedas para ir al baño y me daba mucha pereza. No era una pesadilla, no lo soñaba como una pesadilla, lo soñaba como una condición. «Tengo que hacer esto para ir al baño».

Cuando me desperté me di cuenta de que había soñado como si fuera mi personaje. Me había metido en el papel y soñé como ese señor al que le corresponde ir en silla de ruedas. Y pensé en el tormento que deben sufrir los actores, la esquizofrenia. Si yo, por solo 24 horas en silla de ruedas, empiezo a soñar como mi personaje ¿Qué les ocurrirá a los actores que representan una obra de teatro durante meses? ¿Soñarán como sus personajes?