Aquel sábado me levanté muy temprano a pesar de no haber dormido la noche anterior por culpa de los nervios. Alba y yo teníamos por delante un día marcado por las pruebas de tres coches muy diferentes:
- La primera, Chevrolet Bolt. A esta me apunté por el puro placer de probar el coche.
- Volkswagen Jetta, candidato a sustituir al Prius.
- Toyota Mirai, el otro candidato a sustituir al Prius.
Alba y yo aún estábamos preparándonos cuando recibí una llamada del concesionario de Toyota en San Francisco para confirmar que tenían una unidad de pruebas lista para probar por la tarde.
PRUEBA DEL BOLT
Al poco rato recibí otra llamada. Esta vez era el representante de Chevrolet, avisándome que estaba esperándonos en la puerta principal. Al bajar allí nos encontramos con un flamante Bolt de color naranja y un chico sonriente a su lado. Se presentó como Chad y nos indicó las condiciones de la prueba.
Se trataba de una experiencia piloto organizada por Chevrolet con objetivo de dar a conocer a posibles compradores su gama eléctrica mediante pruebas de conducción hechas a medida. La campaña —vigente en el momento de escribir el artículo— se llama Test Drive My Way, y permite a los conductores determinar el punto de recogida y el recorrido de prueba. La única condición es que la prueba esté limitada una duración máxima de 30 minutos.
El impacto es inmediato: uno deja de ver el coche eléctrico con “ataduras” y se da cuenta que la autonomía que proporciona el Bolt da la flexibilidad suficiente como para moverse en el día a día sin tener que angustiarse por la carga de batería restante (prueba del Opel Ampera-e, el equivalente europeo del Bolt, en km77).
Tras examinar de manera breve el coche, me puse al volante durante unos minutos por dentro de Alameda, donde pude comprobar sus buenas características dinámicas. Me gustó su inmediata respuesta y su potencia, que hacen de él un coche ideal para moverse por ciudad y sus alrededores. El modo de conducción a un pedal —que tan de moda se está poniendo en los eléctricos— me pareció interesante y sorprendentemente intuitivo. Con él, la recuperación de energía cinética se maximiza tras levantar el pie del acelerador, haciendo en muchos casos innecesaria la actuación sobre el pedal de freno. Esto permite una conducción urbana muy relajada. Chad fue muy atento en todo momento y no dudó en irnos explicando todas las características y funciones del coche a lo largo de la prueba.
Tras una breve vuelta por la isla, nos dirigimos a Oakland, donde Alba tomó el control del coche y pudo probar su capacidad de aceleración en autovía. Al igual que yo, quedó encantada con la rápida y contundente respuesta del coche.
Después de conducirlo me queda claro que este coche va a ser un éxito de ventas. A las virtudes que ya he mencionado antes hay que añadirle autonomía real elevada. Muy elevada. Para hacernos a la idea, empezamos la prueba con unos 225 kms de autonomía restantes (nuestra prueba no era la primera del día). Al finalizar la misma la autonomía había disminuido a poco más de 200 kms. Es un dato significativo, ya en todo momento llevamos puesto el aire acondicionado, y de vez en cuando estrujamos el motor para comprobar la aceleración. El ordenador de a bordo hizo un cálculo muy bueno, ya que el recorrido que realizamos venía a ser de 25 kms.
¡Cómo han cambiado las cosas desde la primera generación del Leaf! Al conectar el aire acondicionado la autonomía estimada bajaba unos 5 km de golpe.
Una cosa que le reprocharía es la excesiva inclinación de su pantalla principal, que en días soleados crea reflejos que hacen difícil ver los menús. Tampoco me gustó su palanca selectora, que requería apretar un botón en el lado de la misma para poder cambiar de posición. Supongo que requiere un período de adaptación o simplemente debe ser un estándar adoptado por General Motors al que no estoy acostumbrado.
No había reparado en la hora que era desde antes del comienzo de la prueba, así que cuando consulté mi móvil me quedé sorprendido al ver que habíamos estado casi una hora probando el Chevrolet Bolt. Chad se había portado genial con nosotros así, que no tuvimos reparo en dejarle cerca de la tienda Ross: Dress for less de Alameda donde quería comprarse unos calcetines. Le agradecimos la experiencia y nos despedimos de él.
Eran casi las doce del mediodía y teníamos la cita para la prueba del Jetta en una hora y media. No teníamos mucho margen de tiempo si deseábamos llegar puntuales: siendo sábado, era previsible que hubiera bastante tráfico de camino allí. Por otra parte, las prestaciones mermadas del Prius no ayudarían. Sin perder un segundo más, nos pusimos rumbo a San Francisco.
Al encender el Prius, la pantalla multifunción nos recibió a Alba y a mí con un estado de carga de batería vacío. Ni una raya en el icono de la batería. Tras unos instantes de titubeo en los que estábamos a punto de darlo por perdido, el motor de combustión entró en funcionamiento con su brío habitual y su sonido de molinillo característico. Aquella vez, no obstante, se quedaría clavado entorno las 2000 rpm, intentando infructuosamente cargar una batería que cada vez estaba más cerca de darse por vencida. A él se le unió un invitado inesperado que nunca había tenido ocasión de conocer: el ventilador de la batería, que con su breve zumbido, nos recordaba aquel trayecto no había hecho más que empezar.
Teniendo siempre presente el delicado estado en que nos hallábamos, conduje manteniendo la velocidad lo más constante que pude, anticipando las frenadas y aceleraciones durante todo el trayecto, ya que cada vez que pisaba con excesiva determinación el acelerador, el motor amenazaba con subirse a las 4000 rpms —que yo apropiadamente llamaría de autodestrucción—. El problema que había en ello, y de hecho ya nos había ocurrido el día anterior, es que una vez allí el ritmo de giro no bajaba, ni aun soltando el acelerador. Sorprendentemente, la velocidad del coche seguía obedeciendo al pedal del acelerador, lo cual resultaba confuso y poco predecible.
Esta estrategia de conducción suave demostró ser muy útil mientras estábamos en Alameda, aunque nuestra situación empeoró al salir de la isla y entrar en la autovía. Allí nos vimos forzados a aumentar el ritmo de conducción —razando las 3000 rpm— para no convertirnos en un peligro. El Prius apenas podía mantener 80 km/h y, con la mayoría del tráfico adelantándonos, tuvimos que resignarnos a conducir con las cuatro luces de emergencia puestas y apagar el aire acondicionado para limitar el sobre esfuerzo en el sistema eléctrico.
El Bay Bridge nos recibió con un atasco descomunal que nos obligó a bajar el ritmo de marcha. Por un lado ya no tendríamos que preocuparnos por aquellos vehículos que venían detrás de nosotros pero, por otra parte, la velocidad reducida limitaba la evacuación de calor del vano del motor.
Tras pasar el peaje, entramos el tramo ascendente del Bay Bridge que conecta Oakland con la isla de Hierbabuena. De nuevo tuvimos que apretar un poco más el motor permitiendo que se revolucionara para poder mantener el ritmo del tráfico, que de por sí era lento. La temperatura iba subiendo, dejando atrás los 85 ºC y acercándose peligrosamente al rango de los 100 ºC. Por si fuera poco, un acelerón mal dado hizo entrar el motor en el modo de autodestrucción. El ventilador del radiador se puso en marcha también. Fuimos avanzando como pudimos hasta coronar la parte más alta del Bay Bridge y empezamos el trayecto descendente hacia la ciudad.
El concesionario de Volkswagen se encuentra en el distrito de la Misión, donde por suerte no hay ninguna de muchas colinas de San Francisco. Esto nos permitió deslizarnos a punta de gas desde la autovía 101 hasta nuestro destino. Con el coche quejándose agónicamente, aparcamos con serias dudas sobre si volvería a arrancar de nuevo.
PRUEBA DEL JETTA
Steve nos recibió puntual en el concesionario de Volkswagen de San Francisco. Tras un breve intercambio de palabras y echarle un vistazo al Prius, nos invitó a entrar en su oficina.
Pese a su corta edad, Steve tiene experiencia en el sector y conoce bien el producto que vende. No obstante, la cara de sorpresa que puso cuando saqué mi ordenador portátil delataba que aún le quedan muchas cosas por ver. Tras una breve charla sobre el coche, fui introduciendo en la hoja de Excel que previamente me había preparado en casa los datos acerca de las condiciones de pago. A continuación llamé a mi compañía de seguros para que me presupuestaran un todo riesgo para el Jetta —obligado en los leasing— que también introduje en la tabla. De este modo, pude comparar las diferentes variables implicadas en los costes de propiedad a lo largo de 2 años para dos escenarios:
- (A) Reparar el Prius
- (B) Hacer leasing del Jetta
Para nuestro asombro, el Jetta apenas costaría 1000 dólares más que reparar el Prius y mantenerlo. Creo que el ejercicio de Excel es algo que todo comprador debería considerar seriamente a la hora de hacer un desembolso grande, ya que muchas veces uno se puede encontrar con sorpresas.
Aunque teníamos el Mirai como opción principal, Alba y yo decidimos darle una oportunidad al Jetta haciendo una prueba por el distrito de la Misión.
Aquello fue desilusionante. Yo quería volver a sentir aquel TSI que recordaba del Golf de la prueba de larga duración de km77. Me esforzaba por verle algo bueno al coche, pero por alguna razón aquel motor parecía muerto, sin bajos. Sólo cuando se le apretaba a fondo el acelerador se notaba que el coche respondía. No tardé en adivinar el culpable: la caja de cambios. Se trataba de una vetusta caja de cambios automática de 6 velocidades triptronic, que es la denominación que Volkswagen usa en Estados Unidos para aquellas cajas con convertidor de par que disponen de modo “manual” para seleccionar la marcha (siempre que uno esté dispuesto a esperar 2 segundos a que se produzca el salto entre marchas).
Alba y yo coincidimos en nuestra valoración: un coche sólido aunque espartano, con un motor de gasolina muy suave y capaz aunque unido a una caja de cambios muy mala.
Eran las tres de la tarde, y nos despedimos de Steve, que cada vez nos ponía más presión para que nos llevásemos el Jetta. Nos pusimos en ruta hacia el concesionario de Toyota San Francisco en Geary Boulevard tras prometerle que le llamaríamos una vez tuviéramos claro qué opción tomaríamos.
Eran poco más de 4 km los que nos separaban de nuestro destino, para lo que apenas disponíamos una hora para llegar. El Prius se encendió dentro de su nueva normalidad, lo que venía a ser con gran parte de las luces del tablero encendidas, ambos ventiladores soplando, y el motor girando a 2000 rpm. Aparentemente, apagar el coche había reseteado el modo de autodestrucción. Aquello podría sernos útil más adelante.
Para nuestra sorpresa, el tráfico era denso por la ciudad aquel sábado, con lo que pudimos llevar un ritmo relajado que, pese a las colinas que subíamos, no nos pusieron en los mismos apuros que habíamos pasado por el Bay Bridge. Después de tantas emociones nos pudimos permitir relajarnos y disfrutar de nuestro trayecto hacia nuestro encuentro con en el Mirai. Desafortunadamente, la tensión acumulada nos había hecho olvidar que no habíamos comido nada desde el desayuno y el hambre y la sed empezaron a hacerse notar a mitad de camino. ¿Parar o continuar? Decidimos no tentar a la suerte y proseguir mientras el coche respondiera.
La última colina de las muchas que subimos aquel día estaba atravesada por el túnel que separa Pacific Heights de Laurel Heights, donde la avenida Geary empieza a tener pendiente descendente. Al poco, Alba vislumbró el concesionario Toyota SF y me indicó la entrada para el aparcamiento de clientes. Apagué el coche y nos dirigimos a encontrarnos con Larry, nuestro siguiente y último anfitrión del día.
Fin del Prólogo