A los coches se les coge cariño por las historias que con ellos se vive. Son, o han sido a lo largo de décadas, un símbolo de libertad individual, aunque esa situación poco a poco vaya cambiando con los signos de los tiempos.
Yo me aficioné a los coches siendo muy pequeño. Antes de los seis años. Mi padre dice que desde que me regaló un camioncito de la basura de Majorette, que se pasó toda la vida entre mis juguetes. Pero desde esa edad, los seis años, guardo recuerdos claros, nítidos. Creo que como la mayoría de aficionados que se acercan a esta y otras web, así como a las revistas de papel. En ellas, muchos comenzamos a aprender términos técnicos y también expresiones manidas, típicas, de las que Alfonso Herrero habla en su artículo por el trabajo que le costó desaprenderlas al entrar en km77.com. Yo tampoco me libré. Éramos niños soñando con juguetes de adultos y absorbiendo cada dato después de acabar con los deberes del colegio. La potencia, el par, la aceleración. Incluso en el recreo las leía.
Como otros niños coetáneos, jugaba a asomarme por la ventanilla y leer el velocímetro de cada coche para así adivinar su potencia. Si pasaba de 200 km/h, seguro que era potente. Más de 240 era excepcional, sobre todo en un pueblo pequeño como Minas de Riotinto, donde me crié. Allí los coches especiales eran cuatro.
El coche que marcó un antes y un después en mi vida es el Nissan Bluebird Turbo GTI. Fue el que hizo que creciese enormemente mi interés por este mundillo. Mi abuelo materno, maestro industrial y mecánico de camiones de la disuelta Campsa, fue el otro factor determinante.
Estrenamos el Bluebird en octubre de 1990, cuatro meses después de que falleciese mi madre, situación que yo había vivido entre algodones, a decir verdad. Hasta entonces habíamos tenido un Chrysler 180, cuya adquisición dos años antes fue circunstancial (en el 88 vivíamos en Quito. Al enfermar mi madre, tuvimos que mudarnos a España para su tratamiento y el primer coche de confianza que salió a la venta en nuestro entorno, al poco de regresar y con asientos cómodos para su espalda, sirvió para salir del paso). Del Chrysler me acuerdo incluso del día que lo recogimos, porque estaba lavándolo con una manguera su anterior propietario y tengo grabada esa imagen. Recuerdo algún viaje, pero no le guardo especial cariño.
Mi padre no tiene ni tenía afición por los coches, más allá del interés propio que cualquier hombre maduro pueda tener por estrenar un artilugio nuevo en el que a menudo se pone ilusión y mucho dinero. Sí que le pesaba el pie derecho, ¿pero a qué padre no le gustaba pisarle en los noventa? Recuerdo parte del proceso de compra del Bluebird. Un día fuimos a probar un Peugeot 405 SRI al concesionario del pueblo más cercano a Riotinto, Nerva. El comercial nos lo enseñó, nos llevó a dar una vuelta y a que mi padre lo condujera. Yo me senté atrás. Recuerdo el olor a coche nuevo, el sonido del cierre centralizado, la tapicería de terciopelo y el color de la instrumentación, y recuerdo el trayecto que hicimos. El 405 era gris oscuro y llevaba esos bonitos tapacubos de 14 pulgadas con seis ranuras que le correspondía a los SRI que no llevaban las llantas de aleación opcionales. Casualmente, años después, mi abuelo tuvo uno idéntico.
Por alguna razón, a mi padre no le convenció el 405. Alguna vez me dijo que habría comprado el MI16 de haberse decidido. Sé que fue a ver más coches porque me lo ha contado, pero yo no le acompañé. Un Ford Sierra, un Volkswagen Passat y un Nissan Primera. Fue entonces, cuando pasó por el desaparecido concesionario Nissan Vanauto de la calle José Laguillo (Sevilla), cuando vio el Bluebird, al fondo, apartado del resto de la exposición. El vendedor le estaba enseñando el novedoso Primera, recién llegado al mercado en esos meses de 1990. Sus formas redondeadas no convencieron a mi padre, que echaba de menos la sensación de seguridad que le daba el ver un capó largo y recto por delante del volante.
El Primera ya era más aerodinámico, como el Vectra, al estilo de lo que llegaba en los noventa («al gusto europeo», como solían decir en las revistas). Al fondo de la exposición estaba expuesto un Bluebird Turbo GTI de color rojo. Mi padre se fijó en él, se interesó y el comercial debió ver el cielo abierto. Fue una de las últimas unidades vendidas en España, pues ya se había dejado de fabricar. Alguna vez me dijo que si yo le hubiese acompañado ese día, tal vez se hubiese decidido por el Nissan Maxima V6, que también le gustó pero que costaba un millón de pesetas más. Reconozco que no me hubiese importado, porque me parece un cochazo.
Aunque la información de que ya no se fabricaba el Bluebird no la compartió entonces el vendedor, meses después, en la primera revisión, mi padre supo por qué le puso tantas pegas a pedirlo en otro color. El rojo le resultaba demasiado llamativo, pero el comercial insistió en que tardaría varios meses en llegar si se pedía a fábrica y le convenció para que se lo quedara. Imagino su tranquilidad al quitarse aquel coche del stock y le agradezco la falta de transparencia, porque a mí me encantaba que el Bluebird fuera rojo. Se vendieron muy pocos en ese color. Le pusieron una alarma Cobra con telemando y mi padre, por su cuenta, instaló una radio Pioneer KEH M5000B con mando a distancia y cargador de seis CD en el maletero. 4x25W, ¡una radio atómica para la época!
Tengo perfectamente grabado en la memoria el día que mi padre llegó con el coche nuevo. Yo estaba en casa de mis abuelos, en Sevilla. Teníamos visita y ya era de noche. Sonó el claxon para que mi abuelo abriese la puerta del garaje, aunque sonó distinto a como de costumbre. Era un sonido más grave. Salí corriendo para ver por qué era diferente. Yo no sabía que mi padre iba ese día a por un coche nuevo. Lo vi saludar desde aquel Bluebird rojo reluciente, con las luces y los intermitentes encendidos mientras entraba por la rampa del garaje. Bajé corriendo al sótano y abrí la puerta trasera para subirme. Aún llevaba las fundas de los asientos puestas, ¡y cómo olía! Es curioso, porque el olor de cada coche, de cada marca, suele ser distinto. Sobre todo en esa época, cuando los fabricantes no prestaban tanta atención al olor de los pegamentos y los plásticos como ahora. 25 años después sentí exactamente esa misma sensación al subirme a un Suzuki Kizashi nuevo. El poder evocador del olor de ese coche me transportó en el tiempo. Qué chorrada tan emotiva.
En 1990, todo aquello era una auténtica rareza y yo, como buen niño, sólo quería que mis amigos se subieran para enseñarles cómo bajar las ventanillas con un botón, usar el reposabrazos y los respaldos reclinables que daban al maletero, encender la radio para hacer subir la antena eléctrica y las luces para escuchar la curiosa campanita que avisaba al conductor de que se habían quedado encendidas. Todo en aquel coche me llamaba poderosamente la atención a mis casi siete años. En la tapa del maletero, bajo un discreto alerón negro, había dos palabras que en las revistas siempre conllevaban epítetos maravillosos: Turbo y GTI. Y más abajo, dos salidas de escape. Y era de mi padre, lo cual potenciaba enormemente sus poderes de superhéroe.
Y lo cierto es que era un coche raro de ver, sobre todo entre Sevilla y Huelva, dos provincias no particularmente boyantes en lo económico a principios de esa década. Era llamativo, más aún en rojo. En 1990, una berlina de 135 caballos ya tenía unos 30 caballos más que la media de los coches que rodaban por la carretera, salvo en capitales como Madrid o Barcelona o algunas ciudades más al norte de Extremadura, donde era más fácil ver un Mercedes-Benz 300 E 24V, un Ford Sierra XR4i o un Volkswagen Golf GTI 16V. Los cupos de importación y los aranceles habían evitado convenientemente que este Nissan y otros excelentes coches japoneses (como el Honda Accord o el Toyota Camry) llegasen al mercado nacional en grandes cantidades y compitiesen en ventas con los modelos que aquí triunfaban: Renault 21, Peugeot 405, Citroën BX, Audi 90, BMW Serie 3, Mercedes 190, etcétera.
Estos modelos japoneses, salvo excepciones, tenían un diseño anodino para los gustos locales, pero lo compensaban con mucho más equipamiento de serie y con una electrónica sencilla como la de un reloj Casio, que con los años dejó patente su robustez y fiabilidad frente a la de los más delicados coches europeos, en especial franceses e italianos. Es más fácil hoy en día ver cómo arranca al toque de llave un Civic del 90, y que le funcionen perfectamente los elevalunas, que a un Fiat Tipo, y así con casi todo lo que por entonces venía de allí. Los coches japoneses tenían a veces el defecto de estar mal protegidos contra la corrosión, eso sí.
Analizando todo lo que tenía el Bluebird, hay equipamiento que era difícil de encontrar en coches de en torno a tres o tres millones y medio de pesetas (que era lo que costaba una berlina media «deportiva». Un Ford Orion o un Renault 19 Chamade, más pequeños, costaban entre 1,6 y 2,5 millones). El GTI era la versión tope de gama en Europa, aunque sobre el resto de la gama Bluebird, que ya iba bien equipada, lo que llevaba eran las llantas de aleación de 15 pulgadas (que, como dice un buen amigo al que le doy la razón, parecen los tapacubos de un Fiat Regata), el alerón, los asientos de tipo semibaquet con doble regulación lumbar eléctrica, el manómetro de aceite y del turbo, la tapicería específica, los cristales tintados en bronce, cuatro discos de freno y la gestión electrónica del motor con centralita de diagnosis mediante códigos LED (va ubicada bajo el asiento del copiloto; el resto de versiones de inyección no llevaban autodiagnosis).
Además de todo eso, era común en la gama Bluebird el aire acondicionado (para España, en otros países europeos era opcional), la antena FM eléctrica (la de AM estaba en la luneta posterior), la regulación eléctrica de altura de faros, la regulación de intensidad de iluminación en el salpicadero (reostato), el doble cuentakilómetros parcial, el volante regulable en altura, los dos retrovisores exteriores con regulación eléctrica y calefactables, los cuatro elevalunas eléctricos, la iluminación de cortesía en las puertas, la iluminación interior temporizada y con atenuación gradual, los limpiaparabrisas con seis velocidades, la apertura remota del maletero y de la tapa del depósito, los respaldos posteriores reclinables desde el interior en proporción 60/40 o el bloqueo de puertas y de alzacristales para niños.
Si recalco todo esto, es por ponerlo en contexto. En 1990, lo habitual en muchas berlinas medias aún era sacar la antena con la mano, abrir la tapa del depósito con una llave y bajar la ventanilla cuando hacía calor, porque el aire acondicionado era un extra caro y no siempre disponible. Los elevalunas traseros eran atípicos y los limpiaparabrisas solían tener tres velocidades. Evidentemente, quien se gastaba ocho millones de pesetas en un coche no tenía ese problema, pero no era lo común y en las marcas de lujo cada opción se cotizaba al peso.
La primera generación de Bluebird fue lanzada en Japón en 1959 (por entonces, aún bajo denominación Datsun; curioso este anuncio español). Nuestro modelo pertenece a la octava generación y recibió cambios a lo largo de su vida comercial. La plataforma pertenecía al Bluebird que fue lanzado en 1983, con código interno U11 (séptima generación). En 1985 fue retocado profundamente y pasó a ser denominado T12. Se fabricaba íntegramente en Japón y era idéntico al que nosotros tuvimos, aunque el equipamiento y algunos detalles cambiaban (la parrilla, los paragolpes, faros, pilotos y la tapicería, principalmente).
Para competir en Europa y verse menos afectada por los aranceles, Nissan inauguró a finales del 86 la planta de Sunderland en Inglaterra (hay algunas fotos de Margaret Thatcher sentada en un Bluebird dentro de la cadena de montaje) y comenzó a fabricar los Bluebird europeos allí, con código interno T72. Aunque muchas piezas venían de Japón, un 65 % del coche tenía que ser fabricado en Europa y, para abaratar costes, Nissan redujo ligeramente el equipamiento y algunas calidades. Esto último se nota si se comparan dos Bluebird aparentemente iguales, uno del 86 (T12) y otro del 90 (T72), por ejemplo. El del 86 tiene plásticos, espumas de los asientos y tapicerías que envejecen claramente mejor. Una pena.
En España las versiones Turbo del Bluebird se vendieron del 86 al 88 con denominación Turbo SGX, y del 88 al 90, como Turbo GTI. El SGX, ya en el año 86, además del equipamiento que he citado antes tenía suspensión de dureza regulable electrónicamente y cerraduras y llave de contacto con iluminación de cortesía. Detalles, a la postre, atípicos para su época, que desaparecieron con la actualización del 88. Nissan Motor Ibérica los importaba a través del puerto de Barcelona. En 1986 trajo a España 490 unidades en total, de las cuales 160 eran la versión Turbo SGX y 330 las menos potentes SLX. Como curiosidad, poco después, AVIS añadió a su flota 100 unidades de las versiones 2.0 SLX de 105 caballos.
El motor del Turbo GTI es un cuatro cilindros turbo de 1,8 litros con 135 caballos. El turbo es un Garrett T2 de bajo soplado, a 0,7 bares, sin intercooler. La culata es de ocho válvulas. Este motor, con denominación CA18ET, pertenece a la generación de motores CA (de Clean Air) con bloque de hierro y culata de aluminio. A partir de 1990, esta generación de motores fue paulatinamente sustituida en la gama Nissan por los de la familia SR (como el SR20DE del Primera eGT), cuya principal ventaja era su mayor ligereza gracias al bloque de fundición de aluminio.
En Japón la oferta para el T12 era aún mayor: se podía pedir con el motor 1.8 Turbo del 200 SX (CA18DET de 170 caballos. Es el mismo bloque pero tiene más potencia gracias al intercooler y la culata de 16 válvulas), techo eléctrico (aunque algunos GTI lo trajeron), cuadro de instrumentos digital (electrónicos son todos desde hace décadas) y sintetizador de voz (como el del Renault 25). También había un nivel de equipamiento denominado Executive, con tapicería de cuero, llantas BBS y algo más de dotación, como un equipo de sonido Clarion con más altavoces y un modulo adicional para el ecualizador. Otro detalle curioso de la gama de motores es que Nissan también lanzó versiones con encendido mediante doble bujía por cilindro (como los Twin Spark de Álfa Romeo), bajo la denominación PLASMA, aunque estuvieron reservados para el Silvia S12.
En definitiva, el Bluebird (Auster en Japón, durante un tiempo, y Stanza en EE.UU.) no era un coche excepcional, pero era un coche atípico en nuestro país y, hasta cierto punto, llamativo por su rareza. A eso le sumo que resultó enormemente fiable durante los nueve años y 275 000 kilómetros que nos duró. En todo ese tiempo recuerdo que hubo que cambiar una vez el tubo de escape, el bombín hidráulico del pedal de embrague y un silent-block de la barra estabilizadora trasera. El resto fue mantenimiento y hasta el embrague era el de fábrica. Del primer al último día arrancó al primer intento, con un sonido muy característico del motor de arranque que en nada se parecía al de aquellos quejumbrosos motores que en las mañanas más frías se pegaban un rato tirando de batería hasta que el motor se encendía con pereza. Lo dicho, un reloj Casio. Cuando se desmonta el motor se nota la calidad constructiva del coche en los manguitos de silicona, el cableado o las clemas eléctricas. Acompaño este resumen con un enlace a una extensa ficha técnica.
He dicho al principio de este texto que ciertos coches nos parecen especiales por las historias que vivimos con ellos y esa es la verdadera razón de que me guste tanto el Bluebird. Lo que para mí y mi padre significó. Aquel coche fue el lugar donde más horas pasamos viajando juntos tras la muerte de mi madre, recorriendo la península y viviendo vacaciones que recuerdo con una nostalgia enorme. Mi padre se entregó en cuerpo y alma a dedicarme todo el tiempo posible y jamás tuve la sensación de ausencia que cualquier niño pudiera tener por su madre. Y en muchos de esos momentos el Nissan estuvo presente.
Cada canción que escuchaba en la radio y su música favorita, que fue la música con la que crecí, están grabados en mi memoria. Los paisajes, cambiantes con cada estación del año, de la dehesa de Huelva. Cada nuevo modelo de coche que salía al mercado y que nos cruzábamos en la carretera (me acuerdo perfectamente de la primera vez que vi los faros de xenón de un Clase E W210 en 1995). El olor tan característico al entrar al coche y el sonido del motor cuando reducía a tercera para adelantar una fila de camiones en las carreteras de doble sentido, cuando no eran tan comunes las autovías. A todo aquello asistí desde el asiento de atrás del Nissan en los primeros años y desde el asiento del copiloto cuando llegué a la adolescencia.
También eran tiempos mejores para conducir, entendiendo esta experiencia como una forma de sentirse libre. Las carreteras eran buenas, había espacio para adelantar en las rectas (que hoy han reducido a base de alargar las líneas continuas) y la presencia de radares era mucho menor, como también lo era la sensación de impunidad y de libertad para hablar con los demás de a cuánto se ponía un coche o de cuánto se tardaba en llegar de una ciudad a otra. Las cosas se vivían con una naturalidad más espontánea y la corrección política traía a casi todos al pairo. Hoy se mata menos gente al volante, evidentemente.
Pasé de niño a chaval con aquel coche y recorrimos tantos kilómetros que uno de mis mayores entretenimientos era el viaje semanal de Riotinto a Sevilla. Mi padre me recogía del colegio el viernes y nos íbamos directos a la carretera. Pasábamos el fin de semana en Sevilla y volvíamos el domingo por la noche. A menudo, de madrugada, porque nos gustaba apurar el día haciendo actividades juntos y cenar antes de salir. A veces íbamos y volvíamos por la tarde, entre semana y con cualquier excusa. Quizás por eso me guste tanto conducir de noche.
Aquel Bluebird se lo vendimos a la hija de unos amigos en 1999 y con los años me arrepentí enormemente de haberlo permitido (el coche pareció vengarse. En ese mismo verano se le rompió un manguito en autovía y la nueva dueña no se dio cuenta hasta que gripó el motor tras circular varios kilómetros sin refrigerante). Aún me faltaban dos años y medio para poder sacarme el carnet de conducir y ya hacía un tiempo que era el segundo coche de casa, tras comprar un Clase E.
Desde 2002 y especialmente en los últimos ocho o diez años, me dediqué pertinaz y pacientemente a buscar un Bluebird GTI en tan buen estado como me fuera posible encontrarlo. Rechacé muchas unidades porque no estaban conservadas hasta el punto que yo exijo en cualquier coche de segunda mano. Siempre me ha funcionado ser así. He tenido más de 25 coches en 18 años de carnet y me sobran dedos en una mano (literalmente) para contar las malas experiencias. No iba a hacer una excepción con el Bluebird.
Finalmente, en marzo de 2018, un buen amigo y aficionado al mismo coche (gracias, Manu; aquí podéis ver su Bluebird Turbo SGX) me avisó de que un conocido suyo iba a vender un Bluebird Turbo GTI. Pedí datos, fotos, historial. Todo cuadraba, aunque con 176 000 kilómetros, superase por el doble lo que yo considero el máximo aceptable en cualquier coche que me compro. Manías que tiene uno. Fui a por él a Blimea, Asturias, y además del coche me traje una nueva amistad con una familia excepcional, que tenía una historia similar con su Nissan. Lo estrenaron en mayo de 1990, cinco meses antes que nosotros el nuestro. Mi única pena es que no sea rojo, aunque en blanco también me gusta mucho.
Desde entonces lo he conducido menos de lo que quisiera, aunque lo disfruto plenamente. Como vivo en Madrid y aquí uso el Mercedes-Benz 300 SE (del que Arturo de Andrés hizo esta prueba), el Nissan lo guardo en Sevilla. Cuando lo compré, lo revisé de arriba abajo y le puse un turbo nuevo, ya que el suyo comenzaba a silbar porque tenía holgura axial en el rotor. No es fácil conseguir repuestos para estos coches gracias a que Nissan ha descatalogado prácticamente todo desde que vende modelos Renault con otra chapita en el capó… Pero a base de paciencia y buenos contactos se consigue casi todo.
Yo no me corto en pisarle todo lo que me apetece. No tengo reparos en llevar el motor al corte de encendido cuando quiero y en apurar marchas al practicar conducción espirituosa (me encanta ese término, que vi acuñado por primera vez en 8000 vueltas, creo). Es una especie de norma personal: cualquiera de mis coches, sea el que sea, debe estar siempre disponible para salir de viaje y para poder darle zapatilla sin miramientos. Jamás maltrato un coche, ni propio ni ajeno, pero tampoco me corto en usarlo. Son para disfrutarlos y eso hago. Hay quien disfruta coleccionando coches para tenerlos parados o restaurándolos ad æternum. Yo no puedo. Me frustra y me cabrea no usar un coche plenamente.
En carretera el Bluebird Turbo GTI es un coche divertido de llevar, rápido para los estándares actuales. Es más cómodo de suspensión que su sucesor, el Primera 2.0 eGT (también he poseído una unidad excelente de este modelo. Uno de los mejores coches que he tenido), y también algo menos directo de reacciones porque va más blando y balancea un poco más. Sin embargo, situándolo en su contexto temporal, me parece un coche sumamente honesto y equilibrado, con una estabilidad muy buena a baja y alta velocidad y una ergonomía por encima de la media de su época. El esquema de suspensión es independiente de tipo McPherson en ambos ejes. Atrás lleva doble brazo transversal más un tirante diagonal. Y estabilizadoras delantera y trasera.
La dirección, de piñón y cremallera, tiene asistencia variable en tres niveles, según la velocidad. Es más bien suave, especialmente en ciudad. En carretera echo de menos que se endurezca un poco más para ganar precisión, porque a veces, al corregir en los apoyos fuertes, vendría bien tener un poco más de resistencia. Sin embargo, el retorno de información es maravilloso a través del estrechito aro del volante. Sufre muy poco el efecto del par motor si se acelera fuerte en marchas cortas con las ruedas giradas, y tiene una tendencia al autocentrado muy bien calibrada, sin brusquedad. En ese sentido, es mejor que la dirección de muchos coches actuales, desnaturalizadas por la asistencia eléctrica y el enorme grosor de los neumáticos.
La caja de cambios es otro punto fuerte del coche. Tiene un tacto delicioso, como en prácticamente la totalidad de coches japoneses que he probado de su época. Es suave y las marchas tienden a enclavarse con rapidez y precisión, a lo que acompaña un pedal de embrague (hidráulico, no por cable) suave y directo. Me acuerdo bien de la desagradable sensación que daba mover la palanca de un Renault 19 Chamade del 95, dura, pesada, gomosa. Tampoco la caja manual de mi Mercedes es mejor, en tanto en cuanto resulta más lenta de manejar. Ni la de los BMW E34 y E36.
Los frenos se dosifican formidablemente bien y soportan cierto maltrato, aunque al final, si se fuerza el ritmo, se nota el efecto del calor. A fin de cuentas los discos delanteros son pequeños para el estándar actual, con 255 mm de diámetro y 25 mm de anchura. Ayuda mucho que el Bluebird es más bien ligero. Pesa 1215 kg según la ficha técnica. Es fácil detectar el punto máximo de retención antes de llegar al bloqueo, porque el Bluebird no tiene ABS. Es su talón de Aquiles respecto a la competencia, que sí lo venía ofreciendo en algunas versiones de modelos como el Renault 21 o el Opel Vectra. Su sustituto, el Primera, ya disponía de ABS, como correspondía a los tiempos que corrían. Con todo, el Bluebird es un coche sencillo de llevar rápido porque se intuyen pronto los límites si se le buscan las cosquillas. No hay sorpresas ni reacciones imprevistas en el límite de adherencia y se puede jugar a redondear las curvas lentas a base de ahuecar en pleno apoyo porque la dirección acompaña muy bien el movimiento natural de los brazos al hacer contravolante.
El motor tiene una respuesta muy homogénea en todo el régimen de revoluciones. Sin titubeos a ralentí. No es un motor sobrealimentado a la antigua usanza, de todo o nada, sino al contrario. Como el turbo es pequeño, los colectores de escape son cortos hasta la turbina y no hay intercooler, el tiempo de respuesta es casi como el de un atmosférico. Da lo mejor de sí entre 2000 y 6000 rpm, aunque el cuentarrevoluciones llega sin problema hasta las 6750 rpm aproximadamente. Tiene un sonido más bien grave (el del Primera eGT es notablemente más agudo, por ejemplo) y un gorgoteo natural muy sugerente a ralentí, proveniente del escape, debido a que el largo tramo recto, sin catalizador y con un silenciador trasero grande, hace que se produzca el rebote de los gases en su interior. Eso sí, si la puesta a punto de la inyección (Bosch L-Jetronic) no es fina, siempre hay un olorcillo a mezcla rica presente.
Otro punto débil del coche es el consumo, algo que ya en su época señalaban en todas las pruebas, aunque aquí debo matizar que es muy sensible al uso. Como el motor es muy elástico, se puede circular en marchas largas sin mayor problema y mantener el consumo por debajo de 9 litros a los cien con poco esfuerzo. Si se aligera el ritmo y se le da vida sin apurar marchas, es fácil subir de 11 o 12 litros. Como las marchas son largas y tiene una quinta de desahogo con un relación de 0,74:1 (40,2 km/h a 1000 rpm), en autovía va a unas 3000 rpm a 120 km/h y sigue gastando razonablemente poco, pero si se aumenta un poco la velocidad, el consumo crece ostensiblemente.
Donde más juego da el coche es en segunda y tercera y, aunque las recuperaciones en marchas largas son buenas, no son tan brillantes comparativamente. Con el VBOX que empleamos en km77.com he medido las prestaciones y he obtenido un 80-120 km/h de 6,2 segundos, que es un dato excelente para 135 caballos. El 0-100 km/h lo conseguí hacer en 9,1 segundos, aunque la cifra oficial es 8,8. Una lástima que la segunda corte justo antes de llegar a 100, porque ese cambio de segunda a tercera es el que hace perder unas décimas muy buenas. No obstante, el 0-60 mph (96 km/h) oficial es de 8,3 segundos, ventaja clara de que se puede hacer usando sólo las dos primeras marchas.
En definitiva. Esa pequeña liturgia que cuando llego a Sevilla conlleva quitarle la funda, revisar niveles, arrancarlo y salir a pasear por la sierra me retrotrae a mi infancia y es un ritual que practico por puro placer y nostalgia. Es como conducir un trozo de mi pasado y tengo la fortuna de compartirlo con mi padre, que ahora va más tiempo de copiloto que a los mandos. A él le gusta mantenerlo limpio y en uso cuando yo no estoy y a mí me gusta tener a los dos en mi vida 30 años después. Este coche es parte de la historia que nos une.