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¿Quién vigila al vigilante?

En los tiempos de la Roma Imperial se lo tenían bien montado, al menos en teoría: las legiones, por muy victoriosas que retornasen de las más lejanas campañas, no entraban en Roma, sino que se quedaban acampadas fuera, a prudente distancia. Entraban sus jefes, que recibían las coronas de laurel y las aclamaciones del pueblo, pero sin el demasiado próximo apoyo de miles de fieles guerreros, no fuese a ocurrir que el éxito se les subiese a la cabeza y dijesen aquello de “aquí el que manda soy yo”. De manera que intentaron resolver el problema creando un cuerpo paramilitar, que era la Guardia Pretoriana, cuyos integrantes no iban a la guerra sino que residían en Roma, donde se encargaban de mantener la ley y el orden, y de preservar la independencia y autonomía de senadores y tribunos. Claro que pronto a más de uno se le ocurrió pensar: ¿Y si al que le da por decir “aquí el que manda soy yo” es al jefe de los pretorianos?

Y desde entonces, a lo largo de los años, hemos vivido en la tensión de no tener respuesta a la pregunta de “¿quién vigila al vigilante?”, sin una garantía total (aparte del propio autocontrol) de que aquellos en los que has delegado el monopolio de la fuerza para mantener el orden y la legalidad, no la acaben utilizando para imponer su voluntad. Hace tan sólo veintinueve años que, por los pelos, nos escapamos de tener en España una demostración práctica de lo que vengo diciendo. Y hace mucho menos, unos pocos días, concretamente el pasado viernes 7 de mayo, sobre las ocho de la tarde, tuve ocasión de presenciar un suceso más o menos en la misma línea, aunque por supuesto mucho menos dramático tanto en su realización como en sus potenciales consecuencias. Pero ya que dicho suceso tiene una relación muy estrecha con el tema del automóvil, voy a contarlo aquí a título algo más que anecdótico; ya que si el hecho en sí no es demasiado grave, sí lo es el trasfondo que subyace en la realización del mismo.

Iba yo circulando por la Ronda de Toledo, desde la Puerta de Toledo hacia la Glorieta de Embajadores, y ya próximo a llegar al semáforo que da entrada a esta última, oigo una sirena, miro por los retrovisores y veo que un par de coches de la Policía Nacional (concretamente dos Picasso de los nuevos, de los pintados casi en su totalidad de azul oscuro) llegan a toda velocidad, con las luces prioritarias del techo encendidas; sin duda acababan de salir de la Comisaría situada un par de manzanas más atrás, en la propia Ronda. Como el resto de los usuarios, me aparto un poco más a la derecha (en realidad ya iba por el carril derecho), y los dos monovolumen pasan, llegan al semáforo en rojo, frenan un poco pero se lo saltan, rodean la fuente, quitan ya los prioritarios y siguen por la calle de Embajadores, en dirección a la Glorieta de Sª Mª de la Cabeza. Me resultó un tanto extraño que, puesto que parecían ir con mucha urgencia, hubiesen quitado las luces nada más cruzar la primera glorieta; pensé que habrían visto la calle Embajadores muy despejada y, por no molestar, las habían quitado. El semáforo se abrió a los pocos segundos de pasar los policías, y yo seguí mi itinerario, que casualmente también era el mismo.

Llegué a la siguiente glorieta, y ya no estaban a la vista; los semáforos estaban en verde, así que rodeé la correspondiente fuente, y cogí por la calle Ferrocarril hacia el Paseo de las Delicias, que corta perpendicularmente mi itinerario. Y, mira por donde, en el último semáforo, justo en el mencionado cruce, y ocupando en paralelo los dos carriles más a la derecha de los cinco que hay, allí estaban los dos Picasso policiales, en amena conversación el conductor del que estaba a la derecha del todo, con el agente que hacía de copiloto en el otro. Como yo iba a atravesar el Paseo, para seguir recto por la calle Bustamante, me había situado en el carril de la derecha, tras uno de los coches policiales; dicho carril está reservado en exclusiva para cortar Delicias, mientras que los tres de más a la izquierda son para girar a la izquierda por Delicias hacia Atocha, y el segundo por la derecha, donde estaba el otro vehículo policial, sirve para cualquiera de las dos opciones. ¿Tantas prisas para estar ahora parados en este semáforo en rojo, ya sin los prioritarios y charlando?; ya me volvió a resultar chocante, por segunda vez. Por fin se pone el semáforo en verde, y siguen de charla, sin arrancar; yo bloqueado detrás, sin poder pasar, pues a falta de uno, me tapaban el paso por los dos carriles. Por fin, transcurridos entre cinco y diez segundos, encienden todas las luces y las sirenas, y arrancan a toda pastilla girando a la izquierda, Delicias arriba hacia Atocha, cortando el paso a los vehículos que, por los otros tres carriles, realizaban la misma maniobra, pero por el trazado correcto. Yo seguí recto, y ya no vi más.

Estaba claro que se estaban divirtiendo en utilizar los prioritarios bien para saltarse los semáforos en rojo, o bien para zigzaguear por entre el tráfico, y también estaba claro que urgencia no tenían ninguna; de lo contrario no hubiesen estado parados en este último semáforo donde les alcancé, y menos aún colocados a la derecha, cuando acabaron girando, y además incorrectamente, a la izquierda. En realidad, ni tan siquiera estoy seguro de que fuesen a algún destino concreto, puesto que, para acabar yendo hacia Atocha, y encima con urgencia como parecía en el primer encuentro, hubiesen podido girar directamente a la izquierda en la Glorieta de Embajadores, en lugar de hacer unos innecesarios cientos de metros suplementarios. Pero lo que importa, como dije antes, es lo subyacente. Cuando el automovilista está siendo ferozmente perseguido, y en muchas ocasiones con un afán recaudatorio mucho más que ejemplificador o velando por la seguridad, resulta especialmente desagradable que los vigilantes en quienes hemos delegado el control de nuestra seguridad se diviertan realizando este tipo de maniobras no ya tanto peligrosas (lo de saltarse los semáforos sin necesidad lo es, por mucha sirena y luces que lleven) como gratuitas, amparados en la prepotencia de su cargo.

Hay tres tipos de vehículos con derecho a saltarse, cuando las circunstancias lo justifiquen, las normas de circulación: bomberos, ambulancias y policía. De todos ellos, sin duda los bomberos son los que lo tienen más claro: sólo salen de su base si es por una llamada, para acudir urgentemente a algún servicio. Caso parecido es el de las ambulancias, aunque en ocasiones, si es para un traslado, importa más la suavidad de conducción y no zarandear al paciente que la prisa por llegar. En el caso de unos y otros, queda el aspecto de retornar en vacío a la base: ahí no existe justificación para las prisas, porque no hace falta que retornen a la base para enterarse de si les encargan un nuevo servicio; puesto que todos van conectados por radio, empalman directamente un servicio con otro. De lo que se trata aquí es de hacer gratuitamente cosas del tipo que, cuando cogen a un jovencito haciéndolas en noche de viernes o sábado, se le cae el pelo, y con razón. Hace no mucho, un coche camuflado de la Guardia Civil tuvo un accidente él solito, a toda velocidad y en pleno casco urbano de Madrid, trasladando a un etarra a los juzgados. ¿Acaso les perseguía un “talde” de terroristas? No, simplemente al conductor, con la excusa de que iban realizando una misión, se le ocurrió imitar a Fernando Alonso, pero fuera del circuito, y con manos menos expertas al volante. Algo similar ocurre cuando de pronto en carretera, te adelanta la pareja de motoristas de la Agrupación, a 140 km/h o más, sin utilizar los prioritarios, y al poco se salen por un desvío que lleva al núcleo urbano. Miras el reloj, y no falla: faltan entre diez minutos y un cuarto de hora para una hora justa, sin duda la de cambio de turno; en otras palabras, van de retirada, y entonces ya no hay limitación de velocidad que valga. La cosa está clara: cuando no hay urgencia que lo justifique, los agentes de la ley deben ser los más escrupulosos cumplidores de la misma; de lo contrario, mal andamos.

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