¡Hay que ver la que se ha organizado con el “informe Nielsen” y la huelga de taxistas! Quiero dejar muy claro que todo el asunto me ha cogido por sorpresa: ni conocía previamente tal informe ni tan siquiera que iba a haber una huelga de taxistas; de hecho, tenemos en Madrid ya tantas manifestaciones, que me da mucha pereza intentar –simplemente intentar- estar al día de su calendario. Y así es como, subiendo a pie una mañana por el Paseo de la Castellana hacia el Norte, tras de devolver un Nissan de pruebas y dirigirme hacia la Torre de Cristal para recoger un Seat, me encontré con una sonora manifestación que bajaba hacia el Sur, ocupando el carril derecho de la calzada central, debidamente escoltada por la Policía Municipal, y creando el consabido caos en el ya de por sí caótico tráfico madrileño. Entre los silbatos y la mala megafonía utilizada, no conseguí enterarme ni de quienes eran ni de qué se quejaban; pero al volver a casa me lo dijeron, y además empezaron a aparecer informaciones en Internet y en los telediarios, tanto respecto al informe como a la manifestación.
Y no es que luego haya profundizado demasiado en el asunto, pero creo que sí lo suficiente como para hacerme una razonable composición de lugar. Y tanto más cuanto que no pretendo entrar en la casuística del caso, sino en el trasfondo sociológico que se esconde tras de la manifestación. La cual parece haber tenido ámbito europeo, y no sólo carpetovetónico; pero el trasfondo en cuestión sigue siendo el mismo, aunque tal vez pueda tener matizaciones específicas en cada país. Así que, por lo tanto, aquí expondré lo que opino de esa manifestación española, al margen de que pueda haber habido otras treinta (o las que sean) en otros países europeos. De manera que vamos a intentar analizar el asunto de forma cronológica.
Parece ser que todo empieza con la publicación del “informe Nielsen”, realizado por la empresa de encuestación y análisis de dicho nombre, que se realizó entre el 14 de Agosto y el 6 de Septiembre de 2013, y que después de debidamente tabulada y estructurada, ha sido publicada recientemente (no tengo la fecha exacta, ni creo que importe). Pero lo que sí está claro es que la reacción de los taxistas ha surgido a raíz de dicha publicación. El informe se titula “Compartir en sociedad”, y es de suponer (no lo sé) que afecta a muchos más aspectos de la convivencia ciudadana que el “car sharing” o “compartir coche”, como por aquí lo venimos llamando. El fenómeno era conocido de tiempo atrás, pero la conmoción se ha producido, por una parte, porque aparece cuantificado con porcentajes; y por otra, porque se ha dado publicidad a un aspecto que algunos, o incluso muchos, ya conocían, pero del que muchos otros no teníamos ni idea de su existencia. No sé si los taxistas lo conocían o no: aunque es de suponer que de todo habría; pero el caso es que el asunto ha estallado.
Y el problema concreto es que existen al menos dos “aplicaciones” internáuticas (parece que una responde a “Bla, bla, bla” y la otra a “UED” o algo parecido) que ofrecen la posibilidad de conectarse entre gente que ofrece su coche (no sé si para desplazamientos cotidianos de trayecto fijo o incluso puntual) y otra gente que acepta el ofrecimiento a cambio de compartir los gastos del desplazamiento, básicamente de combustible. Y es lo de estas dos “apps” (puede que haya alguna otra) lo que ha puesto en pie de guerra a los taxistas; y de rebote, a algunas de nuestras autoridades, que ingenuamente –a mi modo ver- parecen haberse puesto manos a la obra para ponerle puertas al campo. Porque no de otra cosa se trata; que los taxistas se quejen entra dentro de lo ya habitual: una manifestación más del celtibérico “¿qué hay de lo mío?”. Pero que las autoridades se metan en semejante jardín ya me parecer una cuestión más seria.
Así que rebobinemos, y empecemos a construir los razonamientos desde los cimientos, para que no se nos caiga el edificio. Cualquier ciudadano que tenga coche (con la ITV pasada) y esté en posesión de un permiso de conducir válido y vigente, tiene pleno derecho a transportar en él a cualquier otro ciudadano que voluntariamente quiera acompañarle. Y esto viene dando lugar, desde hace años, a que personas que se conocen y viven unas cerca de otras, trabajan más o menos en la misma zona de un núcleo urbano, y con horarios laborales similares, acaben acudiendo al trabajo en el mismo coche, bien sea siempre el mismo, o en otros casos alternando el de uno u otro. Esto ocurre básicamente entre la gente que vive en núcleos o urbanizaciones periféricas respecto a una gran urbe donde ambos tienen su trabajo. Hasta aquí, todo perfectamente legítimo y legal: es un arreglo entre ciudadanos particulares; y ellos sabrán si, en el caso de utilizar siempre el mismo coche, el que viaja como acompañante contribuye de algún modo a los gastos de desplazamiento.
Hasta tal punto esto es normal y corriente que, concretamente en Madrid, en la N-VI (autovía de La Coruña) y desde hace ya bastantes años -antes de que la hidra de la crisis asomase la cabeza- se habilitó un carril reversible situado entre los dos sentidos de marcha. Carril que en parte de su recorrido va a nivel, y en parte incluso como túnel; se le llama carril “bus/VAO”, denominación en la que VAO corresponde a “Vehículos de Alta Ocupación” (o sea, con alguien más que el conductor a bordo, que tampoco es mucho aprovechamiento). Está claro que las autoridades no sólo veían con buenos ojos este sistema de economizar, contaminar menos y sacar coches del tráfico, sino que incluso lo potenciaban dando facilidades para ganar tiempo, cuando los carriles normales están colapsados, a ciertos horarios en un sentido y en el contrario a otros; de modo que a los coche VAO se les daba el mismo tratamiento que a los autobuses de línea.
Pero atención: ni más ni menos el mismo que, en zona urbana, se le da al taxi, para que utilice el mismo carril que los autobuses urbanos. Y eso que, en muchos casos, un taxi sólo transporta a un pasajero y contamina lo mismo que un coche particular. Pero así se rentabiliza un carril que los autobuses no llegan, salvo en momentos puntuales, a utilizar a pleno rendimiento, y también se optimiza el servicio del taxi, haciéndolo algo más rápido que ir en coche propio (y sin tener que aparcarlo al llegar a destino). Y también, teóricamente al menos, de este modo se desincentiva un poco la utilización del coche privado dentro del núcleo urbano de una gran ciudad; e incluso se reduce algo la contaminación, ya que el taxi mantiene el motor caliente durante todo el día, y además la proporción de vehículos híbridos (Prius) es mucho mayor que en el parque automovilístico global.
Hasta aquí estábamos en un “status quo”: transporte colectivo, taxi y coche particular. Pero en los últimos tiempos han entrado con fuerza las redes sociales y demás aplicaciones internáuticas, y lo que antes eran contactos de boca a oreja, casi siempre entre amigos, parientes o vecinos, han pasado a realizarse de modo masivo, a través de esos novedosos canales. Y aquí entra en juego el “informe Nielsen”, a su vez realizado a través de Internet en todo el mundo sobre un campo de 30.000 ciudadanos con coche. Pero aquí nos vamos a quedar –entre otras razones porque son los únicos porcentajes de los que dispongo- con los resultados europeos. Y el resultado es que hay bastantes ciudadanos dispuestos a compartir su coche a cambio de una contraprestación económica; el porcentaje europeo medio asciende al 14% (uno de cada siete encuestados), con un tope del 17% para España, Alemania e Italia, y unos mínimos de un 11% en Francia y un 10% en el Reino Unido. Aunque hay ciertas diferencias, el resultado final parece estar bastante agrupado, con un desfase de sólo un 3/4% de los países más extremos respecto al centro de gravedad del conjunto europeo.
Y ahora es cuando el taxista europeo, y el nuestro en particular, ha saltado a la palestra para denunciar la ingerencia de estas “apps” en su negocio profesional. Aquí nos encontramos con una primera indeterminación: el informe no especifica las intenciones de los que aceptarían llevar a alguien en su coche: si lo harían simplemente con un reparto equitativo de los gastos de combustible, o poco más, o con un ánimo de lucro profesional. Es decir, intentando compensar no sólo la totalidad del consumo de combustible, sino metiendo también gastos de mantenimiento del mismo, e incluso amortización de su compra, por no decir ganar dinero encima. Lo cual equivaldría, más o menos, a cobrar la tarifa de un taxi; y por ello mismo, parece poco probable que nadie pretenda conseguir semejante compensación, ya que sería muy difícil que nadie pague lo mismo que por un taxi –aunque sí algo más que por un billete de autobús-, puesto que la clave del asunto radica en salir mutuamente beneficiados ambos.
De todos modos, creo que los taxistas no entran en si existe o no existe este último enfoque de lucro, porque saben que sería dificilísimo comprobarlo, puesto que evidentemente no habría facturas ni huella alguna del arreglo económico. Ellos protestan contra la existencia de esas “apps”, tachándolas de actuar como “agencias de transporte” ilegales, o algo así. Pero esto es como si los comercios establecidos, que pagan religiosamente sus impuestos comerciales y de radicación, urbanos y estatales, se quejasen de esos mercadillos no ya de venta semi-ambulante, sino de trueque de bienes sin intercambio pecuniario alguno. Son métodos de adquisición que están fuera del sistema habitual; pero que mientras ambas partes estén de acuerdo en cambiar un piano por un televisor, adjudicándoles un arbitrario precio idéntico, es algo que a nadie (ni a las autoridades) debería importarle. Y lo digo en potencial, porque siempre podría haber un munícipe (o ministro) que se empeñase en considerarlo como una doble donación o regalo, que a partir de no sé qué valor debería cotizar.
También desconozco si esas “apps” sacan algún beneficio económico (en forma de publicidad, supongo) o viven del aire; pero como decía al principio, el trasfondo del asunto es que un ciudadano se pone de acuerdo con otro para compartir coche y parte de sus gastos, sin ánimo de lucro (aunque simplemente sea porque no va a encontrar ningún “primo” que le sufrague la compra y disfrute del coche). La clave está en la libertad de dos ciudadanos para llegar a un arreglo que no supone lucro para ninguno, sino una economía para ambos, y para la sociedad en su conjunto: menor consumo de carburante (menor contaminación, por lo tanto), y menos atasco en las carreteras. Y si la creación de los carriles “bus/taxi” y “bus/VAO” no había dado lugar a problema alguno, el hecho de que existan unas “apps” que potencien su utilización no modifica esencialmente el fenómeno en sí. Aun suponiendo que cobrasen algo por su servicio, todo el problema sería cobrarles los correspondiente impuestos, pero no intentar eliminar su existencia; si existen agencias de transportes, también pueden existir estas “apps”, ¿por qué no?
Pero es que “en este país” (como les gustaba decir a los políticos de la Transición) somos muy de ir a lo nuestro; ya a mediados de Enero de 2011 publique una entra da titulada “¿Qué hay de lo mío?”, con motivo de un acontecimiento que no tenía con el de ahora más conexión que la muy carpetovetónica exigencia de lo que consideramos como propio, sin pararnos a considerar lo que también puede suponer para el prójimo. Y puesto que el fenómeno viene de muy atrás, incluso de siglos, voy a repetir algunos párrafos de aquella entrada; y los voy a repetir no por ahorrarme trabajo (que quizás también) sino porque no creo que pudiese explicarlo mejor buscando nuevas palabras para decir lo mismo. Así que ahí van los párrafos en cuestión; y que perdonen los que ya los leyeron hará tres años y medio y todavía los recuerdan:
“No hay duda de que el español tiene algunas virtudes sumamente desarrolladas; pero desde luego, la del sentido cívico no es precisamente una de ellas. Una de las características que definen dicho sentido, aunque indudablemente no la única, es la de concederles a los demás el derecho a exigir los mismos beneficios y a disfrutar de los mismos derechos que reclamamos para nosotros. Esta insolidaridad nuestra (que se disimula como individualismo, con lo cual queda más bonito y menos egoísta) viene muy de tiempo atrás; no sé si en ninguna otra literatura del mundo ha existido, como en nuestro Siglo de Oro, un equivalente a nuestra “novela picaresca”. Tenemos cantidad de refranes que avalan este planteamiento insolidario: la caridad bien entendida empieza por uno mismo; ande yo caliente y ríase la gente; ahí me las den todas (en la cara del otro, por supuesto), y así unos cuantos más. Dicho de otro modo, lo que aquí funciona es la famosa “ley del embudo”, el clientelismo político, económico o social, el entrar por la trastienda, el colarse cuando los demás aguardan pacientemente su turno, y así un montón de actitudes que a un escandinavo le resultan inconcebibles.
Ejemplo señero de todo ello es la famosa frase que le dirigió un paisano del alpujarreño pueblo granadino de Albuñol, en los tiempos de la Restauración monárquica del siglo XIX, al político Natalio Rivas, en una ocasión en la que éste volvía de visita a su pueblo: “¡Natalico, colócanos a toos!”; eso, y a los del pueblo de al lado, que los zurzan. Pero tampoco está nada mal, para definir esta celtibérica manera de barrer para casa, la frase con la que encabezo esta entrada: “¡A ver, ¿qué hay de lo mío?!”. En muchos casos, lo que ni siquiera está claro es si “lo mío” es realmente algo a lo que el reclamante tiene auténtico derecho, o simplemente él lo considera así, porque es “lo mío”. En cualquier caso, con derecho o sin él, se trata de saltarse la cola y exigir que a él le atiendan primero.
Una manifestación de esto, y siempre en el tema de la automoción, es cuando se producen subidas en el precio de los carburantes (que muchos locutor@s llaman las gasolinas, como si el gasóleo no existiera). A raíz de una de estas subidas, los agricultores hicieron, o amenazaron con hacer, cortes de carreteras; ya se sabe que, en este país, la forma de protesta más usual consiste no en presionar a quien corresponda, sino en impedir el derecho de terceros a la libre circulación. Pues bien, hubo que oír por la radio a los transportistas: que si los del campo no trabajan ni seis meses al año, que si la carretera es (tenían razón) su herramienta de trabajo, que si cuando ellos (los transportistas) tienen problemas no van a pisarles los campos a los agricultores, etc. Los del campo, a su vez, sólo admitían gasóleo más barato, y nada de compensaciones fiscales (quizás porque para ello habría que enseñar contabilidades que, o no se tienen, o se prefiere esconder).
Pero a las pocas semanas, ¡oh milagro!, los transportistas decidieron que tampoco ellos podían aguantar la subida de precio del gasóleo; y, entonces sí, decidieron bloquear las carreteras, olvidándose del derecho a circular, tanto de otros profesionales como de turistas o particulares. Luego viene la historia de si las cooperativas agrícolas expenden carburante a terceros, con la correspondiente protesta de las estaciones de servicio; que naturalmente amenazan con echar el cierre, que es otra forma de cortar las carreteras. A su vez los pescadores piden su gasóleo más barato, sin solidaridad alguna con transportistas ni agricultores, y cortando también las carreteras. Pero, eso sí, todos declaran muy serios que su intención no es causar molestias al resto de la ciudadanía; ¿pues cuál será, entonces? Con lo cual se demuestra que aquí cada cual respira por su herida, y que la forma de manifestarlo consiste en no dejar circular al resto de los conciudadanos, para que el malestar generalizado presione a los poderes públicos y les concedan lo que exigen.
Planteamiento como el que cíclicamente reaparece en la minería, donde tenemos un carbón de no muy buena calidad y que se extrae con altos costes y a gran profundidad, saliendo a un precio muy superior al de otros países, pese a que se trae en barco desde gran distancia. Pero nuestro carbón hay que subvencionarlo entre todos para que unos pocos miles de profesionales del sector -ni menos pero tampoco más respetables que los de otros sectores que se han quedado, lisa y llanamente, en la calle- sigan ejerciendo (con muy buenos sueldos, por cierto) la profesión de sus padres y abuelos, como si eso fuese una patente de corso para no reconvertirse a otros trabajos, como han hecho muchos otros. Pero “lo mío” también impera en las cuencas mineras, y si no, ya se sabe: a cortar las carreteras”.
Volvamos a lo de “compartir coche”; preocupadas por la indignación de los taxistas, las autoridades ya han comenzado a hacer declaraciones, pero en este caso apuntando no ya a las “apps” (aunque quizás también), sino directamente contra quienes ofrecen la posibilidad de llevar a alguien en su coche a cambio de cierta compensación, que no beneficio económico. Y una ministra salió por la TV diciendo que si lo del ánimo de lucro, y que si la cualificación profesional para transportar a otras personas. Lo del lucro creo que ya ha quedado claro; y en cuanto a la cualificación como conductor, por lo visto es suficiente para llevar a tu propia familia, e incluso a un vecino o un amigo por el carril “bus/VAO”, pero no a un desconocido. Curioso concepto de Seguridad Vial el de la ministra.
Está claro que semejantes declaraciones no tienen otra intención que calmar los ánimos de los taxistas; pero no deja de resultar penoso que los mismos poderes públicos que se gastaron nuestro dinero (y bien empleado está) en la construcción del carril “bus/VAO”, ahora pretendan atajar su utilización limitándola a los amigos, familiares o vecinos de urbanización. O se puede o no se puede, y cada cual es muy libre de elegir el método que quiera para encontrar pasajero, con tal de que no pretenda con ello conseguir un lucro económico; que no es lo mismo que amortiguar un poco los gastos, hay que repetirlo una y otra vez. Y si los actuales sistemas de comunicación, con su potencia, permiten una captación de “clientes” mucho más eficaz que charlando en la barra del bar, pues habrá que admitirlo como uno más de los signos de estos tiempos que vivimos, para bien o para mal.
El negocio del taxi sin duda ha sido floreciente hace unas cuantas décadas; la mejor demostración es que en Madrid, cuando teóricamente había del orden de 14.000 licencias (millar arriba o abajo), en la práctica había entre 3.000 y 5.000 taxis más circulando, amparados en licencias duplicadas o falsas; sería porque era muy rentable, digo yo. Pero cuando ha llegado la crisis, y el coste de tomar un taxi se ha disparado, los profesionales de este sector no quieren que dicha crisis les llegue a ellos; lo mismo que no lo quieren los de Coca-Cola, o Roca, o los agricultores de los más diversos cultivos, o los de multitud de industrias del más variado pelaje. Pero de lo que debemos quejarnos es de la crisis de forma global, y no de “nuestra crisis”; ahora bien, que eso se haga con manifestaciones asamblearias tipo “15-M” o a través de partidos políticos tipo “Podemos”, ya sería cuestión de un análisis que no entra –en principio- en la temática de este blog. A mi modo de ver, todo debería empezar por la radical eliminación de los “paraísos fiscales”; mientras éstos existan, no hay nada que hacer.
Pero por otro lado, intentar yugular la existencia, o al menos el libre funcionamiento de estas “apps”, es como pretender curar la enfermedad simplemente eliminando los síntomas; y esto, si se consiguen eliminar. Y todavía es más triste que, en esta época de crisis y de progresiva toma de conciencia respecto a la ecología, al minimalismo y a la utilización razonable de nuestros recursos, se intente perseguir por unos y por otros una actividad como el “compartir coche” que está perfectamente en línea con estos nuevos enfoques, que para otras cosas bien que se aplauden.