Tras de casi medio siglo de profesión, esta es la primera vez que escribo sin mayores limitaciones de espacio. Por supuesto que en distintas publicaciones (siempre del grupo Motorpress) he firmado diversas columnas de opinión, pero siempre con el espacio tasado al que obliga el veterano periodismo impreso en papel. Dicho de otro modo, esta es mi primera incursión en el periodismo electrónico, con la ventaja que supone que el confeccionador no te venga diciendo: “sobran tres líneas”. Es una más entre las muchas cosas buenas que tienen las nuevas tecnologías; se puede uno enrollar sin más limitaciones que la paciencia del lector.
Pero no todo en los tiempos modernos es tan positivo como las casi infinitas aportaciones de la electrónica; también hay muchas cosas que eran mejores antes, aunque tampoco es cuestión de caer en el manido y reaccionario “cualquier tiempo pasado fue mejor”. Pero creo, y aquí entroncamos con el título de este rollo, que hemos ido para atrás en cuanto al placer de viajar en automóvil. Por supuesto, parto de la base y doy por sentado que aquí estamos entre aficionados al automóvil y a su conducción, con independencia de que dicho artilugio con ruedas sirva para trasladarnos, a nosotros y a nuestra familia, de un lugar a otro. Y que, como tales aficionados, no vemos contraposición alguna, sino muy al contrario, entre la practicidad de viajar (por motivos profesionales, familiares o turísticos) y el puro disfrute de utilizar y conducir el automóvil durante dicho desplazamiento. Hay gente (tipo “dominguero”, qué le vamos a hacer) que sufre, se tensa y se estresa ante la perspectiva de un viaje de unos cuantos cientos de kilómetros. Son el tipo de conductor al que no le vienen mal esas gazmoñas recomendaciones de la DGT del tipo “párese a descansar cada 200 km, o cada hora y media”.
Viajar, desplazarse y conducir
Un anterior Director General de Tráfico (para mí, el más inteligente que haya habido, aunque concibe al tráfico a través de la óptica de la siniestralidad, debido a su formación profesional) dijo en una ocasión que el automovilista no sería maduro hasta que no considerase al automóvil igual que a uno cualquiera de los diversos electrodomésticos que tiene en su casa. Esto es ignorar el componente de fascinación que tienen para el hombre algunos de los bienes de consumo que maneja, mientras que otros (como la mayoría, que no todos, de los electrodomésticos) no la tienen ni la tendrán. Por supuesto, el automóvil es uno de estos productos fascinantes, como también lo son la máquina fotográfica (me atrevo a decir que más las antiguas de carrete y manejo manual), las armas de todo tipo, las prendas de vestir para un cierto porcentaje de la ciudadanía, y un largo etcétera en el que cada cual puede incluir aquello que más le atraiga.
Guste o no guste al antiguo Director General, y a algún autotitulado como experto en psicología de la conducción, esta relación casi erótica entre ciertos productos de nuestra sociedad del bienestar y su poseedor es algo que no se puede eliminar por decreto. En el caso del automóvil, la satisfacción del que posee un buen coche, potente y bien puesto a punto, e incluso la envidia que suscita en su entorno, no son sino herederas en línea directa de la satisfacción y la envidia que, hasta hace siglo y medio, generaba el hecho de disponer del mejor caballo de la comarca. Satisfacción y envidia que eran compartidas, cada uno a su nivel, tanto por humildes aldeanos como por altivos aristócratas. Y no creo que nadie, desde los albores de la Historia hasta que la máquina de vapor llegó al ferrocarril y al barco, hubiese considerado inmaduros ni al orgulloso poseedor de un buen caballo, ni a quienes le envidiaban o, como mínimo, sentían admiración por aquello que no poseían.
Dejando ya estas disquisiciones, creo que estaremos de acuerdo en que el aficionado al automóvil distingue perfectamente entre desplazarse de una ciudad a otra (se puede hacer en tren, en avión, en coche e incluso en barco), viajar como concepto que abarca bastante más que el simple desplazamiento (disfrutar del paisaje, o de los puntos de interés que nos puedan ofrecer núcleos urbanos intermedios), y la conducción del automóvil, tanto si es con la relativa urgencia de un desplazamiento profesional, o con el relax de un viaje de placer.
Los viejos tiempos
Y aquí es donde entra el aspecto nostálgico: a mi entender y, por lo que hablo con unos y con otros, también al de la mayoría de los aficionados, hay un acuerdo tácito en que viajar era mucho más estimulante hace 60, 50 40 o incluso 30 años de lo que lo es ahora; y lo malo es que el asunto ya no tiene vuelta atrás, lamentablemente. Yo tengo acuñada una frase de creación propia que suena un tanto elitista, clasista o algo por el estilo, pero que considero bastante cierta: “Excepto la electrónica, todo lo que se masifica, se va al garete”; y esto se aplica tanto a viajar en coche como a las vacaciones en la playa, a comer marisco (¡qué precios irrisorios tenía en tiempos!) como a visitar el Museo del Prado (antes de que llegasen auténticas mesnadas de japoneses). Pero es que la sociedad del bienestar lo es precisamente porque pone al alcance de la mayoría lo que antes era accesible, o simplemente conocido, para una minoría.
Aplicado esto a nuestro campo, la popularización del automóvil ha obligado a mejorar radicalmente la red de carreteras; todos los que tengan más de 40 años recordarán los tremendos atascos que se montaban los domingos por la tarde a la entrada de las grandes ciudades, cuando todavía la carretera era la clásica de dos carriles, uno en cada sentido de marcha. Ya, ya sabemos que también ahora, debido al enorme volumen de tráfico, sigue habiendo atascos, pero produce escalofríos pensar cómo serían actualmente si las carreteras no hubiesen cedido el paso a las autovías.
Planificando el viaje
Ahora bien, no cabe duda de que, para el automovilista aficionado, tenía mucho más encanto un viaje en aquellos viejos tiempos que en los actuales. En primer lugar, la planificación: supongamos que se tratase de un viaje serio, del tipo Madrid a Galicia, bien sea a La Coruña o a Vigo (610 km en ambos casos). La primera decisión era: echarle valor y planificarlo en un solo día, o ser prudente y hacer noche, ya fuese en Puebla de Sanabria camino de La Coruña, o en Astorga camino de Vigo. Si se le echaba valor, había que tener el equipaje hecho a media tarde del día anterior, porque el del viaje había que levantarse de noche y salir con el alba, para al menos superar el Puerto de Guadarrama con el tiempo fresquito, y sin contratiempos del tipo “ya se ha vuelto a poner a hervir el radiador; niño, trae el botijo para añadir agua”. Luego venía cruzar la llanura castellano-leonesa, una rápida y frugal comida y “atacar” (tal y como se decía entonces, cruzando los dedos) los Puertos de Manzanal y Piedrafita en el itinerario más al norte, o las Portillas de La Canda y Padornelo (seguidas de innumerables Altos casi hasta Vigo) en el más sureño. Este tipo de viaje lo podían hacer los que disfrutaban de un coche del tipo Mercedes, Jaguar o similar, o como mínimo un Seat 1500 bien puesto a punto y de toda confianza.
Pero lo más prudente, al menos en los 50 y 60, y con coches humildes incluso en los 70, era partir el viaje en dos etapas; para la primera no hacía falta madrugar tanto, y después cruzar con parsimonia y sin forzar el Puerto de Guadarrama, comer tranquilamente en el Parador de Villacastín, para darle un respiro al coche por el esfuerzo realizado en el puerto. Y luego recorrer la llanura por la tarde (con el sol de cara, maldita sea), para hacer noche en los puntos antes señalados, u otros más menos próximos. Porque el segundo día sí convenía madrugar, para atacar las antes citadas dificultades orográficas, a las cuales se unían los todavía más emocionantes cruces, en carreteras estrechas y llenas de curvas, con los camiones que traían el pescado a Madrid; camiones que todavía no eran frigoríficos, sino que llevaban el pescado conservado con salmuera, y cuya urgencia por llegar a Madrid era doble: ser los primeros en ofrecer la mercancía en el mercado de la Puerta de Toledo y, en cualquier caso, llegar antes de que el hielo se derritiese. Razón por la cual iban al máximo de lo que era razonable, y en bastantes y lamentables casos, por encima del límite.
El placer de conducir
A todas estas emociones se unía, por supuesto que para el conductor, y con cierta aprensión para los pasajeros, el puro y simple manejo del coche: temperamentales motores de carburador (ya se sabe: que si la bomba de gasolina hace vapor-lock, que si su membrana se perfora, que si la cuba se desborda, que si hielo en el difusor en tiempo frío), cambios de tres o cuatro marchas mal sincronizadas, suspensiones de geometría más o menos dudosa, muchos modelos del tipo “todo atrás”, y frenos de tambor (los mismos que, a su vez, traían los camiones pescateros cargados a tope y bajando un puerto). No cabe duda de que viajar en estas condiciones resultaba, sin duda alguna, mucho más estimulante, e incluso emocionante, que ahora.
Y es que ahora, con un simple turbodiésel de 110 CV, de los que hay una oferta casi inacabable, no supone la menor heroicidad hacer el mismo viaje no ya en el día, sino llamar por teléfono, bien sea a la familia y decir que vamos a “pegar la gorra” y comer en su casa, o quedar a las 14.00 horas en el restaurante de moda para atizarnos una buena mariscada en una “comida de negocios” (si la crisis lo permite). Y es que, para cubrir esos 610 km, no hacen falta más allá de cinco horas y media, lo que supone un promedio de 110 km/h, perfectamente realizable viajando a 130 km/h reales, a salvo del proceloso radar, al menos por el momento. Así que, arrancando de casa a las 08.00, llegamos a la cita a las 14.00, dando un cuarto de hora de margen tanto a la salida como a la entrada para eventuales situaciones de tráfico lento. Eso sí, el conductor llega bastante aburrido, después de haber cubierto más del 90% del kilometraje en quinta o sexta marcha, en función del cambio que lleve su coche.
Naturalmente, de parar a comer en Villacastín ya nadie se acuerda; y no ya porque el Parador está cerrado (siguen quedando otros sitios donde comer), sino porque ¿a quién se le va a ocurrir pararse después de haber recorrido tan solo 90 km? En fin, así están las cosas; pero el automóvil ha sido, es, y seguirá siendo un objeto de auténtica fascinación para quienes lo aman o simplemente lo utilizan con un mínimo de cariño. De él, de su conducción, de su uso deportivo, del tráfico, de los entresijos de su tecnología y de todo lo que se cuadre, seguiremos hablando en este blog; se admiten ideas.