Hace tres o cuatro décadas —quinquenio arriba, quinquenio abajo, no se me pongan meticulosos—, la electrónica no era parte fundamental del automóvil. Me refiero a la parte marketiniana del automóvil. Fueron los años en los que la evolución de la tecnología se plasmaba en los turbos, las culatas de 3, 4 o 5 válvulas por cilindro o las versiones deportivas. El marketing iba poco más allá de esos aspectos, añadiendo como armas de venta los paragolpes pintados del color de la carrocería o las series especiales.

¡Quién no se acuerda de los logotipos «16V» de Citroën o Renault, del «Sedicivalvole» en letras rojas en el portón del Fiat Tipo, del Lotus Omega, del Lancia Thema 8.32, de las series Baccara de Renault o de las Black Series de Mercedes.

Entre toda esa guerra (mecánica) hubo excepciones (electrónicas), como aquel sintetizador de voz que Renault usó como gancho en el 25 (o Rover en el 827). O los cuadros digitales, aquellos que tenían coches como del Citroën XM, el Fiat Uno, el Lancia Dedra (el más elegante) o el Opel Kadett.

Interior del Renault 25 V6 Turbo Baccara (1990)


Las últimas décadas del siglo XX y las primeras del XXI

En los años 90, la evolución de la tecnología popularizo elementos de seguridad que ya existían, como el ABS o el control de tracción, y deslumbró con novedades, como los primeros faros de xenón (BMW Serie 7 de 1991).

Los primeros sistemas multimedia vieron la luz en Europa durante los primeros años del siglo XXI de manos de BMW (el iDrive) y Mercedes-Benz (COMAND). Fueron también los años de la irrupción de los faros con tecnología LED (que se ha merendado a los de xenón en pocos años), la función Start-Stop (que muchas personas desconectan) y los programadores de velocidad adaptativos ACC (que tanto ayudan como incordian).

También fue la década de la generalización de los airbags de cabeza y laterales, la de los híbridos (con el Toyota Prius como icono) y en la que apareció algo que casi nadie imaginaría que iba a remover el avispero automovilístico: el nacimiento de Tesla con su modelo Roadster, un Lotus Elise con marcapasos a pilas.

Toyota Prius de segunda generación
Nuestro Toyota Prius (2006), la segunda generación de este híbrido, en un viaje de la prueba de larga duración

Igualdad mecánica y dinámica. Fin de una era (con permiso de la electricidad).

A lo largo de esos años, el automóvil ha estandarizado sus características. Dinámicamente, casi todos los coches van más o menos igual de bien. Los hay mejores y peores, pero están todos muy agrupados. Para nosotros, que nos dedicamos a probarlos, eso ha supuesto que sea más difícil encontrar y contar las diferencias; para los que os gustan los coches, que ahora sea más aburrido elegir coche y conducirlos; para todos, que viajemos más seguros y cómodos.

Durante este trayecto también se han homogeneizado los motores. Sigue habiéndolos buenos y malos, mejores y peores, pero salvo excepciones, todos cumplen correctamente.

Creo que hemos llegado a un punto en el que ni el chasis ni el motor (los relojes de cuco, que dice mi colega Álvaro Sauras) son elementos emocionales con los que convencer a un comprador de que elija mi marca, mi modelo. Yo diría que el único componente que toca la fibra sensible a la hora de elegir un coche ya es únicamente el diseño. Y la marquitis, claro. O quizás, quién la tiene más grande. La pantalla.

Mientras pensaba sobre todo esto antes de ponerme a escribir, por mi cabeza pasaba que todo esto era producto de mi imaginación. O una interpretación errónea de la situación en la que estamos. Pero tengo una prueba que parece confirmar mis teorías: los dosieres de prensa.

Hace un par de décadas los dosieres tenían cuatro partes principales: el diseño, el chasis, los motores y el equipamiento, normalmente de confort. Pero ya no es así, llevamos unos cuantos años en el que los dosieres siguen hablando del diseño, pasan de puntillas por el chasis y los motores, aburren (al menos a mí) con párrafos y párrafos enumerando y contando las virtudes de los sistemas de ayuda a la conducción (los ADAS, del inglés Advanced Driver Assistance Systems) y se extienden hablando de pantallas y diversos gadgets.  Estamos en un punto en el que la mercadotecnia parece discurrir por dos senderos, la conducción autónoma y el exhibicionismo.

Marketing: la conducción autónoma y las tonterías para el vecino

La conducción autónoma es el santo grial del automóvil en el siglo XXI. El profeta Elon la lleva anunciando año tras año desde hace más de los que se pueden contar con los dedos de una mano. Me recuerda a mi hijo cuando contesta «ahora lo hago» al pedirle infinitas veces a lo largo del día que recoja su habitación.

BMW, una de las marcas en la que mejor funcionan los asistentes.

Esas siete sílabas (con-duc-ción-au-tó-no-ma) se repetían hasta la saciedad en los dosieres de prensa de los últimos años, aunque últimamente parece que está en desuso. No voy a negar la utilidad de las funciones implicadas en la conducción autónoma, tanto por la comodidad (a veces) como por la seguridad que aportan a la conducción, pero como dice un amigo sobre este y otros asuntos: (la conducción autónoma) aún está por inventar. Sigue teniendo fallos, sigue estorbando en ocasiones.

En la antítesis de la utilidad están esos elementos que, básicamente, sirven para llamar la atención —la del comprador inicialmente. La de los demás, el amigo, el vecino, después—. No mejoran las prestaciones ni reducen el consumo, tampoco hacen del coche uno más seguro ni más cómodo. El ejemplo supino son, para mí sin duda, las flatulencias de los Tesla.

Luz ambiental en salpicadero, consola, puertas, asientos y zona de pies en un Mercedes-Benz EQS

Pero también los sistemas de luz ambiental, que en muchas ocasiones traspasan esa fina línea que hay entre proporcionar calidez o parecer un club de carretera; y que, empiezan a tener más colores para elegir de los que un hombre es capaz de identificar (reconozcámoslo, no somos capaces de distinguir un gris normal de un gris topo, un gris ceniza, un gris pizarra, un gris marengo, etc.).

También entran en esta categoría las animaciones al encenderse las luces exteriores al acercarse o abrir el coche. O la luz que se proyecta desde la base de los retrovisores (en algún coche desde la parte inferior del chasis) con logotipos diversos o animaciones (es la versión 2.0, de momento sólo al alcance de unos pocos, como los propietarios de un Bentley Flying Spur 2025). Y añado la luz interior que varía su tono e intensidad al ritmo de la música, una horterada made in China que espero que no se extienda. Seguro que se les ocurren más ejemplos.

Y es que la luz —oh, la luz— da para un capitulo a parte en los últimos años del automóvil. Tanto, que reservo una futura entrada para hablar de ella.