No hay duda de que los españoles tendremos algunas virtudes sumamente desarrolladas, pero desde luego, la del sentido cívico no es precisamente una de ellas. Una de las características que definen dicho sentido, aunque indudablemente no la única, es la de concederles a los demás el derecho a exigir los mismos beneficios y a disfrutar de los mismos derechos que reclamamos para nosotros. Esta insolidaridad nuestra (que se disimula como individualismo, con lo cual queda más bonito y menos egoísta) viene muy de tiempo atrás; no sé si en ninguna otra literatura del mundo ha existido, como en nuestro Siglo de Oro, un equivalente a nuestra “novela picaresca”. Tenemos cantidad de refranes que avalan este planteamiento insolidario: la caridad bien entendida empieza por uno mismo; ande yo caliente y ríase la gente; ahí me las den todas (en la cara del otro, por supuesto), y así unos cuantos más. Dicho de otro modo, lo que aquí funciona es la famosa “ley del embudo”, el clientelismo político, económico o social, el entrar por la trastienda, el colarse cuando los demás aguardan pacientemente su turno, y así un montón de actitudes que a un escandinavo le resultan inconcebibles.
Ejemplo señero de todo ello es la famosa frase que le dirigió un paisano del alpujarreño pueblo granadino de Albuñol, en los tiempos de la Restauración monárquica del siglo XIX, al político Natalio Rivas, en una ocasión en la que éste volvía de visita a su pueblo: “¡Natalico, colócanos a toos!”; eso, y a los del pueblo de al lado, que los zurzan. Pero tampoco está nada mal, para definir esta celtibérica manera de barrer para casa, la frase con la que encabezo esta entrada: “¡A ver, ¿qué hay de lo mío?!”. En muchos casos, lo que ni siquiera está claro es si “lo mío” es realmente algo a lo que el reclamante tiene auténtico derecho, o simplemente él lo considera así, porque es “lo mío”. En cualquier caso, con derecho o sin él, se trata de saltarse la cola y exigir que a él le atiendan primero.
Este planteamiento resulta especialmente llamativo cuando se trata de relacionarse con la Administración de Justicia, y se nota más entre gente de un nivel cultural no especialmente elevado; y no porque tengan menos ética cívica que los más cultos o poderosos, sino porque éstos hacen lo mismo, pero directamente en los despachos, y con mayor eficacia. Cuando hay un crimen, se detiene a un sospechoso y está declarando en comisaría, a los pocos momentos ya se arremolinan a sus puertas unas cuantas docenas de personas exigiendo “justicia” a grito pelado. Sin el menor respeto por el procedimiento legal, y con muy poca fe en la futura actuación del juez, al que no le han dado tiempo ni a verle la cara al sospechoso; pero ellos ya han dictado culpabilidad, veredicto y, si les dejan, incluso aplicarían el castigo; es decir, la “ley de Lynch” en pleno siglo XXI, al mejor estilo talibán. Pero como el sospechoso sea alguien próximo, por lazos familiares, étnicos, de clan o de amistad, todo son excusas, y de lo más peregrinas.
Dos ejemplos, relacionados con nuestro tema nuclear, el del automóvil y el tráfico. Pocos casos ha habido tan claros y sangrantes de culpabilidad en un accidente como el del bailaor “Farruquito”: sin carnet, a toda velocidad, de noche, denegación de auxilio a la víctima, ocultación del vehículo y finalmente, adjudicarle la culpa al hermano menor de edad. Pues con todo esto, había que ver cómo le arropaba todo su entorno familiar, étnico y profesional, justificando una actuación totalmente indefendible. Y la otra cara de la moneda: en Valencia, en un barrio periférico, un crío se le metió debajo de las ruedas del camión a un transportista que estaba realizando una maniobra. El conductor fue masacrado por los vecinos del barrio, la mayoría de la misma etnia que los defensores a ultranza de “Farruquito”; hagamos abstracción de la vertiente étnica, pero analicemos nuestra tendencia a cambiar de pesos y medidas según nos convenga.
Otro ejemplo que todavía colea es el de los damnificados en los casos Afinsa y Foro Filatélico, dos asuntos que olían a “timo de la pirámide” desde kilómetros de distancia. Pues bien, mientras la pirámide estaba próxima al vértice, y la afluencia de incautos (o de “listos”, según se tome) era muy fluida, todo iba como la seda, y se supone que los socios nos miraban a los demás con conmiseración, mientras ellos iban acumulando capital a ritmo de un 7% de interés. Tuve una experiencia muy próxima, ya que un familiar se apuntó; gracias a que mi mujer, que se maneja con bastante soltura en temas económicos y de finanzas, le consiguió convencer para que se saliese cuanto antes, aunque le costó lo suyo; a los pocos meses, el negocio pegó el petardazo, y entonces todo era dar las gracias por la advertencia, cuando antes era tomarnos por tontos por no apuntarnos nosotros también. Pues bien, todos esos financieros de vía estrecha, que todavía se creían lo de los “duros a peseta”, ahora quieren que “papá Estado” (o sea, el resto de españoles que fuimos prudentes) les rembolse sus pérdidas; es decir, que perdamos nosotros lo que a ellos les timaron, y que ellos salgan lo comido por lo servido. Cierto, el Estado debe vigilar este tipo de fraude, pero no es menos cierto que el “timo de la estampita” es más viejo que la tos, y que la película “Los tramposos” de Ozores y Tony Leblanc ya lo dejó bien claro hace décadas; pero al olor de la ganancia fácil, la prudencia desaparece y la codicia se desboca, y ahora viene el plañidero ¿qué hay de lo mío? Pero cuando el 7% fluía como un manantial, “lo mío” era para ellos, y no para repartir con los pobres de la parroquia.
Otra manifestación similar, y de nuevo en el tema de la automoción, es cuando se producen subidas desaforadas en el precio de los carburantes. Y una vez más, voy a repetir unos párrafos que ya escribí en su momento, cuando se produjo una de estas cíclicas circunstancias: “A raíz de la subida del precio de los carburantes (que algunos periodistas llaman las gasolinas, como si el gasóleo no existiera) los agricultores hicieron, o amenazaron con hacer, cortes de carreteras; ya se sabe que, en este país, la forma de protesta más usual consiste no en presionar a quien corresponda sino en impedir el derecho de terceros a la libre circulación. Pues bien, hubo que oír por la radio a los transportistas: que si los del campo no trabajan ni seis meses al año, que si la carretera es (tenían razón) su herramienta de trabajo, que si cuando ellos (transportistas) tienen problemas no van a pisarles los campos a los agricultores, etc. Los del campo, a su vez, sólo admiten gasóleo más barato, y nada de compensaciones fiscales (quizás porque para ello habría que enseñar contabilidades que, o no se tienen, o se prefiere esconder). Pero a las pocas semanas, ¡oh milagro!, los transportistas decidieron que tampoco ellos podían aguantar la subida de precio del gasóleo y, entonces sí, decidieron bloquear las carreteras, olvidándose del derecho a circular, tanto de profesionales como de turistas o particulares. Luego viene la historia de si las cooperativas pueden o no expender carburante a terceros, con la correspondiente protesta de las estaciones de servicio, que naturalmente amenazan con echar el cierre, que es otra forma de cortar las carreteras. A su vez los pescadores piden su gasóleo más barato, sin solidaridad alguna con agricultores ni transportistas, y cortando también las carreteras. Pero, eso sí, todos declaran muy serios que su intención no es causar molestias al resto de la ciudadanía; ¿pues cuál será, entonces? Ello demuestra que aquí cada cual respira por su herida, y que la forma de manifestarlo consiste en no dejar circular al resto de los conciudadanos.
Es lo mismo que la reinstauración de la pena de muerte o el agravamiento de las penas para terroristas, violadores, pederastas, traficantes de droga, o violentos domésticos, solicitada casi en exclusiva por asociaciones de víctimas del terrorismo, feministas, padres, madres contra la droga o mujeres maltratadas. A todos estos colectivos les parece que el actual Código Penal está muy bien… excepto para lo que a ellos les afecta más de cerca. Y entonces, al grito de «¡a ver, ¿qué hay de lo mío)!» cortan, cómo no, la carretera.”
Planteamiento similar al que tenemos en el tema de la minería, donde tenemos un carbón autóctono de no muy buena calidad y que debe extraerse, con altos costes, a gran profundidad, y que sale a un precio muy superior al de otros países que se trae en barco desde gran distancia. Pero nuestro carbón hay que subvencionarlo entre todos para que unos pocos miles de profesionales del sector, ni menos pero tampoco más respetables que los de otros sectores que se han quedado, lisa y llanamente, en la calle, sigan ejerciendo (con muy buenos sueldos, por cierto) la profesión de sus padres y abuelos, como si eso fuese una patente de corso para no reconvertirse a otros trabajos, como han hecho otros. Pero el “lo mío” también impera en las cuencas mineras, y si no, ya se sabe: a cortar las carreteras.
La última manifestación de estos comportamientos carpetovetónicos, y causa de esta entrada, ha sido un reportaje que, en no recuerdo qué emisora de televisión, se les ocurrió hacer sobre el estado de las carreteras, en una de esas encuestas de nula fiabilidad y representatividad realizadas a un par de docenas de personas en todo el territorio nacional. Había que escuchar a cada uno hablando exclusivamente de lo suyo; cierto que es lo primero en lo que todos pensamos, pero luego hay que procurar tener un poco más de altura de miras, e intentar una mirada algo más panorámica. Para los motoristas no existe más problema que los guard-railes; para los del pueblecito de cien habitantes, los 25 kilómetros de carretera de tercer orden que les comunica con el resto del mundo, y que quisieran verla con el trazado, la anchura, el pavimento, la visibilidad, la señalización y las protecciones de una nacional de alta densidad de tráfico. Para los de zonas frías, el problema es que nunca hay suficientes quitanieves, y para los de grandes aglomeraciones urbanas, la contaminación y, simultáneamente, la ausencia de avenidas más anchas, para que haya más tráfico. Para los comerciantes, según donde estén situados, hay que peatonalizar o, por el contrario, facilitar el tráfico y el aparcamiento. Y así sucesivamente.
Yo no pido que nos olvidemos de nuestras propias necesidades, ni tan siquiera de nuestras conveniencias; ¿pero no sería posible, antes hablar sobre algún tema, echar una mirada a mayor distancia, y observar los pros y los contras que cada medida que se tome, o se deje de tomar, tiene para el resto de la comunidad? Un servidor no fuma, ni nunca ha fumado, pero tiene grandes reservas sobre algunos aspectos de la nueva Ley Anti-tabaco, empezando por el fariseismo de que Hacienda se forre con los impuestos que les cobra a los fumadores a costa de su vicio (si se le quiere llamar así). Pero por la misma razón que justifica poner trabas a los fumadores (los costes de Seguridad Social que suponen sus problemas respiratorios), un servidor, que está delgado, hace bastante ejercicio y por ahora goza de buena salud, podría exigir que se persiguiese a los obesos, porque sus problemas cardiorrespiratorios también son una factura, nada despreciable, para la Sanidad Pública. Y tampoco exijo que se implante la Ley Seca (en este caso, porque sí disfruto con un Rioja Gran Reserva, con un whisky “single malt” de al menos 12 años, o con una buena grappa “invecchiata”). El día en el que comprendamos que el mundo no se acaba al salir de la puerta de nuestra casa, quizás las cosas funcionarían algo mejor; o como mínimo, la convivencia sería algo más agradable, cívica y civilizada.