Es bastante probable que la mayoría de quienes se vayan a tomar el trabajo de leer esto recuerde con suficiente precisión la primera parte de este comentario, colgada muy recientemente y con el mismo título, bajo el epígrafe (I); y para los que no lo hubiesen hecho, les recomiendo que tengan la paciencia de darle marcha atrás al blog y leerla, y así seguirán mucho mejor la línea argumental. Supongo que tanto unos como otros están ya más que al cabo de la calle en relación con las intenciones del Ministerio y de la DGT referentes a la reducción del límite genérico de velocidad en las carreteras convencionales. La promesa de subir el de las autovías está muy bien, salvo que sea a cambio del peaje; pero en eso no vamos a entrar, ya que dicho discreto aumento no tiene mayor repercusión en la seguridad vial (pese a lo que crean algunos desconocedores de lo que es tanto el tráfico como la conducción).
Sigamos el silogismo que parece haber querido montar el Ministro; y empecemos por la primera referencia: en 2012 hemos tenido la misma cifra de mortalidad vial que en 1960, pese al muchísimo mayor número de coches y conductores. Así que, si queremos ser mínimamente no digo ya científicos, pero al menos sí meticulosos, convendrá rememorar cómo era el tráfico en 1960; para lo cual, estadísticas al margen, tenemos ventaja los que ya por entonces estábamos plenamente implicados en el fenómeno de la automoción (en mi caso, por ser la profesión familiar desde hacía dos generaciones). Al Sr. Ministro como mucho se lo habrán contado, porque tiene la suerte de ser demasiado joven para acordarse.
Pues bien, en 1960 todavía no existía el plan REDIA de carreteras; contábamos con la dañada estructura que quedó tras la Guerra Civil, apenas reparada en cuanto a firme en las vías básicas (adoquinado recubierto de asfalto), y prácticamente nada en cuanto a trazado y anchura en las demás. Una red muy elemental, precariamente mantenida gracias al esforzado trabajo del Cuerpo de Peones Camineros, cuyos domicilios estaban repartidos a lo largo de las carreteras; eran las “casillas” que todavía se pueden contemplar en carreteras muy secundarias, abandonadas pero todavía con distancias kilométricas señaladas en mosaico en sus paredes laterales.
Pero si así de elemental y peligrosa era la infraestructura, el parque de vehículos que por ella rodaba no estaba en mejores condiciones. El núcleo antiguo eran vehículos de los años 30s, la mayoría de los cuales habían superado la guerra con mayor o menor fortuna para sus mecánicas; y lo nuevo, que llegaba con cuentagotas, eran importaciones de turismos de la década de los 50s. En camiones, Pegaso no empezó a funcionar también hasta inicios de los 50s; y recuerdo algunas importaciones, como el Ford “Thames” en concreto. En turismos, y de producción nacional, de Seat teníamos el 600 (el D no apareció hasta 1963) y los 1400 (el C salió ese mismo 1960); de Renault, los 4/4 que quedaban y los nuevos Dauphine y Gordini, y de Citroën, el 2 CV. De todos ellos, los Renault no superaban los 115 km/h (600 y 2 CV no pasaban de 90, y gracias), y los 1400 escalonaban sus puntas entre 120 y 135 km/h; velocidades a las que, cuidando la mecánica como había que hacerlo entonces, prácticamente nadie se atrevía a aproximarse.
Y en cuanto a conductores, dos categorías muy diferenciadas: o bien profesionales y veteranos de la conducción, que ya lo hacían a mediados de los años 30s, y por lo tanto con más de 40 años de edad en 1960, o bien los que, con la misma edad o muy poca menos, habían alcanzado el suficiente poder adquisitivo para haberse comprado por entonces su primer coche. Estos últimos habían aprendido a conducir en una edad que, todos lo sabemos, no es precisamente la mejor para aprender nuevas técnicas, y no fueron buenos conductores en su vida (salvo raras excepciones).
Pues bien, con dicha infraestructura, parque y plantel de conductores, en 1960 teníamos no sé cuantos coches y conductores (lo dijo el Ministro), y se mató no sé cuanta gente, pero parece ser que el mismo número que en 2012. Ya entraremos en posibles (o imposibles) comparaciones; pero antes analicemos lo que teníamos ayer mismo, en 2012. A pesar de las críticas, constructivas o no, y básicamente referentes a mantenimiento y señalización, hay una red de autovías muy extensa; casi cualquier recorrido por nuestro país puede realizarse en más del 80% del trayecto, por autovía.
Y en cuanto a carretera convencional, todo lo que hay con estructura de plan REDIA es de lo mejor de Europa en carreteras de este tipo, al menos por trazado y anchura; otro tema es mantenimiento y señalización (que es la inversión más barata en seguridad vial). Y para la red más secundaria, y a pesar de los pesares, mantengo que también está a la altura, con el mismo condicionamiento antes señalado, que lo mejor que se encuentra uno por ahí. Y me refiero a lo que antes era Europa Occidental; porque la del otro lado del desaparecido “Telón de Acero” todavía está, por lo general, muchos codos por debajo de la nuestra. Tengo muchas decenas de miles de kilómetros recorridos en pruebas por esas carreteras para saber de lo que hablo. Aquí tenemos, en un alto porcentaje de dicha red, lo que antes era cuneta y ahora ya es arcén, un lujo casi inexistente en las carreteras europeas; Gran Bretaña pone un bordillo criminal para delimitar la calzada, y en otros países, directamente pasas del asfalto a la resbaladiza hierba.
En parque de vehículos, y pese a que la edad media del nuestro ha envejecido a causa de la crisis, la comparación con 1960 todavía arroja diferencias mucho más abismales. En seguridad primaria, todos los coches ruedan ya con neumáticos radiales (en un amplio porcentaje de perfil 65 para abajo); la inmensa mayoría son de tracción delantera (o clásica muy elaborada, ya sin eje rígido atrás); prácticamente el 100% llevan faros halógenos (y ya bastantes los de xenón); el freno con servo es universal, así como los discos delanteros; el ABS es obligatorio para los nuevos desde hace años, y el ESP ya es moneda corriente. También casi el 100% de las direcciones son asistidas (eléctricamente cada vez más) y mucho más rápidas que antes. Y cuando a pesar de todo ocurre el accidente, las actuales carrocerías mejor diseñadas, con estructura deformable y aceros especiales, protegen mucho mejor que antes; por no hablar de volantes y pedales que ya no penetran en el habitáculo, y del cinturón de seguridad (¡cuántos muertos ha evitado!) y los airbags. En cuanto a camiones y autobuses, los avances son también muy espectaculares en cuanto a prestaciones y confort; aunque no tanto, por comparación con los turismos, en cuanto a seguridad pasiva.
El perfil del conductor ha sufrido, a mi juicio, una doble inflexión: del 60 a mediados de los 80s, se fue incorporando una generación más joven, que había aprendido a conducir, ya con coches modernos y con menos de 25 años de edad; y el nivel medio, aunque no para tirar cohetes, subió. Pero llegó la proliferación de las autovías y, en un principio, los que eran aceptables conductores de carretera no se aclaraban, pegándose a la izquierda como lapas, entrando casi parados en el carril de aceleración, y sin anticipar la maniobra en el de salida. Poco a poco se fueron adaptando; pero ahora ha llegado toda una generación mucho más joven, que ya nació a la conducción cuando el viaje es básicamente por autovía; y el manejo cotidiano es por vías urbanas o de circunvalación, que no son ni carne ni pescado. Y resulta que, mal que bien, se defienden circulando por autovía, pero ya no saben circular por carretera, sobre todo en las dos maniobras básicas: calcular el adelantamiento, y capacidad para enjuiciar una curva desde un poco lejos; o bien “se las tragan” o, los muy prudentes, frenan 150 metros antes de lo necesario, y en muchísimas ocasiones, cuando ni tan siquiera es necesario. Lo de que “la función crea el órgano” se cumple.
Pues bien, con estos panoramas bien distintos, tanto en número de vehículos y conductores participantes en el espectáculo, como en el perfil de infraestructura, parque y conductores, hemos tenido el mismo número de muertos. Claro que, puestos a hacer estadísticas, nos faltarían algunos datos muy reveladores: kilometraje anual por vehículo; porcentaje de dicho kilometraje en ciudad o carretera (el accidente en esta última suele ser, estadísticamente, más mortífero); promedio de longitud de los viajes y de permanencia en carretera (cansancio y/o aburrimiento); influjo (si lo hay) de la progresiva incorporación de la mujer a la conducción, y tanto en ciudad como en carretera. Y otros parámetros que a alguien se le ocurran.
Pero incluso olvidándonos de esas estadísticas que nos faltan, y que tanto podrían dar un vuelco a las conclusiones como no darlo, sigue vigente la gran “pregunta del millón”: ¿quién es el guapo que, con la disparidad en infraestructura, parque (en número y estado), y número y calidad de conductores, es capaz de pontificar y decidir si es lógico o sorprendente, bueno o malo, alentador o descorazonador, que hayamos tenido tantos muertos en 2012 como medio siglo antes? Al Ministro le parece que el balance resulta positivo, es su opinión y tiene derecho a exponerla; pero por la misma razón, yo puedo opinar que la espectacular mejora en diversidad y capacidad de las infraestructuras, y la todavía y más asombrosa mejora de la seguridad primaria y secundaria, activa y pasiva del automóvil medio de una época respecto al de la anterior, nos daba derecho a esperar una siniestralidad incluso muy inferior en los tiempos actuales. Opinión por opinión, vale tanto la una como la otra.
No creo que haya ningún estudioso del tema de la seguridad, en plan estadístico, que pueda atreverse a cuantificar en qué porcentaje se rebaja la siniestralidad al pasar de carretera a autovía, teniendo en cuenta que tanto la densidad del tráfico como la tecnología del automóvil van a peor y mejor, respectivamente, según se construye, y por tanto las circunstancias ya no son comparables; ni a cuantificar cuantos muertos eliminan, por 100.000 vehículo/kilómetro, el ABS, ni el ESP, ni unos buenos faros, ni el radial de perfil bajo, ni la tracción delantera. Sabemos que todo ello colabora, e incluso podríamos establecer (y con mucho riesgo) una clasificación de mérito decreciente; ¿pero cuantificar con cifras? Creo que sería o soberbia, o un intento de arrimar el ascua a la particular sardina.
Evidentemente, está claro que la autovía es más segura que la carretera, aunque no sea más que porque elimina dos maniobras de por sí muy delicadas: el cruce en sentido contrario sin mediana de por medio, y el adelantamiento teniendo que pasarse a dicho carril de sentido contrario. Pero hay bastante más: no hay giro a la izquierda, sino bifurcación de la calzada, y tanto la entrada como la salida son por la derecha y a través de carriles de aceleración y deceleración (aquí aún habría algo a mejorar, tanto en diseño como, sobre todo, en conducción). Por todo lo anterior, es razonable que el límite de velocidad (que yo defiendo, pero en cifras realistas) sea más elevado en autovía. ¿Cuánto más elevado? Aquí el legislador está pillado por condicionamientos que no son técnicos, sino políticos o sociológicos. Si se pone una diferencia pequeña, como es la actual española de sólo 20 km/h entre autovía y REDIA, el Ministro ya ha dicho que no es razonable, y tiene razón. Pero el problema es: ¿bajar la de carretera, subir la de autovía, o un pasteleo de ambas cosas? Si le hacemos caso a “Stop Accidentes”, la solución es la primera, cuando no bajar ambas; si nos hiciesen caso a quienes vivimos el tráfico en plan profesional (manejando turismos, porque el camión y el autobús son otra cosa), sería la segunda; y en plan político, para no agradar demasiado a unos, lo que equivaldría a molestar a los otros, la tercera.
Y la actual situación se plantea con una subida en autovía de incluso a 140 km/h, por dos razones: una, el intento de “dorar la píldora” del posible peaje; y otra, que es el PP el que está gobernando, y de siempre, por razones sociológicas (su masa de votantes tiene, en promedio, coches de mejores prestaciones), lo que genéricamente se considera como “la derecha” es partidaria de límites más altos. Del mismo modo que los políticos “de izquierdas” (quizás mimetizando que sus votantes tengan mayor proporción de “segunda mano”) son enemigos declarados de la velocidad, y casi del automóvil en general. Lo que no les impide, cuando han llegado al poder, tirar de Audi A8 blindado y trasladarse a toda velocidad.
Pero vamos a un enfoque técnico, y no político; de entrada, señalar un límite para autovía/autopista es mucho más sencillo: la infraestructura tiende a ser bastante similar en casi todos los trazados, y ya es cuestión de plantear una cifra basada en evitar demasiada disparidad entre el Audi “gordo” y el Ferrari por una parte, y el compacto con motor 1.2 atmosférico por otra. O bien optar, como en Alemania y el estado americano de Montana, por la libertad en las zonas más despejadas, fiando en la seguridad de los actuales vehículos y el buen sentido de los conductores. De hecho, que yo recuerde, el límite genérico más alto que se haya utilizado es 140 km/h; y de ahí se salta a la libertad total, excepto en los tramos con limitación específica. Personalmente, no veo mal la limitación pero bastante más alta, del orden de unos 160 km/h; porque no olvidemos que los autobuses siempre estarán limitados a 110 km/h como máximo, pero a su vez son adelantados por turismos que circulan a 120/130; y que alguien llegue a su vez por detrás de este turismo a más de 200 km/h es una situación de alto riesgo. Aunque este último conductor tenga muy buenas manos conduciendo, y mucho sentido común, debe sacrificar algo en pro de la convivencia sobre el asfalto.
El límite en carretera convencional es mucho más espinoso; no es lo mismo el REDIA por los llanos de La Mancha que una comarcal por la Cornisa Cantábrica. Podría ser razonable, para mí, poner un 110/120 en los trazados con amplio arcén; pero en las carreteras de serranía, ¿qué hacemos? No me irán a decir que es solución colocar un radar en las proximidades de cada curva, para saber a qué velocidad llega el coche (que no es lo mismo que a qué velocidad toma la curva). En estas carreteras, ante la imposibilidad de vigilarlo todo, y por la enorme disparidad de velocidades a utilizar en un mismo tramo de menos de diez kilómetros, no queda más remedio, le guste a todo el mundo o no, que fiarse del conductor; simplemente, porque resulta incontrolable. Poner un límite, sea alto o bajo, no pasa de ser una mera declaración de principios, y poco más. El del 4-L (que todavía quedan), con boina metida a rosca hasta las cejas, seguirá circulando a 50/60 incluso en recta, y otros seguiremos circulando (ojo avizor) estirando hasta 100/110 en cuanto la carretera se endereza un poco. Y en cuanto a las curvas, cada cual a su leal saber y entender; no hay suficiente Agrupación de Tráfico para controlarlo todo, y menos en esas carreteras de orden terciario. ¿De verdad se cree el Ministro que bajando el límite en recta de 90 a 80 km/h en estas carreteras va a conseguir disminuir la siniestralidad que luego se produce en curva con mala visibilidad, en rasante, o en horquilla?
La carretera convencional que da una elevada tasa de accidentalidad es las de tráfico bastante intenso, y muchas veces es el tramo que permite rematar el viaje tras de salir de la autovía. Y aquí nos encontramos con el auténtico nudo gordiano de todo este asunto, y que ya he señalado antes, lo mismo que un participante en el coloquio del blog que dio la noticia sobre este tema: a gran parte de los conductores se le ha olvidado, y otros nunca han aprendido, la conducción de carretera. Porque el problema básico de la siniestralidad actual, con la red viaria y los coches que, mal que bien, tenemos, es de FORMACIÓN. Es muy raro que se partan manguetas, ni que haya baches (aunque alguno hay) que te saquen de tu trayectoria.
Pero el Ministro, siguiendo la inveterada costumbre de la DGT, parece que le tiene un auténtico terror-pánico a hablar de la competencia de los conductores al volante; seguimos con la obtusa teoría de que, una vez aprobado el examen, la práctica te pule y te hace buen conductor. ¡Menudo error! Lo malo es que este error no existía en el organismo -entonces Jefatura Central- regidor del tráfico hace poco más de 40 años. Y prueba de ello son las siguientes citas que ya he copiado en alguna ocasión, pero que no está de más repetir, y que pertenecen a una conferencia pronunciada por Teodoro Rodríguez Prieto, de dicha Jefatura, en 1970; se las recomendaría al Ministro y a la Directora General, pero me parece que va a ser que no:
“El auge de la popularización del automóvil puede inducirnos a pensar que la capacidad para la conducción es algo innato, connatural al hombre. Se trata de una idea equivocada: conducir un automóvil no es instintivo, como andar o correr. La experiencia no basta por sí sola para corregir los defectos de una formación deficiente: se conduce como se aprendió a conducir; podemos afirmar que sólo es buen conductor aquél que aprendió a conducir bien. Sin negar el inestimable valor de la experiencia, único medio de perfeccionar y consolidar un aprendizaje correcto, también es frecuente que una larga cuenta de km recorridos contribuya a arraigar defectos adquiridos en un mal aprendizaje.”
La única solución seria que conozco, y he leído de casi de todo al respecto, son los cursillos de perfeccionamiento (por favor, no confundir con los de iniciación a la competición), que deben realizarse una vez que el novato se ha soltado; y luego debe venir el segundo examen, ya de práctica real, para poder quitar la “L” azul. Pero parece que la política de Interior y la DGT se mantiene: prefieren, o incluso parece que buscan, conductores ineptos y aterrorizados (por la multa y el accidente) en vez de buenos conductores. Para esta política, la conducción es la única actividad humana (y además peligrosa), en la que, en vez de buscarse la máxima pericia en su ejecución, se potencia la mediocridad. Se prefiere fiarlo todo a incrementar la lentitud y a que los cada vez más seguros vehículos y mejores infraestructuras vayan disminuyendo la tasa de mortalidad.
Si este Gobierno apuesta por la “excelencia” en la enseñanza -lo cual aplaudo-, por contraposición a la política de pasar de curso con cuatro asignaturas pendientes; ¿por qué esto no se hace extensivo a la conducción? Todo lo que se les ocurre, cuando alguien ha perdido todos sus puntos, es obligarle a repetir un cursillo TEÓRICO; ¿de verdad creen que el problema es que se hayan olvidado de que no se debe adelantar con línea continua? Si lo hacen es porque han decidido hacerlo conscientemente, y el problema es de comportamiento, o bien porque conducen técnicamente tan mal que no son capaces de controlar el coche. Yo he visto meterse en línea continua a velocidades ridículamente bajas, no con intención de infringir, sino como si no viesen la línea, o como “zombis” incapaces de reaccionar y frenar. ¿Y esto se arregla con un cursillo de teórica? Finalmente, no hay que dar por sentado que TODO EL MUNDO es apto para conducir; ya sea por razones fisiológicas o psicológicas, más o menos uno de cada cuatro seres humanos no vale para conducir. Esto ya lo dijeron hace varias décadas el mejor psicólogo de la conducción, el francés Roger Piret, y el Dr. Germain.
Pero lo suelo repetir una y otra vez: la conducción es prácticamente la única actividad cotidiana del ciudadano medio en la que puede matar y matarse; y como decía Rodríguez Prieto, no es innata ni instintiva. Esto no es cuestión de broma, pero tampoco se resuelve circulando muy despacito; es cuestión de competencia a los mandos, de buena educación vial desde niño, y de civismo. Pero aquí lo quieren arreglar imponiendo la ley del mediocre (voluntariamente moldeado como tal al no darle la adecuada formación); es la que una vez leí en un texto anglosajón denominada como la “below average-level law” (la “ley de por debajo del nivel medio”).
Y todo lo que se le ocurre al Ministro es imponer en carretera convencional unos límites de velocidad que ya se superaban ampliamente en la década de 1920 a 1930, al menos con los coches de un cierto nivel. Mi padre, que durante ese tiempo se hacía dos o tres veces al año el trayecto Madrid–París (ida y vuelta, evidentemente), me contaba que en la grandes rectas de Las Landas francesas, entre el País Vasco y Burdeos, y a bordo del Cadillac V-12 que manejaba (no suyo, sino de la empresa para la que trabajaba), solía mantener una velocidad del orden de 100/110 en cuanto la carretera estaba despejada. Y no me irá a decir nadie que las condiciones de adherencia de aquel “macadam” de guijo de piedra apisonado sobre la base de tierra era más adherente que el peor asfalto actual.
Era la velocidad que un conductor experto consideraba razonable mantener, en función de la visibilidad y de su capacidad de control; y si tenía que ocurrir algún incidente, sería debido a un imponderable que lo mismo te podía ocurrir circulando a 60/70 km/h. Cierto, las consecuencias de ese incidente serán más graves cuanto más rápido se vaya; pero si nos guiamos exclusivamente por este razonamiento, acabaremos volviendo a la ley inglesa que obligaba a llevar un peatón delante del coche agitando un trapo rojo, para avisar del peligro que llegaba. Ley cuya derogación se celebra anualmente con el famoso rallye Londres-Brighton de coches antiguos.
Y otra ocurrencia que llevamos sufriendo hace ya un par de décadas, es el continuo y progresivo machaqueo de línea continua encima de lo que hasta ese momento era de trazo discontinuo; y ello sin que las condiciones de visibilidad hayan variado en absoluto. Siempre he pensado que, puesto que los coches de hace 20 años ya podían superar con creces los límites antiguos y actuales de velocidad, la única conclusión lógica es que, o antes no les importaba que nos matásemos (o sea, nos estaban asesinando potencialmente con una mala señalización), o bien ahora nos están tomando soberanamente el pelo. Porque las leyes de la cinética y la cinemática estaba ya muy bien estudiadas en los tiempos de la Grecia clásica.
Y que no me vengan con que el incremento de la densidad de tráfico lo aconseja; la señalización se pone para cumplirla, y en el caso que nos ocupa, en función de la visibilidad, no de la densidad de tráfico. Permitir un adelantamiento dudoso dando por hecho de que hay pocas posibilidades de que venga alguien de frente es una monstruosidad; debe hacerse en función de la visibilidad y de una velocidad operativa un tanto por encima del límite, por si acaso. Para incumplir la norma, ya está el conductor, aunque obre incorrectamente; pero que la línea pase de discontinua a continua en función del supuesto incremento de densidad de tráfico es inconcebible. Sí es cierto que, con un coche muy potente, se podrían hacer adelantamientos seguros que están prohibidos, del mismo modo que con un 2 CV no se podían hacer muchas veces aunque estuviesen permitidos. Pero aquí sí es lógico que se acabe cortando por un término medio, más bien conservador.
Y otro concepto básico, y que casi da vergüenza tener que recordar: un límite no significa tener obligación de ir a dicha velocidad. Se puede ir más despacio, si el coche que se maneja, la habilidad que se tiene, o la poca urgencia de tu viaje te aconsejan ir más despacio; simplemente, habrá que procurar ser correcto, y facilitar el adelantamiento a los que vengan más rápido por detrás. No estaría de más una campaña para concienciar a algunos conductores de no erigirse en árbitros de a qué velocidad se debe circular, incluso haciendo abstracción de si es por debajo o por encina del límite; y advertirles que no deben empeñarse en obstruir, seguir o plantar cara a coches de superior prestación, o simplemente conducidos de modo más rápido del que a ellos les parece razonable o son capaces de mantener, aunque lleven un Mercedes. Porque tal vez su conductor esté loco, pero es mucho más probable que, pura y simplemente, sea un conductor más experto, más hábil, o que se conoce mejor la carretera. Una campaña que bien podía tener como lema: “Déjate adelantar; no seas obstructor”.
Y definitivamente por último, me ha dejado helado que un participante en otro coloquio abogue por igualar –pero en carretera, no ya en autovía- el límite para camiones, autobuses y turismos, para evitar adelantamientos y viajar felizmente en caravana detrás de un camión, como si de tráfico de “platooning” en autovía se tratase. Tal propuesta supone un supino desconocimiento de lo que es el tráfico, la conducción y las capacidades de los distintos vehículos. Ir en caravana, y más sin visibilidad por ser más voluminoso el vehículo de delante, es siempre peligroso, y tanto más si se pretende aprovechar el rebufo aerodinámico; pero es que, además, la capacidad ascensional es muy distinta entre un camión cargado y un turismo, lo mismo que lo son la distancia de frenado, la velocidad de paso por curva y la aceleración a la salida de la misma. Por no hablar de lo que ocurriría cuando el camión tiene que hacer un giro a 90º a una vía transversal.
Pero es que, incluso entre turismos, el planteamiento tampoco vale; esas mismas diferencias de capacidad también existen entre un Porsche Turbo y un 1.0 atmosférico, incluso aunque el Porsche respete escrupulosamente el límite máximo; y no hay razón alguna para que el primero tenga que hacer el viaje al ritmo del segundo. Más aún: ¿Quién garantiza que el que vaya en cabeza (camión o turismo) es capaz, o quiera, mantener de modo constante el límite en zona despejada? Y por otra parte, incluso a igualdad de coche y de respeto al límite, siempre habrá conductores más rápidos que otros, y no por ello menos seguros. Un tráfico en caravana resulta ser, por definición, menos seguro que si los coches pudiesen mantenerse en carretera con una distancia media de más de 100 metros, excepto en los adelantamientos; y lo adecuado sería gestionar dicha maniobra cuanto antes mejor, para volver a circular lo más separado posible del resto. En fin, un total despropósito; pero a esto hemos llegado con la educación vial que se imparte, con lo que enseñan las autoescuelas (que básicamente enseñan a aprobar, no es su culpa), y con las campañas publicitarias de la DGT. Para llorar.
Resumiendo: no hay que dar por sentado que lo mal que está el nivel medio de conducción actual tenga que seguir siempre así; aunque seguirá si se legisla a favor de mantenerlo tal como está. Todo lo que no sea formar conductores con un razonable nivel de capacidad técnica de manejo, y no simplemente conocer las señales de tráfico y los artículos del Código, es admitir que la gente se siga matando inútilmente, por mucho que los coches sean más y más seguros, la infraestructura mejore, y los límites de velocidad los rebajemos de 10 en 10 km/h. Como me dijo en una ocasión el entonces Coronel-Jefe de la Agrupación de Tráfico de la Guardia Civil, unos meses ANTES de que se impusiera el primer límite de velocidad genérica: “Eso es una tontería; ¡pero si la gente SE NOS MATA (sic) a 90 km/h!”.
Así pues, que no, Sr. Ministro; como le dijo D. Miguel de Unamuno al general Millán-Astray en la Universidad de Salamanca el día del Pilar de 1936: Venceréis, pero no convenceréis.