Capítulo II. Lugo.

Pico Mustallar

La mañana en la que iba a subir el Mustallar, después de abrocharme la mochila, me dejé la botella de agua olvidada junto al maletero del coche. Dos excursionistas que salen del hotel diez pasos después que yo me avisan.

—¡Te dejas el agua!

Me doy la vuelta y veo la botella de agua, casi vacía, al lado del coche. Era una botella para beber el último trago y reciclar, así que la recojo, bebo el agua que queda y la echo al contenedor.

—¿Vais al Mustallar?

Para este viaje, el día antes, mientras me perdía por los alrededores de Castroverde había decidido preguntar. Dejar de mirar sólo a mi GPS, a mi guía electrónica, y preguntar a las personas por caminos, por la historia de los lugares, por direcciones y por consejos. No tiene sentido mirar una guía que han redactado visitantes cuando hay personas del lugar a las que preguntar, como hemos hecho toda la vida los que no hemos tenido vergüenza de preguntar.

Tras lo que me parecen unos instantes de duda, responden.

—Sí.

—¿Puedo ir con vosotras?

Esta pregunta es absurda, lo sé. Es tan absurda como que en un restaurante te pregunten si la comida está buena. Para el comensal y para las excursionistas es muy difícil responder que no. Yo sé que voy feliz solo y no quiero que ellas vayan acompañadas si prefieren ir solas. Y, a la vez, es muy borde no preguntar y luego encontrarse en la cima. No pasa nada por ir juntos si estamos cómodos. Intuyo que me van a responder que sí y soy consciente de que eso no significa que les apetezca.

—Sí.

—Gracias.

Subir juntos a la montaña no implica caminar codo con codo ni charlar continuamente. Por si acaso, durante los primeros metros, con la excusa de tirar la botella de agua en el contenedor me quedo un poco retrasado, pero, enseguida, antes incluso de llegar a Piornedo, población desde la que arrancamos, ya estamos hablando de forma espontánea.

Vaguedades confortables sobre la subida, el tiempo y el camino que me hacen sentir cómodo. Preguntamos a unos caminantes sobre la dirección correcta, encontramos una valla que nos la confirma y poco a poco subimos en silencio o en conversación divertida y relajada.

Cuando llevamos unos veinte minutos de caminata una de ellas dice: “Por cierto yo soy Rosa y ella es Lourdes”. “Yo soy Javier”.

Rosa y Lourdes caminan mucho y viajan mucho y es un placer escuchar sus anécdotas en excursiones en España y en otros países del mundo. Tienen una organización envidiable de su vida, en la que alternan sus familias y la reserva de su espacio y tiempo para sus excursiones. Se aprecia entre ellas una relación deliciosa. De respeto y cariño, de complicidad y cuidado. Me cuentan sus fiestas temáticas, marcadas a fuego en sus agendas, en las que se reúnen año tras año un grupo de amigas. Les digo que no encuentro habitualmente mujeres que vayan solas por la montaña. “Hay muchas”, me contesta Lourdes. Es posible, pero yo no encuentro habitualmente. Por si acaso, sigo pendiente durante un buen rato de cualquier señal que me indique que prefieren estar solas, aunque me cuentan cosas y me hacen partícipe de todo, por lo que intuyo que están tan a gusto como yo. 

La subida, como todo Lugo, está formada por un gigantesco mantón verde, de verde de todos los colores, con diferentes ondulaciones, salpicado de riachuelos, árboles y animales. Lourdes y Rosa, que están vacunadas, como yo, suben a buen ritmo por las laderas adyacentes al Mustallar. A ratos en silencio y en otros hablamos hasta de coches. Según Lourdes, que acaba de cambiar su coche con motor diésel por un híbrido, los híbridos son una estafa: “El diésel gastaba muchísimo menos”. Tampoco tiene ninguna duda de que el cambio automático es cien mil veces mejor que el cambio manual.

Antes de la última cuesta hasta la cumbre, nos detenemos a descansar, a beber y a hacer fotos. Mientras estamos detenidos llegan dos hombres, uno de ellos de la zona, que nos da mil datos de las montañas de alrededor, de los pueblos de alrededor, de las posibilidades de descenso de alrededor… Todo a una velocidad inusitada y en gallego. A mí me parece que lo entiendo todo, pero en realidad no entiendo nada. Claro que si lo entendiera tampoco lo retendría. Soy más de perderme que de recordar.

Subir a las montañas no es ni fácil ni difícil. Depende de para quien y depende del ritmo. Nosotras subimos mimándonos. Lourdes y Rosa se miman constantemente, de forma casi imperceptible, y a mí me tratan con el mismo cariño desde poco después de empezar a caminar. No sabría decir en qué se nota ese cariño. Nada ostentoso. Cada palabra y cada gesto cuenta. Con ese apoyo, entre los tres, llegamos a la cima muy relajados.

En la cumbre nos encontramos con Miguel y Víctor, que han subido mucho más rápido que nosotros. Miguel, originario de Navia de Suarna, una población atravesada por el río Navia y con un puente precioso, sigue hablando en el mismo gallego que a mitad de subida. La altura no ha surtido efecto en él y a mí sigue pareciendo que lo entiendo todo, pero no entiendo casi nada. Lourdes y Rosa tienen previsto bajar por un camino distinto al que hemos seguido para subir. Mi plan era distinto. Así que…, sigo con ellas.

Soy de perderme y de cambiar de planes en cada cruce. Bajamos por el cordal, como insistía Miguel, y “cuando queráis torcéis a la derecha”. Le hacemos caso y bajamos por un lugar probablemente todavía más bonito que el de la subida. Pero estas apreciaciones son irrelevantes. Lo único bonito de los sitios es ir y verlos. Cualquiera. Sin un objetivo prefijado. Y menos con el objetivo que te cuenta otro. Mi lema es: piérdete y descubre tu ruta.

En la bajada, seguramente por pereza, es decir, por acortar, nos metemos a la derecha por un lugar en el que el GPS nos dice que hay que seguir recto. La que parece que tiene más ganas de acortar es Rosa y a la vez la que más miedo tiene de perderse. Está claro que Rosa disfruta la montaña y a la vez está claro que disfruta la seguridad. La incertidumbre y el riesgo de perder el camino le ponen muy nerviosa. El camino por el que nos metemos tiene muy buena pinta. Inicialmente. No hay ninguna duda de que vamos en la dirección y el sentido correctos. Rosa tampoco tiene ninguna duda, pero poco a poco el camino va difuminándose, confundiéndose con un río, confundiéndose con la naturaleza, con el verde de todo Lugo y al final descubres que el camino no es más que un deseo interior. Empiezas a caminar por entre brezos que te llegan a la altura de las axilas, sin ver el suelo, con pendiente moderada y no sabes si vas a tener que caminar por entre esos matorrales durante cien metros o durante dos kilómetros. Dudas. ¿Es mejor dar la vuelta o seguir?

En esas situaciones, en las que no avanzas, el mimo y el cuidado entre Lourdes y Rosa ayuda a aliviar el trago. Lourdes delante, Rosa en medio y yo detrás intentamos avanzar. Poco a poco. En algún lugar “ya que me habéis adoptado tendré que hacer algo” avanzo yo por delante, para investigar. Finalmente, un grito de Lourdes que suena a “Tierra” anuncia el camino. Un camino ancho y esplendoroso, al que llegamos instantes después Rosa y yo. “Mira, la ruta77”, dice Lourdes. Pocos minutos después, al encontrar un puente que habíamos cruzado de subida, perfectamente distinguible y que confirma que vamos bien, Rosa gira la cabeza con una sonrisa que ilumina el valle: “Qué mal se pasa y qué feliz estoy ahora”.

Para celebrarlo, metemos los pies en el agua. ¡Agua helada, por Tutatis! No cubre, pero me pongo un pantalón que llevo en la mochila y me baño entero.

La tarde está llena de emociones. Una vaca enorme, plantada delante de una puerta que es paso obligado, eleva de nuevo la tensión. “¿Por dónde pasamos? Es enorme y tiene los cuernos muy grandes”. La vaca, tumbada en el suelo, parece pacífica, pero creo que nunca en toda mi vida he estado tan cerca de una vaca y menos de unos cuernos de ese tamaño. La rodeo. Le doy una patada suave sin querer. La vaca ni se inmuta. Una vez paso yo, Lourdes y Rosa siguen el mismo camino y cruzamos la puerta sin percance alguno.

Meter los pies en el agua nos ha sentado muy bien y llegamos a Piornedo felices. En el bar de Piornedo nos encontramos con Víctor, con Miguel y con otros paisanos con los que bebemos cervezas y conversamos un buen rato. Hablamos de todo. Es decir, hablan de todo. En gallego. A mí me vuelve a parecer que lo entiendo todo. No entiendo nada. Y lo paso bien. Miguel es muy gracioso. Sólo oírlo hablar, con su sarcasmo constante, apetece seguir escuchando, aunque no entiendas nada. Habla de las diferencias entre unos gallegos y otros y también de las diferencias en la pronunciación de su lengua. De los sitios que le gustan y de los que no. De lo tacaños que son unos y de lo desprendidos de otros, de lo cerrados y abiertos. No ubico las zonas de las que habla. A Miguel, como el paisaje y los caminos, hay que encontrárselo y disfrutarlo.

Lo que me queda claro es que Navia de Suarna no es la capital de los Ancares: “Un día aparecieron esos carteles que ponían «Capital de los Ancares», pero nadie está de acuerdo con eso. Los puso un paisano, pero eso no es verdad. Los Ancares no tienen capital”.

De vuelta hacia el hotel ya tenemos claro que esa noche vamos a cenar juntos y que al día siguiente subiremos otra montaña.

Cuando nos despedimos, Lourdes me regala una botella metálica para llevar agua. “Me hace ruido en el coche en las curvas”, me dice. Nos encontramos porque me olvidé una botella al lado del coche y cuando nos despedimos me llevo de recuerdo una botella. Si fuera capaz, guardaría dentro todos los recuerdos y me los bebería a sorbitos.

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