(Viene de aquí)
A la mañana siguiente, después de pasar la noche en la cabaña, el cielo estaba despejado y la temperatura era más o menos suave. Habíamos dormido unas nueve horas, como unos campeones, porque estábamos realmente cansados de la jornada anterior.
Monte Olimpo
Con fuerzas y ánimo renovados, decidimos que la primera parte del día la dedicaríamos a visitar un pueblo pintoresco, Panteleimonas (días antes nos lo habían recomendado en el albergue de Meteora), y a subir hasta el monte Olimpo, que tiene casi 3000 metros y es la cima más alta de Grecia. En la impresionante subida, el tipo de bosque cambió varias veces y el buen tiempo dio paso, una vez más, al frío y a la lluvia. Justo donde acaba el asfalto, hay un párking grande y varios senderos señalizados para caminar y explorar los alrededores.
Visto el monte Olimpo desde el punto más alto al que pudimos acceder en nuestras motos, creímos conveniente no hacer más paradas turísticas en Grecia. Nos costó un poco tomar esa decisión porque, al sur de Salónica, vimos en el mapa un par de penínsulas con paisajes pintorescos (así aparecía en nuestro mapa de carreteras), pero tendremos que posponer la visita para otro momento. Aunque vamos bien de tiempo y estamos cumpliendo más o menos las previsiones, nuestro destino aún está muy lejos. Así que seguimos tranquilamente hacia el este. En asfalto no solemos viajar a más de 90 kilómetros por hora porque consideramos que es una velocidad que nos permite avanzar a un ritmo razonable y contemplar el paisaje. Y no solo eso: yendo a esa velocidad también cuidamos algunos elementos de desgaste de la moto, como la transmisión y los neumáticos.

Antes de llegar a la ciudad de Kavala, todavía en Grecia, se nos hizo de noche en ruta, como casi todos los días anteriores del viaje. Buscamos algún sitio para dormir y, después de varios intentos, acabamos en una pequeña playa apartada de la carretera. Intentamos acercar las motos lo máximo posible a la orilla y pasó lo inevitable. Una de ellas se quedó clavada en la arena. Como la rueda trasera hizo una rodera muy profunda y no tenía tracción suficiente, tumbamos la moto y la arrastramos con todas nuestras fuerzas hasta salvar el socavón. Después de una buena sudada y de restar algo de vida al embrague, finalmente conseguimos llevarla a un terreno más firme. Con los nervios del momento y la falta de luz, no hicimos ni una foto para ilustrar este texto. La moto parecía una croqueta rebozada en arena de playa.
Pero esa no fue la única sorpresa. La playa no resultó estar tan apartada como pensábamos. Sobre las 00:30 h, a punto de meternos en los sacos, aparecieron dos tipos vestidos de negro riguroso que resultaron ser buzos. Uno de ellos se sumergió en el agua con una potente luz y el otro desapareció por donde vino, después de un goodbye. Estaba claro que su presencia no era en absoluto preocupante, así que decidimos, por fin, dormir.
Kavala
Bien entrada la mañana, recogimos todo y continuamos el camino. Pasamos por Kavala, una ciudad costera muy turística que nos recordó a Niza, pero menos lujosa. Hicimos una pequeña parada para recargar los ordenadores portátiles y escribir parte de este texto.
Ya estábamos cerca de la frontera con Turquía. A medida que nos acercábamos, la climatología volvió a cambiar bruscamente y nos cayó una buena tormenta de agua y granizo (no se puede decir que estemos teniendo buena suerte en este aspecto; aunque ya veréis que lo peor está por llegar). En estas condiciones tan miserables llegamos al puesto fronterizo, y fue todo un desafío sacar toda la documentación que nos pedían con las manos ateridas por el frío e intentando no mojar los papeles.

Turquía
Es una frontera relativamente sencilla de cruzar, al menos para un europeo. Nos pidieron el pasaporte, la documentación del vehículo y la carta verde del seguro. La espera no se demoró demasiado y, poco después, ya rodábamos por carreteras turcas hacia nuestro destino de ese día: un cómodo y aparente hotel a las afueras de Keşan, donde aprovechamos para secar toda la ropa, sacar agua de alguna maleta (pensábamos, ingenuos, que eran totalmente impermeables), descansar y desayunar como leones.
Las previsiones meteorológicas se cumplieron y, a la mañana siguiente, todo alrededor del hotel estaba cubierto de nieve, incluidas nuestras motos. Como el asfalto estaba muy deslizante, era muy arriesgado seguir. Creímos que lo mejor sería alojarnos un día más en el hotel. Esa jornada extra se hizo larga, pero nos vino bien para ponernos a trabajar en varias cosas que teníamos pendientes.

La mañana amaneció soleada y fría. Salimos en dirección sur, esta vez también por carreteras tranquilas, algunas de ellas cerca de la costa. Entramos en la península de Galípoli y, en Kilitbahir, tomamos un ferry hasta Çanakkale. En esta pequeña travesía de no más de 20 minutos cruzamos el estrecho de los Dardanelos. Es un lugar con mucho interés geográfico porque es donde se unen el mar de Mármara y el Mediterráneo, lo que significa que dejamos atrás Europa para adentrarnos definitivamente en lo que ya se considera Asia. El estrecho del Bósforo, más al norte, en Estambul, también se considera una división natural entre Europa y Asia.
Çanakkale
Çanakkale es una ciudad moderna y pujante, y también con mucha historia. Muchos siglos atrás fue una ciudad griega y, hace no tanto, en la Primera Guerra Mundial, tuvo lugar la batalla de los Dardanelos, en 1915 (el nombre de esta batalla está tomado del de la antigua ciudad griega). En una zona distinguida del puerto de Çanakkale está el caballo de madera que se utilizó en la película Troya, que precisamente sería nuestro siguiente destino.

Una vez en la ciudad antigua de Troya aparcamos las motos y valoramos si realizar, o no, la visita turística. Finalmente decidimos no hacerlo porque ya estaba la tarde avanzada y el precio nos pareció excesivo (27 euros). Preferimos guardar ese dinero para otra ocasión.
Troya
Troya está situada cerca del mar, en una zona tranquila donde a su alrededor hay una serie de caminos muy tranquilos que decidimos recorrer. Nos divertimos mucho porque eran fáciles, medianamente rápidos y el paisaje nos regaló un atardecer muy bonito. Llegamos a una playa a media luz y nos pareció un buen sitio para pasar la noche.

La acampada en la playa no acabó de manera idílica, ya que por la mañana se levantó mucho viento y, mientras recogíamos, las tiendas de campaña se liberaron de sus piquetas y salieron volando directas hasta una ciénaga que teníamos detrás. Por suerte (si es que quedaba alguna posible), deslizaron por la superficie del agua turbia y conseguimos recuperarlas al otro lado de la charca, pero quedaron sucias y empapadas.

Las penurias siempre suelen quedar atrás, así que lo recogimos todo como pudimos y pusimos rumbo a Bergama, donde teníamos intención de visitar las ruinas de Pérgamo, una de las ciudades más importantes de la Antigua Grecia. Finalmente, tras hacer gran parte del viaje por caminos de tierra, llegamos demasiado tarde, así que nos quedamos en un camping a las afueras de la ciudad, zampamos un kebab y dejamos la visita para la mañana siguiente.

Pérgamo

El acrópolis de Pérgamo es un lugar que te deja sin palabras, empezando por su emplazamiento, en la cima de una montaña, con unas vistas impresionantes sobre la ciudad de Bergama y toda su comarca. Tiene un teatro muy bien conservado que acogía hasta 10 000 espectadores y, por encima, se puede pasear entre los restos del templo-altar de Zeus. Algo que no sabíamos es que Pérgamo albergó la segunda biblioteca más importante de la antigüedad, solo por detrás de la de Alejandría.

Pammukale
Tras la visita, nos montamos en las motos y viajamos por carretera hasta Pammukale, un lugar muy turístico, famoso por sus termas naturales que emanan en la roca travertina de color blanco. Llegamos de noche una vez más, así que encontramos un lugar para acampar desde el que teníamos vistas a Hierápolis, la antigua ciudad a la que pertenecían las termas. A la mañana siguiente dimos un paseo por la zona, pero decidimos no entrar al recinto. Había mucha gente, multitud de autobuses turísticos y el precio se nos hizo excesivo.

En Pammukale mismo nos enganchamos a la red de caminos TET. Por la tarde llegamos al Lago Salda, al que aquí apodan como las Maldivas turcas por su agua azul turquesa. Por desgracia, hacía tanto frío (alrededor de 0 °C) y viento, que nos fuimos de allí rápido. Las temperaturas siguieron bajando y no nos veíamos durmiendo en las tiendas esa noche, así que fuimos a buscar un alojamiento en la ciudad de Burdur.
Burdur
Elegimos un hotel sencillo, pero confortable y, al llegar, vimos una moto KTM con matrícula española aparcada en la puerta. No nos llegamos a cruzar con su dueño, pero nos quedamos con ganas. De vez en cuando agradecemos dormir en una cama y darnos una buena ducha. Un alojamiento también nos sirve para escribir y, muy importante, para lavar la ropa, ya que en la moto no podemos llevar demasiada. Por cierto, esa noche dejamos las sardinas y los noodles en las alforjas y nos dimos un homenaje con un dúrum en el local cutre de al lado. Todo un lujo.
Al día siguiente dejamos atrás el confort del hotel y seguimos la traza del TET, que nos adentró en la zona occidental de los montes Tauro, la cordillera que ocupa gran parte de la zona sur y central de Turquía. Fue una etapa de campo memorable, con caminos no siempre sencillos y paisajes increíbles de montañas, valles y bosques.

Casi al final del día, ya con poca luz, intentábamos llegar a un cañón para dormir, pero antes debíamos cruzar un puerto de montaña. En su parte más alta el camino estaba impracticable, completamente cubierto de nieve y hielo, así que no nos quedó otra que desviarnos hacia otra vertiente del paso de montaña que tenía algo menos de nieve, la justa para poder cruzar con las motos, aunque con alguna que otra penuria.

Çukurca
Rápidamente comenzamos a perder altura por una pista salvaje que nos condujo hasta un pueblo remoto llamado Çukurca, el cual, según habíamos visto en el mapa, tenía algún tipo de zona de acampada. Pues bien, el lugar fue maravilloso, mucho mejor de lo que hubiéramos podido imaginar. Estaba a las afueras del pueblo, entre unas formaciones rocosas de lo más curiosas y con unas vistas privilegiadas a las montañas. Tenía duchas, baños, mesas y hasta una especie de jaima con una tarima de madera, que es donde plantamos las tiendas y pasamos la noche, ya que había previsión de lluvia una vez más.

Es complicado transmitir la euforia que se llega a sentir en un momento como este, tras un día de mucho cansancio y constante incertidumbre. Esa jornada salió todo bien, superamos prácticamente todos los obstáculos que nos encontramos en el camino y, para colmo, pasamos una noche estupenda. La aventura no es así todos los días.

De eso hace ya un par de días y ahora seguimos viajando lentamente por Turquía, pero las nuevas peripecias las dejamos para la próxima entrega.
¡Nos vemos entonces!
Carlos y Quique
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