Lo de las recomendaciones al automovilista, impartidas por los bustos parlantes de la TV, o los anónimos (en ocasiones no tan anónimos) locutores de radio, es algo que siempre me ha resultado tirando a molesto, y no porque el consejo en sí no sea acertado. Y digo el consejo, en singular, porque todo lo que estos bienintencionados profesionales de la información, sean veteranos o en muchas ocasiones noveles, acostumbran a aconsejar se reduce, básicamente, siempre a lo mismo: “Sea Vd prudente” y “No tenga Vd prisa”, o las dos cosas empalmadas, martilleando sobre la ya más que cansina identificación de prudencia con lentitud. Y el consejo me resulta molesto no tanto por el contenido, aunque de eso va a tratar el resto de este comentario, como por el hecho de que, aunque no sea imprescindible, se supone que un consejo tiene mayor capacidad coercitiva cuando lo imparte alguien con una cierta autoridad moral respecto al tema en cuestión.
No hay duda de que un buen consejo siempre lo será, aunque lo emita un niño de tres años (recuerden lo de “Papá, no corras”), pero porque es bueno en sí, y no por la autoridad, y casi ni siquiera el derecho, a impartir consejos que tenga la criatura de turno. Si en la “tele” nos sale un spot en el que Fernando Alonso, Carlos Sainz, Dani Sordo o Pedro de la Rosa nos recomiendan ser prudentes y no correr demasiado, podremos dudar o no de si, en la práctica, predican con el ejemplo (vaya Vd a saber), pero de lo que no hay duda es de que saben de lo que hablan; todos ellos se han salido de la carretera, o de la pista, muchísimas más veces que la inmensa mayoría de quienes les escuchan, y precisamente por ir demasiado rápido. Por supuesto, siempre en condiciones cerradas al tráfico, sin terceros en discordia.
Por eso, cuando un/a locutor/a recomienda lo de “Sea Vd prudente”, es algo tan evidente como si lo recomendase el Papa; o dicho en la ya famosa cita clásica “la verdad es la verdad, dígala Agamenón o su porquero”. Pero también es cierto que las grandes verdades llegan a convertirse en un soniquete cuando se las repite hasta la saciedad, perdiendo buena parte, cuando no la totalidad, de su eficacia. Es como cuando la mamá, cada vez que el niño sale hacia el colegio por la mañana, le repite machaconamente: “Y sé bueno”. Naturalmente, al cabo de menos de un mes, el niño escucha el consejo como quien oye llover; lo que cuenta es la educación que su madre, su padre, su entorno familiar y sus profesores le hayan inculcado, y no la mecánica repetición de un bienintencionado consejo que, de puro evidente, tiene una eficacia práctica más bien dudosa.
Pero bueno, al fin y al cabo es la madre quien aconseja, y tiene no sólo el derecho, sino la obligación, de aconsejar el buen camino; pero que de repente me aparezca en pantalla una monísima locutora de veintipocos años de edad, de la que no me consta que ni tan siquiera tenga permiso de conducir, dándome consejos acerca de cómo tengo o tengo que dejar de hacerlo, me produce la reacción de, si pudiera contestarle, espetarle lo siguiente: “¿Y a ti quien te ha dado vela en este entierro?”. Porque cuando cada viernes a mediodía, en cada una de las emisoras por las que vas pasando haciendo zapping para acabar oyendo más o menos lo mismo en todas, escuchas la misma salmodia del “Sea Vd prudente” entonada por no sabes si tal vez un descerebrado, empiezas a pensar que te toman por subnormal, si hace falta que te repitan tantas veces, y todas las semanas, la misma canción. Y como cada loco con su tema, se me ocurre pensar que por qué razón no te recuerdan, por ejemplo, lo siguiente: “¿Has hecho ya ese cursillo de perfeccionamiento de conducción que te prometiste a tí mismo?”.
Porque eso sí que sería un consejo práctico y activo, encauzando hacia algo positivo; pero la inmensa mayoría de los grandes medios de comunicación general (se salva la campaña “Ponle freno”, denunciando puntos negros) prefieren aliarse servilmente con las consignas de la DGT (¿tendrá la publicidad algo que ver con ello, o lo hacen por convicción?), siempre propiciando conductores mediocres, timoratos, lentos y perpetuamente asustados por la sanción o el accidente. A esto se añade la repetición de los habituales consejos de la DGT tipo “escalonen las salidas o retornos” (sin explicar bajo qué criterios) o “descanse cada hora y media, o dos horas, o dos horas y media”; consejos a los que añaden, ya por su cuenta y riesgo, el soniquete de siempre: “Sea Vd prudente” y “No tenga Vd prisa”.
Porque bien está (y ya es admitir) lo del inocuo y machacón “Sea Vd prudente”, pero lo del “No tenga Vd prisa” ya tiene un calado mucho más profundo. Este sermoneo me suena igual que si te recomendasen: “No sea Vd bajito, hombre”, como si tuvieses la facultad de crecer medio palmo porque te lo recomienden. Porque la prisa (urgencia por llegar), como la estatura o la gripe, se tiene o no se tiene, y punto. Por lo cual a más de uno le darán ganas de responder para sus adentros, al oír el consejo: pero es que sí que tengo prisa, imbécil. Otra cosa es ceder a ella en plan alocado y cometer imprudencias; así que el consejo, en todo caso, sería más razonable si repitiese la bien conocida frase de que «la prisa es mala consejera».
Admitido el hecho irrefutable de que si se tiene prisa no hay forma humana de evitar saberlo (otra cosa es controlarse con mayor o menor eficacia a base de respirar profundamente), lo que debe hacer el conductor es analizar la situación y decidir si le compensa o no aumentar el ritmo de marcha, apurando hasta un poco más cerca de los razonables límites tanto de su coche como de su capacidad para manejarlo. Es evidente que si hay por delante un viaje de 600 km, es por la mañana temprano de un despejado miércoles de primavera (sin puente) y la carretera está casi vacía de tráfico, ir más deprisa nos permitirá llegar antes; no entro en si se trata de ir por encima del límite legal o no, o de si se lleva o se deja de llevar detector de radar. Pero es indudable que si el conductor se mantiene dentro de sus límites de pericia, consumirá más, pero llegará antes.
Otra cosa es si tenemos prisa en pleno retorno dominical y vespertino hacia una ciudad importante; entonces tendremos que tragarnos nuestra prisa (aunque la seguiremos teniendo, por supuesto) y amoldar nuestra marcha a la de la caravana, porque no se puede hacer otra cosa. Un tercer supuesto, el más comprometido, es cuando el tráfico todavía no está congestionado, pero sí es ya bastante intenso; en tal circunstancia es cuando al apresurado le entra la tentación de ir zigzagueando de un carril a otro, si se trata de una autopista o autovía, o bien de realizar adelantamientos arriesgados, si se trata de una carretera de doble sentido. En tales circunstancias, y al margen de recomendar prudencia, sí podemos sacar un par de conclusiones prácticas. Conviene tener presente siempre que, aunque nosotros no tengamos prisa, a lo mejor por detrás viene alguien que sí la tiene, así que: uno, al circular por vías de varios carriles se debe ir por la derecha, sin desplazarse innecesariamente a los otros carriles, dejando en ellos huecos enormes; y dos, en carretera normal, si alguien nos alcanza (lo que no es sinónimo de molestar), es mucho mejor dejarle pasar.
Si hay urgencia por llegar, lo prudente es canalizar la prisa hacia un enfoque positivo: borrar de la cabeza los motivos de la prisa para no distraerse en la conducción, y centrarse en hacerlo lo mejor que se sabe, poniendo en ello los cinco sentidos y las tres potencias. Puesto que ya hemos tomado la decisión de conducir más concentrados y rápido, para ganar tiempo, los motivos de la prisa deben quedar automáticamente relegados. Esto es bastante más práctico que negar la evidencia de que tienes prisa.
Así pues, lo que hay que hacer es procurar quitarse de la cabeza el asunto que nos preocupa o la urgencia, del tipo que sea, que nos aprieta. Y centrarse en conducir perdiendo el menor tiempo posible (o ganando el máximo posible, que viene a ser lo mismo) dentro de los márgenes que tanto la seguridad como la prudencia nos aconsejen. Concentrar nuestra atención en medir desde lejos la posibilidad de un adelantamiento, para no perder oportunidades pero evitando hacerlo con riesgo por no haber visto un camión que parecía lejano, enjuiciar una curva y decidir si vale la pena reducir una marcha para tomarla o seguir en la que vamos, o estudiar la visibilidad para saber donde podemos cortar un poco de arcén o de línea de puntos central y donde no, todo esto nos mantiene despiertos y atentos. Y además, como subconscientemente sabemos que lo estamos haciendo para ganar ese tiempo que la prisa nos impulsa a rebajar, podemos dejar de pensar en los motivos de la prisa, porque ya estamos poniendo en juego el máximo de medios disponibles para solucionar o, al menos, aliviar el problema. Lo que no debemos hacer es conducir con medio cerebro centrado en la conducción, y el otro medio en rumiar obsesivamente los motivos de la prisa.
¿Qué todo esto no es fácil de hacer? Pues es posible que no lo sea; pero todavía es más difícil seguir el ingenuo consejo, y autoconvencerte de que no tienes prisa, y seguir conduciendo a paso turístico, perdiendo oportunidades de adelantar, cuando tu subconsciente, tu inconsciente y tu consciente están todo el rato obsesionados por las causas de la urgencia; y tanto más obsesionados porque, al conducir lentamente, nos sobra (o eso nos creemos) capacidad de atención para pensar en ello, en vez de concentrarnos en la conducción. Efectivamente, la prisa es mala consejera, pero el hecho de intentar sugestionarte con que no la tienes no es precisamente el mejor remedio. Y por supuesto, hay toda una graduación en los niveles de la prisa: desde asuntos auténticamente de vida o muerte (por eso los bomberos, ambulancias y policía disponen de señales prioritarias acústicas y ópticas para transmitirnos su prisa y que les facilitemos el paso), hasta la simple circunstancia de llegar un poco tarde a una cita en la que, de todos modos, nos están esperando y tampoco pasa nada más. Y en cualquier caso, aplicar una variante del lema número uno de la competición: Para llegar primero, primero hay que llegar; eso, siempre.
Finalmente, y en todo caso, hay que procurar conducir de un modo que no incite a que nos paren por hacer alguna maniobra demasiado llamativa, por más que pudiera ser incluso legalmente correcta, porque perderíamos más tiempo; esto sería casi peor que si nos multa un radar fijo, porque si la urgencia es muy grande, quizás estemos dispuestos a pagar. Pero lo que no debemos hacer es jugárnosla y arriesgarnos a que nos paren, aunque lo que hayamos hecho no sea peligroso en sí ni para propios o extraños, pero sí lo suficiente para que el agente, que no tiene otra cosa que hacer, se diga ¿dónde va ese?, y levante el brazo.