Pasado el mediodía del día de la Nochebuena de 2013, yo ya había cumplido con bonaparte de los rituales de estas fechas: había recibido un buen puñado de llamadas telefónicas deseándome sobados y almibarados deseos de “lo mejor para estas fechas” ergo a sensu contrario, nadie me deseaba nada para otras distintas, –porca fortuna– pensé.
Había tenido una copa de empresa donde hube de fingir una artificial y aparatosa felicidad porque era la tradición, como lo es tomarse el maldito champán de los reflujos gástricos, cuatro sandwiches fríos con mil conservantes, estabilizadores, potenciadores del sabor y otras mandangas, escuchar atentamente media docena de chistes malos y poner cara de interés cuando alguien me cuenta que se irá a pasar las fiestas con su cuñada la del pueblo a no sé bien qué lugar que no sé ni situar en el mapa.
Había comprobado los números agraciados de la lotería para comprobar que la gracia de unos debía de venir, parece, al precio de la desgracia de los demás. Otro año, ya tantos, no me había tocado nada la dichosa lotería más que los cojones: ni un miserable euro. Esos niñitos de voces insufriblemente agudas, penetrantes, incisivas, con esa musicalidad deleznable y cursi de cantar los numeritos y sus premios, me habían vuelto a escamotear el premio. Hice juramento solemne de que como el año que viene no me diesen siquiera un reintegro, les haría tragarse el bombo. El telediario volvía a hacerse eco de neomillonarios que, muy posiblemente, no sabrían hacer otra cosa con su estrenado dinero que gastarlo.
Y es que la riqueza no sirve para gastarla, sino para generar más riqueza. Gastar riqueza tiene un impacto limitado: el dinero dura lo que tarde en acabarse en tonterías, lujos y caprichos. Pero generar más riqueza a través de emprendimiento, inversión, crear puestos de trabajo y más riqueza para gente otra así como sostener la riqueza invertida para hacerla duradera requiere el talento que hace falta para ganarlo y esa gente no lo ha ganado: se lo hemos regalado los demás.
Gastar el dinero es la forma de perderlo. Se lo digan a tantos futbolistas arruinados luego de menos de una década de dejar de agitar los genitales en campos de fútbol.
Eso rezongaba yo, mientras iba camino de la peluquería. Tenía que hacerme la pedicura y la manicura y no encontraba las tenacillas de cortarme las uñas. (Mentira, sí que sabía perfectamente dónde estaban, pero no me apetecía un pie cortarme las uñas).
Acudí puntual a la cita, y me recibió una chica de permanente sonrisa y largos cabellos de un color improbable que me invitó a descalzarme, lo que hice obediente mientras ella aproximaba el carrito de los ungüentos con su sonrisa congelada como sueldo de funcionario.
Puso mis pies en una palangana que llenó de agua tibia y le dió, click-clack, a dos interruptores. El primero hizo vibrar la palangana de una manera insufrible y el segundo encendió un led que cambiaba de color, ahora rojo, ahora violeta, ahora azul, vamos verde, y vuelta a empezar; “Cromoterapia”, me dijo.
Cromoterapia. Y una leche.
Aquello era un led chino que cambiaba de color y mi estado de ánimo no cambiaba nada a su contemplación mientras alternaba la admiración del led con la de mis pies sumergidos en agua vibrante. La primera vez que escuché aquello de la cromoterapia fue en la consulta de mi anterior dentista. Pintó la salita de espera de un color amarillo huevo salmonelosis y aquello no me relajaba nada, tampoco la media hora de espera que verle conllevaba. Y menos aún que cuando me recibiera, abierta la boca, hurgada con siete ganchos distintos y algún ris-rás después, descubriera que mi dentista tenía un moco aforado en la rampa de despegue de su fosa nasal derecha.
Y yo con la boca abierta.
Y el moco desplazándose simpáticamente con sus esfuerzos.
Mal rollo.
Hube de inventar una excusa y salir corriendo de allá, pagando el trabajo como si lo hubiese hecho pero al menos evité un suplemento alimenticio indeseado que contribuyese a mi almuerzo. Abandoné a ese dentista y al día siguiente fui a otro. Nunca más volví. A veces, tengo pesadillas con que no puedo cerrar la boca y un dentista acatarrado me hurga la piñata. Freud, venga a mí.
En eso cavilaba mientras trataba de recordar el Audi A4 S Line MultiTronic 2 litros turbodiesel que había conducido hacía unos días.
Y es que escribir sobre coches tiene su técnica. Hay que escribir muy en caliente porque si no las sensaciones se olvidan pronto salvo que te hayan causado un fuerte impacto, positivo o no.
Y aquel Audi.
Qué poco memorable. Correcto, un motor vigoroso a bajo y medio régimen y agónico como un motor de ciclo Atkinson arriba. Andaba con soltura, pero no llamaba la atención. Su cambio, de variador contínuo (una anomalía) no iba mal emparejado con el motor, pero era raro. Funcionaba bien, sí, pero era extraño y hacía que el coche avanzase de una manera correcta pero poco enamorable. Es como cuando encendemos el secador de pelo: el régimen de giro del secador de pelo viene predeterminado. Pues eso. Tampoco es que le encontrase mucho aliciente a poder acelerar el secador de pelo. Ni al Audi. Y el interior, correcto. Me encantaron el volante, y la pantallita que tenía mucha resolución y poco valor de dot pitch. Y hurgando con la ruletita (una distracción más añadida a una conducción aburrida) vislumbré que el coche tenía como cinco modos de funcionamiento “Efficient, Dinamic, Comfort” y no sé qué más, que eran todos el mismo con la misma trampa de actuar sobre el potenciómetro del acelerador para que en modo “Sport” el 10 % de actuación sobre el pedal del gas equivaliese a un 30 % de requerimiento al motor y así le parezca a algún despistado que el coche anda mucho más. Nunca entendí esas tonterías.
El caso es que era correcto y poco memorable.
Y mientras aquella chica me trabajaba afanosamente los pinreles, recordé el pasaje bíblico de María de Betania la que ungió los pies a Jesús en la noche posterior a que Jesús trajese de vuelta al mundo de los contribuyentes a Lázaro. O eso dicen.
«María, pues, tomó una libra de perfume muy caro, hecho de nardo puro, le ungió los pies y se los secó con sus cabellos, mientras la casa se llenaba del olor del perfume.» (Jn, 12:3)”
Cuando me instó a cambiar el queso, la llamé María “soy Yeni, de Yénifer”, “gracias, María” -insistí-, intuí que no me iba a secar los pies con sus cabellos y recé por que los ungüentos no tuviesen nardo, porque me iba a entrar la risa.
Poco memorable, eso es. Los coches de antes serían peores, no hay duda, pero eran más memorables.
Y recordé el juramento de todo aficionado automovilístico que debía restaurar y devolver su gloria al menos, a un coche legendario de los de antes.
Pensé en éste.
Si tuviesen que restaurar un coche interesante del pasado, ¿qué coche restaurarían?
Y Feliz año a todos.
JM