Dado que, prevaliéndose de su condición de operativo amo y señor de km77, D. Javier Moltó se ha permitido plagiarme el titular “El accidente” que yo utilicé el 10 de Septiembre, utilizándolo menos de dos meses después (6 de Noviembre), me considero legitimado para vampirizarle, a mi vez, el tema concreto al que él hacia referencia en su entrada. Porque la verdad es que “mi accidente” se refería al de la primera curva en Spa, en la carrera de F.1; mientras que el suyo –que no llegó a serlo- era a cuenta de uno de esos momentos de “uy, uy, uy” que todos hemos tenido alguna o más veces. Y precisamente por eso, por tener experiencia directa en casos similares, es por lo que aprovecho para echar mi cuarto a espadas sobre la cuestión; glosando primero el incidente, más que accidente, de Javier, y aportando luego alguna de mis experiencias personales y familiares.
Sobradamente conocida es la diabólica capacidad de D. Javier para plantear cuestiones y dudas, dejándolas flotar, cuando conoce perfectamente la que, al menos para él, es “su” respuesta; pero, por otra parte, es una estrategia perfectamente válida para animar el coloquio, y a fe que lo consigue. Cuando se lo comento, se sonríe, pero lo sigue haciendo; y hace bien en seguir haciéndolo. En el caso de su “incidente”, nos hace un relato casi escalofriante de sensaciones subjetivas del ante, durante y después del incidente; pero quedan muchas lagunas, aunque algunas quizás sería incapaz de poder rellenarlas, dada la brevedad del instante. Pero como dice el habitual y experto comentarista “JotaEme”, con su distante “spleen” británico: “No me he enterado de nada, más allá de que ha frenado mucho, ha conseguido pasar, y el coche no ha hecho ningún extraño”.
Sin llegar a tanto como J.M., también echo en falta muchos detalles, ya que de describir un “casi accidente” se trata. Resumiendo mucho, de lo que yo me he enterado es de lo siguiente: trazado tipo Redia, bajada con curva de 90º a derechas para cruzar un puente, otro coche unos 200 metros por delante, velocidad de unos 100 km/h, la curva no exige frenar, Javier no va distraído pero sí relajado y mirando lo más lejos posible, hay árboles pero permiten ver que el otro coche se ha parado en el arcén derecho antes del puente con el intermitente derecho dado, y que inesperadamente, dicho coche está atravesando la calzada. Y finalmente, que Javier clava los frenos estando a unos 10 metros de distancia del coche, maniobra hábilmente, lo sortea por delante y consigue cruzar el puente. Todo lo demás, lo que pasa por su mente, no es descriptivo, sino subjetivo.
Pero ahora vamos con lo que me falta: ¿qué distancia había, si es que la había, desde la salida de la curva hasta el puente?; ¿había línea continua o paneles de “prohibido adelantar” antes, durante o a la salida de la curva, lo que sería indicativo de punto problemático?; esos árboles de que se habla, ¿cuánta visibilidad dejaban?. Por lo visto, la suficiente para ver que el coche se había parado en el arcén con el intermitente dado. Entonces, si Javier iba relajado, pero no distraído, y mirando lo más lejos posible, y llega a la curva 200 metros por detrás del otro coche, y le ve pararse, o ya parado, ¿cómo es que no le ve iniciar el giro (maniobra lenta) y se lo encuentra “inesperadamente” ya medio cruzado en la carretera, y cuando clava el freno está a sólo diez metros del mismo? A 100 km/h, se circula a 28 metros por segundo; por lo que diez metros (el doble de la longitud de un Mercedes Clase E) se recorren en tres décimas y media. No hay tiempo ni apenas distancia, para desplazar un coche tan grande, y a tal velocidad, al carril izquierdo, o quizás incluso al arcén contrario. Por fuerza Javier lo vio, y empezó su frenada, y sobre todo su maniobra con el volante, unos cuantos o bastantes metros más lejos.
Y también resulta difícil de admitir que previamente, y durante una fracción de tiempo difícil de cuantificar, no había pasado de la situación de relajado a la de distraído; salvo que aclare algo más sobre las condiciones de visibilidad, no se concibe que hubiese visto al coche parado y con el intermitente derecho puesto, y que no le viese iniciar la maniobra de cruzar la carretera. Siempre que he tenido algún problema de estos, con final feliz como en este caso, o algo más cruento para la chapa en algún otro, me he tirado días, por no decir semanas, rememorando la situación, e intentando analizar qué es lo que hice mal, o dejé de hacer bien, para llegar a tal situación. Y al final, llega un momento en el que no sabes si lo que piensas que pensaste en ese momento, de verdad lo pensaste entonces, o es producto de la reconstrucción mental que haces “a posteriori”. Lo mejor es dejar de torturarte, y procurar estar más atento la próxima vez.
En realidad, cuando lo que sucede es tan instantáneo, reaccionas por instinto, o reflejo condicionado si se prefiere, y luego piensas que pensaste todo lo que en la reconstrucción mental te parece razonable que deberías haber pensado. En esas tres décimas y media de segundo de las que Javier cree haber dispuesto para clavar frenos y pasar afeitando el morro del coche atravesado no da tiempo a pensar casi nada, sino a actuar de forma rapidísima. Como mucho piensas en “frenar, mejor esquivar que chocar, pero no caer por fuera del puente”, y ya es mucho pensar. O bien es que Javier vio al coche bastante antes de lo que cree -bastante pueden ser unos cuantos metros y décimas de segundo más-, y entonces sí tuvo tiempo de analizar (y muy deprisa) todo eso de si le choco por delante o por detrás, de si le doy en el centro los mato, y demás cosas que tan emotivamente nos ha contado. Y todavía está enfadado por no haber pensado, en menos de medio segundo, si era mejor frenar o no hacerlo, para seguir a toda velocidad y pasar antes de que el otro siguiera avanzando.
Hace más de 20 años, concretamente en la primavera de 1991, yo pasé por una circunstancia similar; estaba cerrando mi primer ciclo de estancia en “Automóvil”. Habíamos salido a hacer una sesión de fotos con tres coches deportivos nuevos del segmento B, los que estaban en candelero en aquellos momentos: Peugeot 205 1.9-GTi, Renault Clio 1.8-16V y Ford Fiesta Turbo; los tres de entre 130 y 140 CV. Los conductores éramos Juan Collin, yo y un tercero que no identifico; y el fotógrafo, Gonzalo Arche, que al año siguiente correría la Copa Clio, acabando en podio, si mal no recuerdo. Ya terminada la sesión por la Sierra, y de retorno a Madrid, íbamos por una carretera secundaria, sin arcenes, para salir a la N.I. Se trataba de un tramo recto, entre pinares; yo iba el segundo, a bordo del 205, Collin cerraba la marcha, y los tres nos manteníamos a una distancia de unos 80 metros uno de otro, y a una velocidad que andaría por los 100/110 km/h. A nuestra derecha desembocaba otra carretera, o quizás un simple camino, que no tenía continuación de frente; el que saliese de allí tenía que girar en la carretera, en un sentido u otro.
Y efectivamente, había un coche que salía de aquel camino, y según se comprobó luego, con la intención de girar a su izquierda, en sentido contrario al que nosotros llevábamos. Se paró, dejó pasar al primer coche, y nada más pasar éste, arrancó para girar; lo de menos es intentar analizar su despiste: probablemente vio llegar a un coche, no se fijó en que algo más atrás venían otros dos a la misma velocidad, y en cuanto le dejó pasar, miró para el otro lado, a su derecha, y como no venía nadie, arrancó. De nuevo los cálculos de antes: velocidad pongamos que de 108 km/h, que son 30 metros por segundo; distancia entre nuestros coches de 80 metros; yo llegaba al cruce en cuestión de tres segundos escasos. Pongamos que el chalado aquél tardó un segundo en arrancar desde que pasó nuestro primer coche, y yo medio segundo más para interiorizar que, aunque pareciese increíble, me quedaba un segundo para chocar con el recién aparecido.
Esto era hace 21 años y medio, y el 205 no llevaba ABS; en Peugeot, en aquella fecha sólo disponía de él el 405, y eso como opción en las versiones altas. Así que el reflejo de echar pie al freno y a la vez maniobra evasiva era imposible: o lo uno, o lo otro; intentar ambas cosas a la vez era motivo seguro de perder el control del coche y acabar contra el otro o contra los pinos. Y para frenar del todo no había suficiente espacio a la velocidad a la que yo venía, y menos en una carretera con pavimento ondulado, no de los extendidos con máquina asfaltadora. Así que no tuve ni que pensármelo: no había otra que intentar pasar, y por delante, porque su maniobra era lo bastante lenta como para no liberar mi carril antes de que yo llegase. Y pasar cuanto antes, porque si él seguía avanzando, tampoco estaba claro que yo llegase a tiempo de tener hueco: la carretera era estrecha, y su coche, aunque pequeño (creo que era un Corsa) ocupaba de costado todo el carril. La situación era similar a la de Javier al volante de su Mercedes; pero en mi caso, sin ABS. Por fortuna, tras haber arrancado al cerciorarse de que por su derecha no venía nadie, volvió a mirar a la izquierda y me vio, ya casi encima suyo; tuvo la suficiente rapidez de reacción para frenar, y se quedó ocupando media carretera, o poco más.
Como ya he dicho, y sin frenar, hice la maniobra de la “prueba del alce”, y pasé; creo que no toqué la tierra del arcén, y lo creo no porque me acuerde, sino por la sencilla razón de que si la piso en apoyo sobre el lado izquierdo para recuperar el desvío inicial, es seguro que derrapo y acabo contra los pinos. Cada tantos años, Collin y yo rememoramos la situación, y siempre me dice: “No consigo saber cómo pasaste; cuando lo ví, di por seguro que te lo tragabas”. La verdad es que no debió quedar mucho espacio entre mi lateral derecho y su morro; prefiero no saberlo. Y por otra parte, suerte que llevaba el 205, con un comportamiento fabuloso, porque la violencia de la doble maniobra de desvío y recuperación, aunque lateralmente fuese de sólo tres a cuatro metros, fue al límite de agarre.
Tengo otra historia más sobre situaciones similares, y con ella nos remontamos a los años 50 del pasado siglo, porque el protagonista fue mi padre. No era un conductor cualquiera; para entonces, y nos tenemos que situar concretamente en 1957, había conducido de todo: desde coches de competición en Montlhéry en sus años mozos, allá por los 20s, hasta los camiones de transporte de su propia empresa desde los 30 hasta inicios de los 50. Pero los camiones se fueron quedando viejos, no había suficiente dinero para comprar un Pegaso, que entonces iniciaba su andadura, y se pasó profesionalmente a los turismos. Perito Mercantil por ejecutoria académica, realizó luego tres años de estudios de Mecánica en la Escuela de la Marina Mercante francesa en Marsella, para luego irse a vivir a París hasta 1931. Hablaba el francés como un nativo (de broma se hacía pasar por tal, engañando a los propios franceses), y en inglés tenía un nivel muy alto.
Por ello, al liquidar lo del transporte, inmediatamente encontró trabajo en ATESA (entonces empresa del INI) que, cuando el turismo de calidad (no el de masas) empezaba a despuntar en España, buscaba conductores experimentados, con cultura y con idiomas; no era fácil. El objetivo -al margen de los autobuses Pegaso y Büssing, que eran los que se veían en la calle-, era llevar, en suntuosos cochazos y haciendo de guía, conductor e intérprete, a los turistas de élite (norteamericanos en su mayoría) que venían a descubrir lo que luego se llamó el “Typical Spanish”, dejándose sus buenos dólares, que por entonces a España le hacían tanta falta o más que la carne que enviaba Perón desde Argentina. Inmediatamente le adjudicaron, como vehículo suyo fijo, un imponente Lincoln Capri modelo 52: motor V8 de 5,3 litros, 155 CV, caja automática Hydra-Matic de 4 marchas, frenos de tambor, eje rígido atrás con ballestas, 5,2 metros de largo, unos centímetros por encima de dos metros de ancho, dos toneladas largas de peso, y 160 km/h de velocidad punta.
Conducir aquello en plan tranquilo, era una cosa; llegar a Córdoba (400 km de la carretera de entonces) con el antiquísimo Despeñaperros por medio, y hacerlo en poco más de cuatro horas, era otra cosa muy distinta. Lo habitual para bajar hacia Andalucía era parar a comer en el Parador de Bailén (300 km); pero en ocasiones había mesa reservada a las dos de la tarde en Córdoba, y los clientes se habían retrasado un poco al salir del Ritz o del Palace, y se habían hecho casi las 10. No olvidemos que por entonces todos los pueblos, y había muchos hasta Córdoba, se pasaban por el interior; las travesías llegaron más tarde. Y todo ello había de hacerse sin agitar demasiado al pasaje, ni hacerle pasar miedo; lo que se dice hacer encaje de bolillos. Así que sobre la sensibilidad en el manejo de los buenos profesionales de entonces me permitirán que relate una pre-anécdota respecto a la del incidente/accidente que viene luego.
Retrocedamos a Septiembre de 1956; yo había aprobado 6º de Bachiller en Junio, y no tenía nada que hacer, más que molestar en casa. A mi padre le habían colocado, para todo el mes, un servicio por cuenta del Ministerio de Información y Turismo, con un matrimonio de periodistas americanos para que conociesen España casi de cabo a rabo. Él se llamaba Wade Franklin y llevaba la sección de turismo y viajes del “Chicago Sun Times”; eran una pareja encantadora y muy educada, y durante años intercambiábamos, como con muchos otros clientes, postales por Navidad. El caso es que, durante los primeros días de las clásicas excursiones a Toledo, Aranjuez, Segovia y Ávila, además de un par de días de visiteo por Madrid, con la inevitable comida en “Casa Botín” y un par de tablaos flamencos por la noche, mi padre había intimado mucho con ellos. Hasta el punto de que les preguntó si no les importaba que, para la continuación del viaje por Andalucía y Levante, les acompañase yo. Aceptaron encantados, ya que en el coche sobraba sitio. Fue mi primer contacto con la España al sur de Madrid; desde entonces estoy enamorado de Andalucía en general, y de la Baja en particular. El recorrido fue: Madrid-Córdoba-Sevilla-Cádiz-Gibraltar-Marbella-Málaga-Motril-Granada-Murcia-Alicante-Valencia-Madrid. Y allá fui, puliendo mi incipiente inglés.
Recuerdo cómo mi padre me advirtió sobre lo peligroso y traidor que era el tramo Granada–Murcia; y años después, ya en mis recorridos probando coches, comprobé que seguía siendo así hasta prácticamente los 80s. Pero situémonos en el trayecto de Alicante a Valencia, por la mañana; íbamos sin prisa, llegábamos sobrados de tiempo para la tradicional paella. De pronto, mi padre dice “flat tyre” (rueda pinchada), levanta el pie y, suavemente va frenando y orilla al borde la carretera. Yo no había notado absolutamente nada, y menos ese ruido que suele hacer un neumático al rodar pinchado; tampoco Mr. Franklin –al que se suponía habituado a los modales del coche americano- había notado nada, y eso que iba sentado prácticamente encima del cuerpo del delito. Porque efectivamente, la rueda trasera derecha estaba pinchada; pero no en el suelo, sino simplemente lo que se dice un poco “baja”, con por lo menos un kilo de presión. Pero mi padre lo había detectado, en la sensación al volante y por un ligero aumento de deriva al tomar alguna curva a izquierdas, y eso que íbamos casi de paseo.
Avancemos un año más; y un día, sobre media tarde, la avisan de urgencia a mi padre que tiene que desplazarse de Madrid a Barcelona con el coche, para un servicio importante que empezaba a media mañana. Hace el equipaje rápidamente, y se pone en ruta. Al pasar por el Puerto del Frasno, pasado Calatayud y relativamente cerca ya de Zaragoza, ya es de noche, y subiendo, todavía en recta pero muy cerca ya de una curva a izquierdas, ve las luces de otro vehículo que baja, ya dentro de la curva por cómo se mueven las luces. Era la Nacional II de la Red de Firmes Especiales que se trazó en tiempos de Primo de Rivera, y el Conde de Vallellano como Ministro de Obras Públicas; gran obra en su momento, pero habían pasado 30 años y seguía igual: un reasfaltado sobre el adoquinado primitivo, y sin arcenes.
Pues bien, lo que salía de la curva era un camión, pero que había trazado muy abierto e invadía por completo los dos carriles; el Lincoln ya estaba casi embocando la curva, y dada la lentitud de reacción del camión, no había tiempo material para que acabase de volver a su mano. Así que la elección era bien sencilla: o chocar de frente, o echarse fuera; hacia la izquierda no había escapatoria, pues era un talud casi vertical. Mi padre no lo dudó; cualquier cosa antes que darse de frente contra un camión. Sólo que había un “pequeño” problema; como era habitual entonces, la carretera estaba bordeada de árboles de grueso tronco, ya que habían sido plantados 30 años atrás. Mi padre todavía estaba en los últimos metros de recta, antes de la curva de la que ya estaba saliendo el camión, pero por el carril equivocado. Así que todo consistía, simultáneamente, en no chocar con el camión, pero tampoco contra un árbol.
Pensemos en la situación: con semejante “barco” de coche, por supuesto que con neumáticos diagonales de perfil 90 (unos 7.50-15 si mal no recuerdo), unos faros de lámpara incandescente en “cruce” que poco o nada tenían que ver con lo que hoy entendemos por alumbrado nocturno, y una fila de árboles al lado, más un camión que baja de frente. Pues bien, mi padre realizó un brusco pero breve giro a izquierdas para ganar ángulo, y luego apuntó al ya único hueco entre dos árboles que le quedaba a su derecha antes de impactar contra el camión. Ni lo pensó; fue la reacción instintiva de un conductor experto realizando la única maniobra viable, aunque sin resultado garantizado. Eso sí, en aquel momento, y a diferencia de Javier, que nos contaba que “No pienso en nadie, ni me despido de nadie”, mi padre dice que vio pasar, como en cine a cámara ultrarrápida, las caras de mi madre, de mi hermana y la mía; y se tiró fuera de la carretera.
¿Conclusión? Los dos árboles un poco descortezados, el Lincoln apenas ligeramente arañado en los dos laterales, con el retrovisor izquierdo y las cuatro manijas de las puertas arrancadas, que fueron la única avería seria que presentaba, ya que se salió al campo sin impactar con nada más. Unos pocos, poquísimos centímetros más de margen, y consigue salir sin tocar nada. Pero la medición no estuvo nada mal: las cuatro manijas fueron testigo. ¿Suerte? Tal vez; pero como suele decirse, al destino hay que empujarle. Y yo, sabiendo cómo conducía mi padre, estoy seguro de que, incluso con la misma cantidad de suerte, muy pocos conductores habrían superado el trance con semejante éxito.
Así que hemos repasado tres incidentes, uno de ellos rematado en accidente, que acabaron de la mejor manera posible. Es posible que en los tres casos influyese la suerte; pero no es menos cierto que, en los tres casos, les ocurrieron a conductores expertos que tomaron la decisión acertada en décimas de segundo, y la aplicaron con precisión. Luego, si además hubo suerte, pues mejor que mejor. Pero yo saco la conclusión de que, en estos casos, el conductor experimentado acaba tomando de forma casi instantánea la decisión que es más lógica; que luego salga bien depende que sea físicamente factible, por la correlación entre tiempos, distancias, velocidades y tamaño del o los vehículos, de que la maniobra se realice con precisión, y de la suerte, qué duda cabe. Pero lo que no vale la pena es estar luego torturándose durante un tiempo pensando en que si esto o si lo otro; y conste que yo he pasado por esa molesta fase en algunas ocasiones, hasta que conseguí casi superarla. Claro que tampoco es que me esté pegando “piñazos” cada lunes y cada martes; a veces pasan décadas entre uno y otro.