Icono del sitio Revista KM77

La conducción y el robot de Asimov

La historia de la furgoneta “acosadora”, al margen de las anécdotas aportadas por diversos comentaristas que las han sufrido en vivo y en directo, ha derivado, a mi juicio, en tres aspectos que considero nucleares y que van a dar lugar a una nueva entrada, muy en el estilo que le gusta a Javier Moltó, dando pie a jugosas polémicas si profundizamos sobre dichos aspectos: uno, la eficacia o ineficacia (y conveniencia o inconveniencia) de que de la sociedad civil, en su conjunto, colabore a crear un clima ordenado y cortés en el desenvolvimiento del tráfico; dos, la relatividad moral de la estricta observancia, o no, de todas y cada una de las leyes, decretos, preceptos, normas, edictos, bandos y prescripciones que regulan nuestra actividad como ciudadanos; y tres, la conducción, el tráfico y su gestión. Para ello, me apoyaré en múltiples citas, más o menos textuales, tanto de comentaristas como de mis propias entradas, mezcladas por el orden que considero oportuno para mi exposición. He ahorrado a los lectores cuál es la entrada de cada cita, porque de lo contrario esto iba a parecer una bibliografía de esas que aparecen al final de un tratado; y tampoco es eso.

Empiezo con una cita de “Joan”: “La ley se basa en la experiencia del legislador en hechos pasados”. Ojalá fuese así; en verdad, ni tan siquiera estoy seguro del ojalá. Pero sí estoy seguro de una cosa: tal afirmación es rigurosamente errónea. En gran cantidad de ocasiones, las leyes no se deben ni tan siquiera al programa electoral del partido gobernante (que suele olvidarlo al día siguiente de jurar el cargo), sino a un juego de alianzas para lograr mayorías absolutas o relativas, y votos a cambio de prebendas; los ejemplos están tan próximos que daría vergüenza tener que citarlos. Y no olvidemos que lo único que se vota (en nuestro caso en las Cortes) son las leyes; de Decreto-Ley para abajo, gran parte del articulado es obra de políticos profesionales y funcionarios no elegidos, sometidos a los pactos antes reseñados. Luego podrá resultar que todo el conjunto sea, más o menos, de pura lógica y sentido común, o al menos coherente con un programa previamente anunciado; y en multitud de casos (como el Reglamento de Circulación), un articulado puramente técnico, porque de algún modo hay que organizar las cosas (variedad de políticas fiscales, por ejemplo).

La legislación es, ni más ni menos, que la forma de organizar la convivencia en una sociedad. Cierto que ley y civilización (que no cultura) son conceptos que van juntos e indisolubles. Pero también hay que tener en cuenta la dualidad de individuo versus colectividad. Y el derecho, por no decir el deber, de ejercitar la inteligencia frente a la obediencia ciega. Y que por muchos politólogos, filósofos e intelectuales del más variado tipo, se reconoce y admite la existencia y el derecho a ejercer lo que se llama resistencia civil frente a leyes que un amplio colectivo considere injustas y lesivas para sus derechos. Gandhi consiguió la independencia de la India utilizando dicho método. Por supuesto que, en muchos casos, algunos colectivos podrían, y de hecho lo hacen, arrimar el ascua a su sardina invocando este derecho; pero con estas tensiones funciona, y avanza, nuestra sociedad. Pongamos el caso del aborto: me parece evidente el derecho de un médico, por razones religiosas, éticas, profesionales o humanitarias, a negarse a realizar abortos, aunque esté integrado en el escalafón de la Seguridad Social; pero cuando él ingresó, eso no estaba en los papeles. Del mismo modo, no niego el derecho de una mujer (dejemos el caso de una menor) a que se le practique un aborto (y dejemos también los plazos); pero por un médico que, con el mismo derecho que el anterior, esté de acuerdo en la conveniencia de practicarlo.

Continúa “Joan” haciendo afirmaciones un tanto gratuitas, como: “Es fácilmente demostrable que la conducción que Vd describe que realizó (algo a vueltas con las furgonetas), provoca accidentes con daños personales y materiales”. Sea cual fuere la anécdota, ¿de dónde se saca lo de fácilmente demostrable?; así no se puede argumentar en un coloquio; son brindis al sol. Y continúa: “El tomarse la justicia por su parte (se supone que quiere decir mano), siempre provoca la muerte y la desgracia de los más débiles”. Otra afirmación arriesgada; pero que, en cualquier caso, choca con un aforismo bien conocido, que sí tiene un respaldo de siglos y siglos: “La violencia es la partera de la Historia”. Bueno o malo, pero así es el mundo tal y como lo conocemos; sin muchas de esas violencias sería distinto, y no sabemos si mejor o peor. Pero la historia nos enseña que la violencia ha sido la cuna de muchas naciones, ideas y progresos. Y con violencia en contra de la ley entonces existente: la Revolución Francesa (con la “Enciclopedia”, pero también la guillotina), la independencia de Estados Unidos frente a Gran Bretaña, y la de todo el resto de América, del Río Grande hacia abajo, respecto a España. Y acabar con el “apartheid” en Sudáfrica, pese a retrocesos económicos, o incluso aumento de criminalidad (según se dice; en ambos casos, no opino por falta de datos).

El buenismo o adanismo (como se ha puesto de moda decir) no suele resolver los problemas; por el contrario, en muchos casos no hace sino aplazarlos sine die, y contribuir a que se enquisten y enconen. Y en ocasiones, contribuir a establecer el clima más arriba citado (un ordenado y cortés desenvolvimiento del tráfico) puede necesitar de posturas firmes, del tipo “no estoy dispuesto a pasar por esto”. Ya que cité la Revolución Francesa, hubo un rey (no recuerdo si el propio y guillotinado Luis XVI, u otro anterior) que desoyó los consejos para realizar cambios inaplazables y dijo aquello de “después de mí, el diluvio”; y llegó el diluvio, vaya si llegó. Pero los buenistas siguen prefiriendo adoptar la actitud de los habitantes (que no ciudadanos) del pueblo de “Solo ante el peligro”, cuya postura era la de “que se las apañe el sheriff, que para eso cobra, y si no, que se vaya del pueblo antes de que llegue el tren del “malo”. Claro que si Gary Cooper no llega a cargarse a tres o cuatro, y es él quien muerde el polvo, el pueblo entero hubiese quedado bajo el dominio de “los malos”; y entonces, reclamaciones al maestro armero.

Y cierro este alegato contra el adanismo miope con una de tantas anécdotas de ese monstruo de la política del siglo XX que fue Winston Churchill: el entonces Premier Lord Chamberlain va en 1938 a Munich, acepta un vergonzante pacto con Hitler y vuelve muy ufano declarando que era “un acuerdo de paz para una era”. Y en la Cámara (no sé si de los Lores o de los Comunes), Churchill le espetó: “Pudisteis elegir entre el deshonor y la guerra; elegisteis el deshonor, y además tendréis la guerra». ¿Y quién acertó? Todavía recuerdo haber leído en los periódicos, muy de niño, las noticias del final de la II Guerra Mundial; en la que, para plantar cara al enemigo agresor, fue preciso sustituir, como Premier, al acomodaticio Lord Chamberlain por el belicoso y “justiciero” Winston Churchill. Pero con “sangre, sudor y lágrimas” se ganó la guerra contra el nazismo totalitario.

Como dice “J.M.”, el simple hecho de vivir ya es arriesgado. Nuestra sociedad acepta riesgos inútiles y caprichosos como escalar la cara Norte de la montaña X, en invierno y por la vía más peligrosa, poniendo en riesgo no sólo la vida de quien lo intenta, sino la de quienes luego tienen que subir a rescatarle (guías, bomberos y/o patrulla de Rescate de Alta Montaña de la G.C.). Y todo por el prurito de hacer lo que no había hecho nadie; ¿y a quien le importa? Ya, ya me conozco esa plana explicación de que la montaña se sube “porque está ahí” (¿y por qué?, que diría el arquetípico gallego), pero estar ahí no significa invierno, cara Norte y vía difícil. El afán de superación me parece muy bien, pero sin implicar a terceros; porque si lo hiciesen a escondidas, sin dar tres cuartos al pregonero, y se quedasen luego congelados y tiesos como un garrote en un ventisquero, al menos no pondrían en peligro a otros; pero no, si vienen mal dadas, que luego suba el sherpa y nos rescate.

Así que no me venga ahora alguien con que no permitir que una furgoneta me arrincone contra el coche de delante, o se me cuele entre dicho coche y el mío es una actividad insensata, cuando lo que busca mi actitud (y NINGUNO sabemos si lo consigo o no) es educar (enérgicamente, si se quiere) a tales cafres (como coloquial pero racistamente les catalogó un comentarista; ya se sabe que kaffer era la denominación que los afrikaner holandeses les daban a zulús, basutos, matabeles y otras etnias belicosas de Sudáfrica). Y no admito mejores dotes proféticas en los que dicen que no lo consigo, de lo que yo considero a las mías propias. En el peor de los casos, que cada cual se quede con su verdad; pero que conste que incluso a los animales salvajes se les domestica, ¿o no?; pues ya está, y cuantos más contribuyan a esa domesticación, antes se conseguiría (o no, ¿chi lo sà?). Y no tolero que me digan que, porque un Reglamento varíe de un día para otro, ir a 140 por una autovía recta o con curvas abiertas, es un peligro y una falta de civismo, cuando el día anterior no lo era; podré contravenir un Reglamento, pero problema moral, me produce absolutamente cero.

En apoyo de ello, cito de nuevo a “J.M.”, en un clarificador párrafo: “No es libertario conducir con responsabilidad, pero a un ritmo mayor que el que otras personas, menos capaces, pueden mantener. No es temerario ser más hábil. Conducir despacio no es conducir bien. Conducir rápido no es conducir mal. La velocidad no le convierte a uno en asesino, salvo entendimiento de que los alemanes deberían estar todos ellos presos. Creo que ya basta de identificar incompetencia con responsabilidad. Hay gente que conduce mal, muy mal, y no necesariamente deprisa; son irresponsables, incompetentes y lentos”. Y “Gurb” lo remacha: “aceptar el determinismo de los idiotas no puede sino llevarnos a la idiotez colectiva”. Y de forma más técnica, “ele de Luis” pone el dedo en la llaga: “no es de recibo que nadie intente imponer su ritmo de marcha a los otros conductores ni que utilice el volante como mecanismo de compensación ante frustraciones y carencias afectivas o de autoestima, como dirían los psicologos”.

Porque los que habitualmente conducimos algo, o bastante, más rápido que la media, no intentamos imponer nuestro ritmo de marcha a los demás; nos conformamos con que no nos molesten demasiado y por supuesto, que no intenten impedírnoslo. Mi opinión de siempre ha sido que, so capa de seguridad, prudencia, civismo y respeto a la ley, los partidarios de limitaciones genéricas restrictivas (como las que sufrimos) están encubriendo lo que, en el fondo, les molesta: que otros sean capaces de hacer lo que ellos no hacen porque no pueden (por coche), no saben (por falta de “manos”), no quieren (por la tensión que les produce) o, simplemente, no se atreven (por miedo a la sanción); pero a lo que sí se atreven es a imponer sus propias limitaciones a todo el mundo.

Bastante más radical, pero muy explícito, es “Joaquín” respecto a no dejarse avasallar: “La estupidez y la prepotencia de algunos solo se cura cuando encuentran la horma de su zapato. El hombre solo aprende a leches (iba a decir otra cosa), y si bien no debemos convertirnos en Sheriffs de la zona, una buena colleja sin dejar que te la devuelvan, es una buena medicina. Otra cosa es usar la filosofía de Diógenes y esperar que los cure el roce diario con otros de su especie (Diógenes era el del barril y la vela, pero no tenía carnet de conducir)”. Y muy apegado a la realidad, comenta “Sisu”: “Anteponer el sentido común a la estricta observancia de cualquier norma o ley (del tipo que sea), lo veo como algo propio de gente inteligente y que tiene el “oficio de vivir” bien aprendido.

A mí no me gusta que me traten como a un borrego, alegando criterios de seguridad personal; me acuerdo del famoso “no podemos conducir por usted” del Sr. Navarro. ¡Ni se le ocurra, por Dios, ni se lo ocurra!”. Y quisiera cerrar con un entresacado de un reciente artículo del profundo, si bien en ocasiones tremendamente sintético columnista Arcadi Espada: “Nada más transversal que el infecto populismo,… que arranca de lo que podría llamarse democracia mayorista, o mejor al por mayor, siguiendo a Julian Baggini, que acuña un concepto parecido en un capítulo de “¿Se creen que somos tontos?”: “Si Gran Bretaña funcionase con criterios mayoritarios, la caza del zorro se habría prohibido hace mucho tiempo, pero jamás se habría abolido la pena capital. En otras palabras, en Gran Bretaña se mataría a más personas, pero a menos animales”. O sea que, porque el nivel medio de la conducción sea tirando a lamentable, los que somos capaces de hacerlo con alguna, o bastante más habilidad (y tanta o más seguridad, guste o no a algunos), tenemos que hacernos los tontos e ir con el rebaño; y si nos negamos a ello, somos incívicos y prepotentes. ¡Pues qué bien!

Pero viene “emprendeitor” (no todo van a ser argumentos a favor) y le responde así al “J.M.” de dos párrafos más arriba: “Vd viene a afirmar que algunas normas de conducción se deben tomar aproximadamente como sugerencias. ¿Todos deben hacerlo? No, claro. Todos no. ¿Quiénes? Los hábiles, los que no son, ¿cómo dice usted?, incompetentes”. Ahora soy yo quien le contesta: quien no encuentre diferencias en la carga de sentido común e incluso imperativo moral, entre adelantar en cambio de rasante, o bien cruzar a pie un estrecho semáforo peatonal en rojo, cuando no viene ningún coche en todo lo que alcanza la vista, no llevamos impermeable ni paraguas y están cayendo chuzos de punta, que me permita dudar de sus cualidades intelectuales.

Y si no me lo permite, me da igual; y no sólo lo dudo, sino que lo tengo muy claro. Por supuesto que existe una graduación en la importancia y responsabilidad de saltarse tal o cual artículo del Reglamento; y no me refiero sólo a la que ya se deduce de la gravedad de la sanción (aunque esta referencia no me parece más que aproximativa), sino a la que impone el sentido común. Lo del rasante, en todos los códigos de todos los países y desde hace más de un siglo, es no sólo de sanción máxima, sino que cualquiera comprende que es una mezcla de suicidio y asesinato. Pero en cuanto a los semáforos, salvo que haya una última redacción que no haya leído y lo permita, en teoría está prohibido, al girar a la derecha conduciendo, saltarse el semáforo en rojo aunque no haya peatones, pero es algo que desde hace décadas se viene haciendo en toda Europa, y con la connivencia (ilegal, evidentemente) de los agentes de tráfico, para evitar que los que no hagan el giro se queden atrapados. O sea que sí, existen normas que, a la luz del sentido común, se pueden tomar como sugerencias, en ciertos casos; o más exactamente, con relatividad.

Pero a lo que “emprendeitor” apunta es a la graduación dentro de una norma, como es la limitación; por cierto, todavía estoy esperando, después de habérselo preguntado varias veces, que explique cómo, para idénticas condiciones estructurales (autopista recta y llana), en el mundo hayan existido o existan limitaciones genéricas que van o han ido desde 80 hasta 150 km/h, por no hablar de libertad total. Yo sólo veo dos explicaciones: o las ponen los políticos “a ojo”, o lo hacen asesorados por “expertos” a los que, en principio, no hay que considerar mejores o peores por decir 80 o 150. No me irá a decir que dichos bandazos de la normativa no “sugieren” una absoluta incapacidad de decidir dónde está el fiel de la balanza; incapacidad, creo yo, bastante más alarmante que la interpretación más o menos elástica que algunos hacemos de dicha norma y que él entiende como tomarla por una mera “sugerencia”. Cuando lo que era perfectamente legítimo en 1973 pasa a ser punible en 1974, a igualdad de todos los factores excepto de lo que aparece publicado en el BOE, que me permitan tomar esa norma con menos respeto que la que prohíbe adelantar en cambio de rasante.

No obstante, “emprendeitor” sigue elaborando su teoría acerca de nuestra incapacidad para discernir si sabemos conducir bien o mal; porque a la cita que aparece dos párrafos más arriba, le sigue esta otra: “¿Quién determina esa incompetencia? Uno mismo (somos liberales, ¿no?).¿Quién se considera a sí mismo incompetente? Pues hombre, más bien pocos. Digamos que aproximadamente el 90% de la gente se considera a sí misma buen conductor, y el 10% restante, incompetente….Por tanto, legislemos para el 10%, para los incompetentes, y el resto, pues que hagan lo que ellos consideren oportuno”. Craso error: ni J.M., ni yo, ni los demás comentaristas que estamos más o menos de acuerdo, queremos que se legisle cortando por el rasero de los auténticos incompetentes; sino, muy al contrario, con unas limitaciones que estén, al menos, algo más acordes con las actuales redes viarias y con las aptitudes ruteras de los modernos automóviles.

Sin duda, el autor del comentario no se dio cuenta, pero aquí brilla, en todo su esplendor, el trauma al que hacía referencia “ele de Luis”; porque asoma la oreja eso de que a algunos les molestaría que otros hagan lo que ellos no pueden, no quieren, no saben o no se atreven a hacer; pese a que al subir la limitación, nadie estaría obligando a nadie a viajar a dichos nuevos límites, lo mismo que tampoco se obliga ahora a ir a los actuales más reducidos. Pero con límites más altos todavía quedaría más patente la diferencia entre lo que unos saben, quieren, pueden y se atreven a hacer, y otros no; pero ya sin poder tildar de “peligro de la carretera” a los primeros, y eso les fastidia. Por supuesto, nuestro tenaz opositor podría agarrarse a que, con limitaciones más altas, algunos, o muchos, de los incompetentes que no lo reconocen empezarían a viajar a dichas velocidades. Muy cierto, pero ¿no ocurre eso mismo ahora? Porque no sé yo que muchas autoescuelas hagan prácticas en las autovía a 120 km/h reales.

De modo que (a falta de la popularización de cursillos de perfeccionamiento de conducción) la función crea el órgano, y es la práctica la que luego va puliendo a unos y a otros. De todos modos, para ir más rápido en autovía tampoco hacen falta grandes capacidades, salvo la prudencia de levantar el pie en cuanto no se vean las cosas claras; otra cosa es intentar tomar curvas un poco comprometidas si no se está seguro de lo que se lleva entre manos. En cualquier caso, sí que resultaría enternecedora semejante preocupación por la seguridad vial por parte de quien, tras volver medio loco a este blog con sus inverosímiles consumos, acabó reconociendo paladinamente que a sus 80/100 km/h de crucero en carretera y autovía, obliga a camiones y autobuses a cambiar de carril para adelantarle.

En cuanto al argumento de cómo distinguir al incompetente, le daré a “emprendeitor” alguna pista; claro que, para eso, hace falta viajar a unos cruceros un poco más alegres que los suyos. Pongamos mi recorrido habitual, en zona de carretera y a 120; otro usuario, que marcha por delante algo más lento, aunque quizás ya incumpliendo igual que yo, ha ido acelerando su marcha al ver que me acerco, y nos aproximamos a una curva, que se toma con la gorra no a 120, sino también a 140. Pues si, 80 metros antes de llegar a ella, veo que enciende los “tomates” de la luz de freno, ya sé a ciencia cierta que es, por partida doble o triple, incompetente como conductor, traumatizado por no querer dejarse adelantar, y un perfecto gilipollas en términos generales, porque si pretende “picarse” (allá él), al menos hay que tener un poquito de nivel. ¿Ve qué fácil se descubre a un incompetente?

Con la teoría de “emprendeitor”, y dado que en España el ya manido 90% se autotitula liberalmente como gran experto en fútbol (basta con oír las conversaciones en la barra de un bar), y dada la incapacidad de, según nuestro polemista, discernir si se es o no incompetente, no tiene sentido que Luis María Villar, presidente de la correspondiente federación, se haya molestado en buscar primero a Luis Aragonés para ganar la Eurocopa y luego a Vicente del Bosque para hacer lo mismo con el Mundial. Total, con haber pasado por un bar y elegir al que más grite, problema resuelto. Pero no es así; porque al margen de los “bocazas”, los que realizamos alguna actividad con un buen nivel lo sabemos, incluso sin opiniones externas.

Por ello, YO SÉ que sé conducir bien. Ya puestos, publiqué toda una larga entrada sobre el tema, razonada y ordenada, que parece ser gustó bastante a buen número de blogueros, a juzgar por los comentarios; así que la teoría ya la tengo dominada. Y si me sé la teoría, difícil sería que, tras de más de 50 años conduciendo y de tres millones de km recorridos (probando coches en un alto porcentaje de dicho kilometraje), siga vivo sin haberla puesto en práctica. Claro que, con este criterio nihilista de que todos creemos que sabemos, pero no es así, a lo mejor resulta que ni Fernando Alonso sabe conducir.

Y pasemos ya al último tema: el Código (actualmente Reglamento) de la Circulación debe ser, básicamente y a mi juicio, la plasmación del sentido común aplicado al fenómeno del tráfico; sobre todo en lo relativo al manejo y resolución de las situaciones concretas, ya que éstas deben resolverse, en muchos casos, en décimas de segundo, y lo ideal es que la norma siga el camino de lo lógico, racional y razonable. En la mayoría de los casos así es, afortunadamente. Y luego está el otro aspecto, que es el diseño de las infraestructuras y la gestión del tráfico, actividades de amplia influencia en la economía y el funcionamiento social de la comunidad, tanto nacional como internacional.

Respecto a esto, hace poco escribí lo siguiente: “La circulación, el tráfico o como se le quiera llamar a la utilización conjunta de múltiples vehículos sobre vías comunes, no es una ciencia, ni siquiera aproximativa; se trata de un fenómeno a cuyo conocimiento se llega por métodos empíricos, porque no hay una disciplina científica concreta que lo abarque: la física, la ingeniería, la meteorología, la medicina, la psicología y diversas ramas de la sociología tienen arte y parte en la comprensión de una actividad tan especial. Por ello, para captar sus múltiples facetas, hay dos métodos complementarios: la observación de lo que ocurre realmente en la carretera, y la acumulación de datos estadísticos”. Como es habitual, “emprendeitor” saltó a la palestra, con lo siguiente: “Sobre el tema de que la conducción no es una ciencia, se equivoca. La gestión del tráfico es una disciplina a la que, como a muchas otras, se llega efectivamente a través de métodos empíricos… pero que responde a casuísticas, que permiten modelizar métodos teóricos…. El tráfico es una más de las múltiples disciplinas que responden a la teoría del caos (múltiples entradas con múltiples interacciones, de forma que un pequeño cambio puede tener efectos de magnitudes muy diversas imposibles de prever con sistemas simples). Es una disciplina compleja, pero con reglas, con casuística, con modelizaciones que son efectivas y se cumplen. Claro que hay que observar. Pero observar toda la vida no le convierte en más experto que alguien que observa, y no sólo hace eso sino que estudia las observaciones, busca patrones, simula (a través de distintos programas y funciones), el comportamiento real del tráfico, etc”.

Y también como es habitual, a “emprendeitor” le ciega su obsesión por contradecirme, y no es capaz de leer con atención lo que he escrito. Porque lo que yo he dicho (véase más arriba) es que el tráfico, como actividad de utilización conjunta de vehículos sobre una vía, no es una ciencia; yo no me refería en ningún momento a la gestión del tráfico. Ésta puede que sea una ciencia o no, según la manga ancha que se tenga para admitir algo como ciencia; de entrada, el propio “emprendeitor”, incluso a la gestión, que es a lo que él se refiere, la denomina varias veces como disciplina, que es algo bastante menos enfático que decir ciencia. En cualquier caso, sobre la gestión y sus modelizaciones, otro comentarista, “Slayer” en este caso, le para los pies en seco: “Sí, es una ciencia. Pero en esa ciencia hay trabajando gente que no tiene ni puta idea ni de lo que es un coche, ni de lo que es conducir. Y se dilapidan auténticas fortunas en simular perogrulladas”. Se puede decir más alto, pero no más claro; yo desde luego, no conozco demasiado a esa gente que decide si una autovía debe de ser de dos o tres carriles (luego acaba siempre colapsada, porque el tráfico real no está educado, y todos van por la izquierda). Pero si como muestra basta un botón, hay una cátedra dedicada a la Psicología de la Conducción, en la Universidad de Valencia, cuto titular hace muchos años que defendía que, a partir de 130 km/h (otras veces decía 140 o 150), se produce un cataclismo sensorial (esa era, ni más ni menos, la definición) que impedía apreciar tiempos, distancias y velocidades. Cuando lo oí por primera vez, concluí que yo estaba muerto desde mucho tiempo atrás, y que no era más que un “zombi”; pero aquí sigo.

Así que distingamos la gestión (apoyada básicamente en estadísticas, y a partir de ellas que quien quiera elabore todas las modelizaciones y simulaciones que considere oportunas), de la conducción real, el manejo de un coche metido en el tráfico e interactuando con el resto de usuarios. Y todas las simulaciones de la más perfecta gestión no me dicen absolutamente nada, al embocar una rotonda, acerca de cómo se va a comportar el tío que ya está dentro, o el que se aproxima por la siguiente entrada a mi derecha; lo tengo que adivinar yo, por experiencia, observación y conocimiento de lo que es el tráfico real. De las estadísticas, las únicas que me ayudan son, en todo caso, las que predicen cómo estará de congestionada una carretera, aunque se equivoquen como este verano, prediciendo unos atascos que la crisis se ha encargado de eliminar de un plumazo. Así pues, si admitimos que la gestión del tráfico es una ciencia, yo reivindico que la conducción dentro del tráfico puede llegar a ser un arte. En cuya ejecución, el buen conductor utiliza retazos, pero sólo eso, de otros saberes como la física, la meteorología, la medicina, la psicología y la sociología, ya que la conducción dentro del tráfico, todavía mucho más que su gestión, sí que es un fenómeno, o actividad, tremendamente multidisciplinar.

Pero, al margen de un aceptable nivel técnico en el manejo del vehículo, y de conducir variando entre todas las gamas de velocidades que habitualmente se emplean en la circulación, desde un atasco hasta las autobahnen alemanas (para tener experiencia directa de los distintos problemas que se plantean), la clave para comprender el tráfico real se apoya en la interiorización inteligente de lo que la observación nos ha ido suministrando (no hace falta apuntarlo en un cuadernito; si las meninges no dan para más, ni el cuadernito, ni las simulaciones, sirven de nada).

Y a este respecto, eso de que “observar toda la vida no le convierte en más experto que alguien que observa, y no sólo hace eso, sino que estudia las observaciones, busca patrones y simula el comportamiento real del tráfico”, me parece una afirmación arriesgadísima. Primero, presupone que los teóricos de la modelización participan en el tráfico con asiduidad y amplio kilometraje; me permito, al menos, ponerlo en cuarentena. Segundo, si lo conocen de primera mano, como desde luego lo conocemos muchos otros, no veo la necesidad de “simular” dicho comportamiento; esto lo precisará quien no sale del laboratorio y trabaja con videos y estadísticas aportados por otros. En fin, me remito a la opinión de “Slayer” sobre algunos de quienes se dedican a estas actividades; ya he dado antes un botón de muestra. Y sí, en la comprensión directa del tráfico real, me considero más experto que quizás una mayoría de los suyos, porque mientras ellos están con la teoría del caos (ya se sabe, aleteo de mariposa en Nueva York, tifón en el Mar de la China), yo estoy en el asfalto con los ojos bien abiertos. Y mal que les pese a algunos, la veteranía es un grado, como en la mili.

Un trabajo serio es el del Equipo de Investigación de Accidentes de Volvo, que acaba de celebrar su 40 aniversario. Y esto es lo que dice John Fredrik Grönvall, jefe de equipo: “Nuestro trabajo sigue dos caminos: uno, estudiar en profundidad cada accidente, y analizar el comportamiento de los sistemas de seguridad (esto les interesa especialmente como marca). Dos: estadísticas lo más amplias posibles que permitan predecir la posibilidad de que ocurra un cierto tipo de accidente. Pero para ello necesitaríamos comprender el comportamiento del conductor y como influye en la secuencia de acontecimientos que dan lugar a un accidente en la vida real” (esto es lo que nos interesa a nosotros). De modo que, tras cuarenta años de intenso trabajo, se sigue reconociendo que la clave está en el comportamiento del conductor; y para conocer esto, no hay otro camino que la observación directa (o en vídeo, pero no los hay cada 500 metros) de lo que ocurre en carretera. Como se dice en matemáticas, “es lo que queríamos demostrar”.

En la serie de relatos de Isaac Asimov sobre robots, siempre tienen gran importancia sus tres leyes, que más o menos y si no recuerdo mal, son: no hacer nunca daño, ni permitir que algo o alguien se lo haga a un humano; no hacer algo que pueda dañarle a sí mismo; con la salvedad (3ª ley) de proteger del peligro a un humano incluso al precio de la propia autodestrucción. Y en uno de los últimos relatos de “Yo, robot”, el propio Asimov plantea un caso en el que el pobre robot no puede cumplir con dichas leyes, porque haga lo que haga, se autodestruye, no puede salvar al humano, pero a pesar de todo debe intentarlo; al pobre artefacto casi se le queman los circuitos intentando cuadrar el círculo. Y en esta situación veo yo al conductor cumplidor de la ley a rajatabla que llega a una rotonda, el que lleva delante frena muchísimo más de lo razonable, el que lleva detrás no se entera y frena poco o nada, y él tiene que decidir entre quedar cogido en sándwich, o saltarse el balizado pintado en el suelo y, aunque sea a contramano, salvar la situación. ¿Pisará la prohibida baliza? ¿Sí? ¿No? ¡Qué angustia existencial, y en décimas de segundo! Otros no tendríamos el menor problema para resolver la situación, y que le zurzan al balizado del suelo.

Yo no quiero ser un robot. Y no renuncio al uso de la inteligencia responsable y selectiva, aunque en momentos puntuales (o situaciones prolongadas, como la velocidad de crucero), pueda entrar en conflicto con la letra de alguna ley. En no sé qué epístola, S. Pablo escribió una frase digna de ser grabada en mármol: “La letra mata, el espíritu vivifica”. Pues eso.

Salir de la versión móvil