Desde muy pequeño tenía una rutina semanal al volver del cole, hacer un stop&go en la librería-papelería que estaba a escasos quince metros de mi casa y que años después —por aquellos años el papel era un negocio— se trasladó a un local más grande junto a mi portal, pared con pared.
Al volver del cole para comer, o ya por la tarde, me detenía delante del escaparate de Ana para ver si había llegado material nuevo. De muy pequeñito el objetivo era el Don Miki y poco después, las revistas de coches. Revistas, más de 1000, que acumulé en casa durante muchos años. Hace unas semanas, supongo que por algún trastorno mental debido al confinamiento, mi hermana confesó: ella fue quien tiró a la basura mi colección de revistas de coches (durante años mi madre había asumido la culpa).
Pero no escribo para exponer públicamente el resentimiento (profundo) que tengo en estos momentos hacia mi hermana. Eso es algo pasajero, sé que dentro de un tiempo, en algún momento del siglo XXII, la perdonaré. Escribo esto porque ahora, rara vez el lanzamiento de un coche nuevo me genera excitación más allá de la debida a mi profesión. Me refiero a la que, como aficionado, sentía en aquellos años cuando me dirigía expectante al escaparate para ver si había algún coche nuevo en la portada de Motor 16, revista en la que, cosas de la vida, trabajaba quien años después me pagaría una nómina a final de cada mes.
Quizás sean los años o quizás sea por deformación profesional. También puede ser porque la cantidad de modelos que hay en el mercado hace que se produzcan lanzamientos constantemente y que lo excepcional se haya convertido en lo habitual. Pero sea por lo que sea, las cosas raramente son iguales.
Incluso ahora la publicidad es menos ilusionante. Creo que soy incapaz de recordar sin esfuerzo un anuncio de coches que me haya impactado en los últimos ¿cinco, diez? años. En cambio, no se me olvidan los de «Contigo al fin del mundo» de Peugeot (vídeo), «El olimpo de los Diesel» de Citroën, «Y Franco, ¿qué opina de esto?» de Mitsubishi (vídeo)… todos del siglo pasado.
Escudriñando un poco más en mi cerebro me acuerdo de otros anuncios con eslóganes legendarios de BMW —«Be water, my friend» (vídeo) o el «¿Te gusta conducir?»; y las genialidades de Volkswagen (el niño correteando alrededor de la piscina para publicitar la tracción 4Motion o el de los dos niños simulando el sonido de un coche, uno con cambio normal y otro DSG (vídeo); el Elvis de Audi (vídeo) o ese del 100 quattro subiendo por la pista de saltos de esquí (vídeo); y el asombroso del Honda Accord en el que el coche se monta partiendo del movimiento de un rodamiento (vídeo). También recuerdo, por ridículo, el anuncio de Opel en el que Claudia Schiffer conecta el control de descensos del Mokka…para bajar por la rampa del garaje.
Pero por encima de todos ellos hubo un lanzamiento que para mí fue espectacular. En 1990, durante varios días, en las vallas publicitarias y en la televisión se mostraba un mensaje sin hacer referencia al producto anunciado. En mi memoria ha quedado grabado que aparecía una especie de huevo rojo. ¿Qué puñetas anunciaban? El misterio se desveló semanas más tarde en televisión, en varios canales simultáneamente. Ese huevo se convirtió, a lo transformer, en el Renault Clio. Lo recuerdo como un lanzamiento sencillamente alucinante. Eso sí fue generar expectativa (hype, que dicen ahora), y sin necesidad de cutreces como romper ventanillas irrompibles.
Además, aquella generación del Clio estuvo acompañada de acertadísimas, al menos por populares, campañas publicitarias. En la memoria de muchos (nos) han quedado el acrónimo JASP (vídeo) y el grito ¡¡Gueropaaa!!
Como ya he contado al principio, quizás esto me suceda por deformación profesional, pero quizás nos ocurra a todos los que pasamos de los cuarenta. Aprovecho para invitarles a que pongan en los comentarios enlace (si lo encuentran) a su anuncio preferido y así lo vemos todos (solo uno por comentario, que el filtro antispam bloquea los que tienen dos o más).