Hará cosa de dos o tres meses que dimitió el Jefe del Servicio Catalán de Tráfico de Gerona; el nombre no hace al caso, aunque se haya publicado. Motivo: el radar le “cazó” a 160 km/h en el km 71,5 de la AP-7, una zona regulada a los genéricos 120 km/h. La información no dice si dio o no una justificación, o alegó motivos concretos para ir así de rápido; pero lo cierto es que, simplemente, dimitió. Todo un ejemplo de coherencia para con el cargo que ostentaba y de cara al organismo que regía; y un ejemplo de dignidad y honradez ante los ciudadanos: yo infrinjo, y yo lo pago. Un gesto que le honra: no esconderse tras de su cargo para buscar privilegios, y más siendo el jefe del organismo que controla el tipo de infracción que acababa de cometer.
Ahora bien, me cuesta mucho aceptar que, habiendo ido a parar a dicho cargo precisamente, esa persona sea un vándalo de la velocidad, un peligro sobre el asfalto. Sí, ya sabemos que algunos funcionarios acceden a sus cargos a través de los más curiosos vericuetos, pero casi siempre hay un nexo de unión entre su formación y el destino que vienen a cubrir, sobre todo en estos campos relativamente especializados. Lo habitual es que los que llegan a altos cargos de Tráfico traigan un talante más bien represor, moldeado a través del escalafón de ese mismo u otros organismos de control similares; por ello, que un friki desatado de la velocidad hubiese llegado a infiltrarse en ese Servicio de Tráfico se me hace muy cuesta arriba.
Incluso aunque no fuese persona de un talante especialmente represor con la velocidad, me parece evidente que el roce diario con la problemática de la seguridad, más los documentos y textos legales que diariamente tuvo que manejar, sin duda tendrían que haberle sensibilizado especialmente de cara al problema de la interrelación entre seguridad y velocidad. Es casi imposible admitir lo contrario.
No sabemos si el coche que conducía era de propiedad personal u oficial; tampoco sabemos si, por motivos profesionales o personales, tenía alguna urgencia concreta, o simplemente ganas de llegar cuanto antes a su destino. En todo caso, debía ser un coche con bastante poderío y en buen estado (se le supone): a 160 km/h reales difícilmente se pone alguien con un coche “de medio pelo” que malamente haga 180 en punta y echando los bofes. Más bien debería ser un coche capaz de hacer 190/200 km/h, o de ahí para arriba. Son suposiciones, pero que me parecen bastante razonables.
Pero el hecho cierto es que, al margen de todas las consideraciones anteriores, infringió la ley; y de forma indudablemente voluntaria: un exceso de velocidad de 40 km/h sobre el límite -más el pongamos que 5% de error de velocímetro- no es algo que pase desapercibido ni tan siquiera para un conductor novato. Y menos aún para uno al que tenemos que suponerle una cierta, por no decir dilatada experiencia (el caso de Pere Navarro es mejor pensar que fuese una excepción, aunque con la actual doctora ya tengo también mis dudas).
Lo que le falló fue no saberse de memoria donde están situados los radares fijos; aunque bien pudo ser uno de trípode o de coche camuflado en un carril de aceleración. En Cataluña ya sabemos que aprietan de lo lindo con el control, lo mismo que en el País Vasco; parece ser que los cuerpos policiales autonómicos manifiestan un celo bastante más desmedido que la propia Guardia Civil en el resto del territorio nacional. El caso es que, por distracción u ocultación, le cazaron, y no hay más que hablar.
¿Y por que corrió ese riesgo? Tal vez llevaba una urgencia con la que no quiso exculparse; es posible. O tal vez se sentía ingenuamente seguro en ese tramo de la autopista, sin acordarse del trípode o del camuflado. Lo que me cuesta creer es que, con urgencia o sin ella, se arriesgase conscientemente en cuanto a seguridad de manejo. Prefiero pensar que, simplemente, la zona de su cerebro “no funcionarial”, sino la de simple conductor, daba como bueno y seguro ir a 160 km/h. Porque no creo, como ya dije al principio, que sea un kamikaze ni un desequilibrado.
Y es que un conductor con experiencia (y ya no me refiero en concreto al protagonista de esta anécdota) sabe que ir a 160 en una zona genérica de 120 es técnicamente casi igual de seguro que a dicho límite legal, en especial si el tráfico es muy fluido y se lleva un coche en condiciones; de lo contrario, pura y simplemente sería imposible, pues incluso el carril izquierdo estaría ocupado por vehículos mucho más lentos. Y dejo el margen del “casi”, porque siempre puede surgir el imprevisto. Pero eso también es aplicable a que es más seguro ir a 80 en vez de 120, y a 40 que a 80; cuanto más lento vayas, más tiempo tienes para reaccionar frente a un imprevisto que se te presente a la misma distancia (ésta es una variable incontrolable), y menos metros necesitas para frenar.
La cuestión es donde pones el límite razonable, en función de la vía, su visibilidad y estructura -vallada o no, con cruces o sólo entradas y salidas por la derecha-, para decidir la velocidad límite. Y aquí acabamos en lo que decía el experto sueco Käre Rumar: “No conozco ningún conductor lento (no decía “malo”) que sea partidario de límites altos, ni ningún conductor rápido (no simplemente “bueno” o cumplidor) que sea partidario de límites bajos”. Y es que, al final, este es un tema indudablemente subjetivo, aunque un examen serio permitiría conocer el auténtico nivel técnico de capacidad de manejo y control de cada conductor. Pero lo más sencillo para el legislador es aplicar la “ley del mediocre”, la también llamada “ley por debajo del 50%”. Y así menos problemas, y más recaudación.
No estoy intentando salvarle le cara al dimitido, y de paso arrimar el ascua a la sardina de los que querríamos límites algo más altos que los actuales; e incluso un poco más que el que va empezar a regir -ya veremos- a partir de Enero. Lo que he intentado es elucubrar (acertadamente o no) sobre las circunstancias que pudieron llevarle al Jefe del Servicio de Tráfico de Gerona a circular a 160 km/h, dando por supuesto -y creo que es razonablemente aceptable considerarlo así- que no se trata de un descerebrado de la velocidad al estilo “Cannonball”. Al fin y al cabo, es aplicar, y lo diré una vez más, el mismo planteamiento -y mucho menos radical- que el que sigue rigiendo para que no haya límite en gran parte de la red de autobahnen alemanas, y en el estado americano de Montana.
Pero es que no pido tanto; de hecho, estoy en contra de la libertad absoluta de velocidad. Y por un motivo, exclusivamente. A partir de cierta velocidad -una cosa sería en carretera con cruces, y otra en autopista- no es exigible pedirle al resto de los usuarios que calculen a qué velocidad venimos, para que puedan programar sus maniobras de adelantamiento, cruce, incorporación, deceleración, etc. No tienen por qué entender ese “cuarta dimensión” que está más allá de, como mucho, los 190 km/h (200 de aguja).
Ya sé que hay un cierto porcentaje (pequeño) de conductores que son capaces de manejar un buen coche con seguridad a 180 km/h, e incluso de ahí en adelante. Pero no hay muchos de los otros que sean capaces de ver llegar ese coche a cierta distancia y hacerse cargo de la velocidad a la que viene, y de los márgenes que necesita para frenar. Y por esa razón de que no podemos exigírselo, es por lo que no debemos ir a tal velocidad, porque ese usuario está pensando en adelantar a su vez a otro que va 50 metros delante suyo, y cree que va a tener tiempo sobrado para hacerlo antes de que lleguemos nosotros. Y tal y como venimos, no lo tiene.
Porque una cosa es que seamos libres de consumir exageradamente -aunque a 180 km/h con un León FR 2.0-TDI no nos saldrá más caro que con un gran SUV de gasolina a 130 a partir de Enero-, y otra que, porque nos haya tocado la lotería, tengamos derecho a exprimir a tope en la autopista el Ferrari que nos hemos comprado. Lo que, a mi modo de ver, marca el límite de velocidad debe ser el civismo y el respeto a los demás conductores, y no la discusión de si yo controlo o dejo de controlar a dicha velocidad, aunque realmente seamos capaces de controlarla.
Ahora bien, hoy por hoy y con un buen coche, los 160 que le han costado el cargo a ese señor son perfectamente controlables por parte un conductor de buen nivel; y también deberían ser perfectamente calculables por parte de quien mire pro el retrovisor y le vaya viendo acercarse. Muy honrado su gesto como funcionario, pero en su interior el conductor seguirá pensando: “pero si yo iba seguro”. También le ocurrió lo mismo a Galileo, pero se tuvo que conformar con musitar en voz muy bajita: “Eppur si muove”. Pero yo, que no soy funcionario, sino ciudadano, contribuyente y conductor, me siento próximo a este hombre y, a falta de conocer más circunstancias concretas, mi simpatía y mi solidaridad están con él; y mi respeto por su comportamiento coherente como funcionario, también.