En un comentario reciente prometí contar ciertas experiencias, que en algún caso considero algo más que anecdóticas, referentes al comportamiento de algunos conductores de vehículos de transporte ligero, ya se trate de lo que antes se catalogaban como derivados de turismo (hace tiempo que ya no lo son), como de las furgonetas ligeras y medias que en “argot” profesional se denominan genéricamente como “furgoneta blanca”, ya que, a la salida de fábrica, la inmensa mayoría son de este color. Este asunto lo he tratado de modo más o menos recurrente a lo largo de las dos últimas décadas, en columnas de opinión que publiqué, primero en “Autovía” y posteriormente en “Automóvil”, a lo largo de dicho período de tiempo. El primero de dichos comentarios apareció a finales de 1993, y atrajo bastante interés, a juzgar por la cantidad de cartas que recibí, prácticamente todas solidarizándose con mis opiniones; entonces eran cartas (algunas he guardado; muy pocas, la verdad) porque lo del e-mail estaba entonces en mantillas, si es que había nacido, cronología que me considero absolutamente incapaz de recordar.
El título de la mencionada columna era «El síndrome C-15D», y en ella me refería al agresivo estilo de conducción practicado por muchos de los más jóvenes conductores de aquel recordado y mítico industrial ligero, con el que emprendían gratuitas cruzadas velocísticas del tipo «yo el primero» frente a cualquier otro vehículo de más de tres ruedas, ya fuese éste desde un Biscuter hasta un Porsche. Y digo Porsche, porque aquí surge la primera anécdota, que me ocurrió yendo al volante no recuerdo si todavía de un 944 o ya de un 968.
El hecho es que bajaba, en dirección al centro de Madrid, por el tramo norte del paseo de la Castellana, entre las plazas de Castilla y de San Juan de la Cruz; un recorrido de entre kilómetro y kilómetro y medio, con por lo menos media docena de semáforos, que aquel día estaban diabólicamente sincronizados para que te cogiesen todos en rojo. Ya en el primero, ubicado yo en el carril izquierdo de los varios disponibles, se sitúa a mi lado una de las mencionadas C-15D, que nada más ponerse el semáforo verde, arranca rechinando ruedas; salvo en situaciones muy concretas, no me gusta pisar a fondo ni apurar las vueltas en 1ª, para no maltratar inútilmente la transmisión, así que hice unos veinte metros a medio gas, y pasé a segunda, y entonces ya metí el pie un poco más a fondo. Ya que el muchacho parecía querer comprobar lo que andaba el Porsche, le ofrecí gratis la demostración. Apenas si había pasado a 3ª, cuando hubo que frenar, pues el siguiente semáforo también estaba rojo, y volvimos a la posición del cuadro 1. Cual no sería mi sorpresa, cuando en la siguiente arrancada el de la C-15D hizo lo mismo, y yo también. Y así bajamos hasta S. Juan de la Cruz, él arrancando como un poseso, y yo adelantándole casi con parsimonia, dada la evidente superioridad de mi vehículo, durante al menos media docena de veces.
Estos comportamientos se derivan de la manía de extrapolar algunos casos concretos, según el siguiente razonamiento: si soy capaz de ir con mi furgoneta más rápido que muchos turismos, esto quiere decir que soy más rápido que todos los turismos, o al menos que cualquier conjunto turismo/conductor español que me encuentre. El de dicha C-15D no fue capaz de apearse de esta postura ni con seis demostraciones seguidas, y dicho en términos taurinos, “recargaba en varas” con denuedo.
Pero pasemos a la furgoneta; durante bastantes años, casi las únicas «furgonas» que de verdad iban «encendidas» eran las de reparto de prensa: casi siempre de noche, por supuesto que en carretera y, por lo general, en itinerarios que el conductor conocía de memoria. Solían ser Mercedes a las que se les instalaba un turbo (sin «intercooler» pero con la válvula de descarga tarada muy alta), por lo que el motor quizás no duraba mucho; pero mientras tanto, cuando alcanzaban a un conductor medio, poco habituado a conducir de noche, le amargaban el viaje.
De esta época de las primeras furgonetas con ínfulas de andar rápido, recuerdo otra anécdota, anterior a la ya citada, pues sería sobre 1986, si mal no recuerdo, a juzgar por el coche que yo llevaba, que era un Opel Rekord 2.2i de 115 CV, con un motor muy “trotón” en cuanto a potencia en alta, pero de muchos bajos. También la anécdota es de ciudad; porque en carretera, francamente, yo solía dar pocas oportunidades de crear problemas a aquellas furgonetas. Pues bien, yo salía de Moncloa y recorría toda la calle Princesa, cruzaba Plaza de España y seguía por la Gran Vía: nada más embocar Princesa, una furgoneta se empeñó en adelantarme por uno y otro lado, como si en ello le fuese la vida a su conductor. Sin necesidad de despeinarme, fui aprovechando los huecos y mi mejor aceleración para mantenerme en cabeza (en dicha ocasión los semáforos fueron benévolos), y llegamos a Plaza de España, en cuyo último semáforo nos tuvimos que parar, yo a la izquierda y él a mi derecha.
Era un joven de poco más de 20 años, que bajó la ventanilla y, muy doctoral, me dijo “¡Te vas a matar conduciendo así!” (tuvo gracia, yendo yo con un turismo de último modelo, y él con una furgoneta). Pero la manía de extrapolar y suponer que todos los conductores de turismo son malos (muchos lo eran y lo son, ciertamente) pudo más que la prudencia; así que, muy educadamente y sonriendo de oreja a oreja, le pedí que aparcase junto al bordillo. Lo hizo, y cuando él sin duda esperaba que yo le fuese a increpar de un modo u otro, saqué mi tarjeta de “Automóvil” en la que figuraba como Director Técnico, y se la di, añadiendo: “Cuando quieras saber algo de coches, me llamas”. Se quedó un tanto cortado, pero intentó salvar la cara: “En casa tenemos varios coches, y los conduzco todos”. De modo que suavemente le contesté: pero yo tengo uno cada semana, y para probarlo, no sólo para usarlo. Ya no supo qué responder, y ahí acabó todo.
Con posterioridad, los de la C-15D tuvieron sus herederos en ciertos conductores de Berlingo, Kangoo, Doblò, etc; pero o bien ya eran mucho más discretos o al menos lo parecían, ya que estaban siendo, si no sustituidos (y no con ventaja, para desgracia del resto de conductores) sí al menos ensombrecidos por una nueva especie mucho más peligrosa y predadora: el conductor de «furgona”. A la Mercedes Vito se le fueron uniendo nuevas generaciones de Transit (también ya con tracción delantera) y de la familia Ducato/Jumper/Boxer (también con propulsión trasera); todos llevan modernos turbodiesel de inyección directa con «intercooler», cuya potencia autoriza unos desarrollos con los que mantienen cruceros de 140/150 km/h reales. No entremos ahora en si esto (legalidad aparte) es una barbaridad o no; que sí que lo es, porque mientras todo va bien, santo y bueno, pero cuando vienen mal dadas, el comportamiento es el de un camioncito, no el de un turismo.
Pero mientras los aguerridos conductores de la C-15D de antes, a similar peso y tamaño con un turismo, tan sólo intentaban apurar más en salida, frenada y curvas, algunos prepotentes conductores de las nuevas «furgonas» pasan a la intimidación física, apoyándose en la masa y volumen de su vehículo. El comportamiento de estos agresivos conductores tiene dos facetas opuestas, pero ambas apoyadas en su amenazante tamaño: adelantar cuando no viene a cuento, y no dejarse adelantar cuando deberían ceder la posición. En el primer caso, la táctica consiste en achuchar al coche que les precede, cuando el tráfico está congestionado; a nadie le hace gracia llevar pegado a dos metros, en tráfico intenso, a un vehículo de tres toneladas, cuya capacidad de frenada y maniobra no es, ni de lejos, la de un turismo. Se trata de «quítate tú para que me ponga yo»; hasta que el conductor de delante, asustado, acaba apartándose, y ya han ganado un hueco. Como los de años antes, estos muchachos tienden a extrapolar, y porque con frecuencia adelantan a turismos, ya piensan que todo turismo debe darse por adelantado, y cederles el sitio por real decreto.
Y ahora vamos al extremo contrario, que probablemente sea peor todavía, porque al que te sigue demasiado de cerca siempre se le puede aplicar la táctica de tocar el freno con el pie izquierdo, para encender la luz de freno pero sin frenar, y simplemente levantar un poco el pie del acelerador, para dejar algo más de distancia con el que coche que llevamos delante, por más que el furgonetero dé las luces o toque la bocina. Una vez abierto un pequeño hueco, volver a acelerar y acercarse nuevamente al coche de delante. Y si el de detrás vuelve a la carga, pues otra cucharada de la misma medicina, ya que es una maniobra sin riesgo, puesto que no se frena en ningún momento; y al cabo de dos o tres intentos, hasta el conductor más agresivo acaba comprendiendo que “ha pinchado en hueso” y se conformará con quedarse en su sitio, hasta que el tráfico se aclare, y entonces ya se verá quien va a ir más rápido.
Pero, como iba diciendo, el que no se quiere dejar adelantar plantea más problemas, porque procura bloquear el paso, y para ello dispone de un vehículo más voluminoso. Por supuesto, este tipo de conductores son practicantes de la teoría de la extrapolación, convencidos de que, tanto ellos como conductores y su furgoneta como vehículo, ya andan todo lo rápido que se debe andar. Sigo sin comprender qué extraño placer puede obtener semejante conductor del hecho de ir incrementando su marcha de crucero 10, 20 o 30 km/h según ven aproximarse por el retrovisor a un turismo que viene más rápido. Algo que les produce una satisfacción casi orgásmica es intentar abortarle el adelantamiento al turismo, cuando un «prohibido adelantar» se perfila en el horizonte; entonces literalmente le meten el pie hasta la bomba de inyección, quedando sumamente chasqueados si, a pesar de todo, la capacidad de aceleración del turismo permite rematar con éxito el adelantamiento. En honor a la verdad, este comportamiento no es exclusivo de los conductores de furgoneta, puesto que también lo aplican algunos usuarios de turismos, en especial los de coches de alta gama que circulan relativamente pausados, pero que llevan muy mal que otros, con coches aparentemente inferiores al suyo (sin duda en precio, aunque no siempre en prestaciones), intenten adelantarles.
Pero aquí estamos centrados en el asunto de las furgonetas, y al respecto tengo una experiencia que supone un increíble caso límite de esta costumbre de no soportar ser adelantados. Durante varios años, en el otro recorrido habitual de pruebas (más tortuoso, pero en conducción rápida y deportiva), he venido coincidiendo, en una autovía radial y todavía de noche o entre dos luces, con unas furgonetas de una de las más importantes empresas de desguaces y repuestos de la zona Centro. Eran dos Mercedes Sprinter, que solían viajar agrupadas, y por encima de los 150 km/h reales de crucero. Pues bien, un día (mas bien todavía noche) y por las causas que fuera, la primera furgoneta había descolgado a la otra, que intentaba recuperar terreno.
Un turismo todavía algo más rápido seguía a esta última, que no se echaba a la derecha aunque no tenía nadie por delante; entonces llegué yo, más rápido aún, y al advertir desde lejos el panorama, corté por lo sano y para evitar líos innecesarios adelanté a ambos limpiamente por la derecha, me despegué de ellos y me aproximé a la otra furgoneta, que iba varios cientos de metros más adelante. Pero la maniobra frustró mucho al conductor de la segunda, que por lo visto pensaba llevar a todos los pocos usuarios de la autovía detrás suyo hasta conectar con la primera, y sin duda debió de llamar, por emisora o por teléfono, al conductor de la de delante comunicándole que un turismo había tenido la osadía de adelantarle.
Y ahora llega lo increíble: la furgoneta que iba en cabeza alcanzó a un camión antes de que yo le alcanzase a su vez a ella, y ya emparejada con el camión, redujo la velocidad hasta igualarla con la del vehículo pesado, bloqueando la autovía. Aguantó así hasta que llegó la segunda furgoneta, momento en el que ya aceleró, y superó al camión; naturalmente, yo ya me esperaba la maniobra siguiente, consistente en bloquearme a mí, y hacerle hueco a su compañero, para entre los dos llevarme detrás suyo. Pero les salió el tiro por la culata, ya que ya llevaba un coche de alta prestación (los únicos con los que valía la pena hacer dicho recorrido), así que en un hábil regate, le amagué por un lado y me pasé como un rayo al contrario, adelantándole y dejándoles nuevamente chasqueados.
Me pregunto: ¿qué concepto del tráfico tienen estos resentidos, acomplejados y traumatizados conductores de furgoneta, que no son capaces de admitir que un turismo pueda circular más rápido que ellos? ¿Qué harían si llevasen un Porsche entre las manos; o acaso su frustración viene, precisamente, de no llevarlo? Esto lo publiqué, tal cual, a las pocas semanas de haber ocurrido, y cual no sería mi sorpresa al recibir el e-mail de un lector residente en la zona donde ocurrió el incidente, comentándome lo siguiente: su mujer salía a trabajar sobre esa hora, y tenía que hacer un recorrido por el tramo en cuestión. Tal era la situación de “stress” y pánico que llegaron a producirle los conductores de dichas dos furgonetas (cuyas características me confirmó con pelos y señales), que se había cambiado de trabajo para no tener que seguir coincidiendo con ellos. Sin duda, dicha señora no sería un prodigio de soltura al volante, ni de veteranía y “colmillo retorcido” en tales situaciones, ni tenía por qué serlo. Pero el conjunto de las dos anécdotas define muy claramente cuál puede llegar a ser el nivel de agresividad y comportamiento incivilizado de algunos de estos conductores.