Creo haber comentado en alguna ocasión, e incluso haberlo demostrado con alguna de las cosas que escribo, que no soy nada corporativista; me considero más bien informador o comunicador de temas del motor antes que periodista, y no sólo porque este sustantivo corresponde a una titulación universitaria que no tengo, sino porque hay muchísimas categorías de periodistas (desde despreciables hasta dignísimas), y prefiero no tener que andar continuamente dando explicaciones. No obstante, hay que rendirse a la evidencia y, si quiere uno ahorrarse tener que largar una parrafada, dices “soy periodista del motor”, y listo. Pero no me considero, en absoluto, colega profesional de esos que aparecen en ciertos tipos de programas en TV hurgando en la vida y milagros de personajes tan deleznables o más que ellos, a cuyo encumbramiento como personajes públicos populares han contribuido en una vergonzosa simbiosis, lo cual da una imagen bastante lamentable del nivel sociocultural de este país; ¡qué le vamos a hacer!.
Por fortuna, mis colegas de especialidad y yo mismo tenemos la suerte de ganarnos la vida, mal que bien, informando y comunicándonos con unos seguidores, clientes, lectores o como quiere llamárseles, que constituyen un nicho selecto dentro del tema que tratamos; que es, ni más ni menos, el de un fenómeno social y económico de máxima relevancia en el siglo pasado y el actual, como es la automoción, en sus múltiples facetas. Creo que me puedo sentir orgulloso de contribuir, bien que modestamente y con el alcance que tengan los distintos medios desde los que he ejercido y sigo ejerciendo mi profesión, a informar, aclarar conceptos y dar algún consejo que otro, en lo que valga, para contribuir a mejorar el disfrute y la seguridad en el uso de ese artefacto de tan magnética atracción como es el automóvil. Soy consciente de que nuestra labor (quizás el caso de quien escribe del motor en un diario de gran tirada pueda ser distinto) no alcanza a más allá de un 10% o, como mucho, un 15% de los automovilistas, y eso contando a los que les llega nuestra información de rebote, en esas conversaciones de “barra de bar” en las que nuestros interlocutores habituales suelen llevar la voz cantante. Y la llevan porque constituyen una élite dentro de ese grupo social tan tremendamente extenso como es el del automovilista (hoy en día, decir ciudadano y usuario del automóvil es poco menos que sinónimo); y son élite porque son aficionados, con interés por conocer y disfrutar, cuanto más mejor, del uso de ese vehículo, e incluso de seguir, en muchos casos, las manifestaciones deportivas que con él se realizan.
Por ello mismo, siento un gran respeto por todos los integrantes de esta comunidad de aficionados: lectores, blogueros, radioyentes y en los pocos pero meritorios casos en que ha lugar, telespectadores de programas informativos del motor. Unos son más técnicos, otros más bien usuarios de a pie, algunos exaltados, otros reflexivos, pero a todos les une el interés por el automóvil (y la motocicleta); y por el tráfico, que es el medio ambiente, circuitos y rallyes aparte, donde se desenvuelve la actividad que nos aglutina. Podré discutir, como ya ha ocurrido en este blog, con algunos de ellos; pero lo que nunca se me ocurre pensar es que sean tontos, y menos cuando se habla de nuestro tema específico. Y esto es lo que parece que piensan algunos de los colegas de la información, básicamente en los medios audiovisuales, cuando se dirigen a su público, indudablemente más amplio y, por ello mismo, de menor nivel de conocimiento del tema que el de mis contertulios habituales. Pero el hecho de que entiendan algo, o incluso bastante menos, no significa que tengan que ser más tontos. Ya me sé de memoria el latiguillo que cuentan cuando les planteas la cuestión: es que vosotros (los de la prensa especializada) escribís para entendidos, pero nosotros tenemos que hablar para el gran público. Pues razón de más para poder realizar una magnífica, si bien superficial, labor didáctica, huyendo de la proliferación de lugares comunes, frases hechas y frases para tontos.
Porque, y aquí entro ya de lleno en el tema de esta entrada, muchas de las frases que se repiten como soniquetes parecen destinadas a gentes de muy bajo coeficiente intelectual. Dejo aparte la utilización de un léxico “cheli” muy frecuente en los periódicos deportivos y en algunos blogs, que pretenden crear un ambiente de complicidad con el lector a base de rebajar el nivel idiomático y gramatical de sus titulares y contenidos. Así, cuando un piloto (o un deportista cualquiera, podría ser un tenista) consigue un buen resultado en los entrenamientos o en las primeras fases eliminatorias de un torneo, no es que preocupe a sus rivales, es que “les mete miedo”. Y cuando alguno hace unas declaraciones más o menos agresivas, hirientes o irónicas respecto a un rival, lo que hace es “mandarle un recadito”. Son latiguillos del hablar popular moderno, que se utilizan para crear el ya citado ambiente de complicidad con un público al que el propio periodista ya considera, por lo visto, más accesible si se le habla así. Pues bueno.
Pero a lo que yo apunto es a la utilización reiterativa y habitual de frases y locuciones, en ocasiones rimbombantes y en otras simplemente inadecuadas, para expresar obviedades, evidencias y lugares comunes con frases que parecen poner en duda el nivel intelectual de quien las recibe. Así, por ejemplo, para decirnos que un acontecimiento va a ser interesante, se ha puesto de moda decir que “no va a dejar indiferente a nadie”. Al margen de lo innecesariamente larga, la frase presupone que el lector, oyente o televidente tiene algún interés especial en que gane Fulano o Mengano, porque yo puedo tener interés en ver tal o cual carrera, porque promete ser competida, y en cambio estar totalmente indiferente respecto al resultado, porque no soy “fan” de ningún competidor en concreto.
No obstante, el despropósito sube un grado cuando, previo al inicio del acontecimiento deportivo de que se trate, un eminente pensador nos advierte que “todo puede ocurrir”. Toma ya; se da por supuesto, porque de lo contrario, no haría falta celebrar la prueba en cuestión. Otra cosa es que, por el conocimiento de las fuerzas de unos y otros contrincantes, el pronóstico se incline más o menos abiertamente hacia uno o unos, que hacia otro u otros, pero nada más. De no ser así, no existiría ningún tipo de apuestas deportivas, y la Liga de fútbol, por poner un ejemplo, se resolvía analizando los presupuestos de los clubs, y concediéndoles la clasificación de mayor a menor inversión en jugadores (y entrenador, si se le quiere añadir). Si se han gastado más dinero, lo lógico sería que ganen; pero el deporte, y tantas otras manifestaciones de la vida cotidiana, no tiene por qué regirse por la lógica. Así que, en efecto, “todo puede ocurrir”, y por eso lo estamos contemplando en la TV, para ver lo que ocurre como simple desarrollo, que puede ser interesante, y para saber el resultado, al final.
Pero sigamos con el evento, que para situarlo en nuestro terreno (aunque el fenómeno es extensivo a muchos otros acontecimientos deportivos) supondremos que es una carrera de coches. Se han cubierto las tres o cuatro primeras vueltas de una prueba que es a sesenta, y ya empieza uno de los comentaristas a colocarnos una nueva versión del cuento de la lechera, pronosticando lo que va a ocurrir, a condición de que Fulano haga esto o Mengano deje de hacer lo otro. Y entonces llega la puntualización del colega sensato, que en vez de decirle al futurólogo “deja ya de hacer profecías baratas” (por no decirle “deja ya de decir tonterías”), comenta, muy apaciguador: “todavía queda mucha carrera por delante”. Y tanta, como se advierte en una ventanita que, en todo tipo de competición, nos va advirtiendo del tiempo, vueltas que van y/o que faltan, y puntuación del juego, cuando la hay. Total, que el segundo comentarista, en su afán por frenar la verborrea del primer lenguaraz, nos acaba tomando por tontos, pues ya tenemos la ventanita con las vueltas. Y cuando vayamos por dos tercios de carrera, no faltará quien diga “todavía está todo por decidir”.
Pero esta última obviedad palidece ante otra que, cuando ya sólo faltan cinco vueltas, casi ningún comentarista de algún tipo de carreras (y de otras cosas, repito, pero vamos a lo nuestro) se reprime en pronunciar, como un campanudo remedo del “Delenda est Cartago” de Cicerón: “En la Fórmula 1, hasta que no cae la bandera a cuadros, todo puede ocurrir”; toma, y en una carrera de pueblo todavía más, pues tanto el material como los pilotos son bastantes más impredecibles. Lo bueno es que lo de “Fórmula 1” podemos sustituirlo por cualquier otra disciplina; porque cada locutor está convencido de que es en “su” carrera el único lugar del mundo en el que se cumple el milagro de que “todo puede ocurrir”.
Si pensásemos con un poquito más de rigor lógico (es lo que intento hacer ahora), convendríamos en que hay, básicamente, dos tipos de competiciones deportivas: las que están limitadas en el tiempo de juego, y las que lo están por la distancia o la puntuación. En las de este segundo tipo, hasta que uno no gana, siempre se le puede dar la vuelta al resultado, por muy en contra que esté; podrá ser dificilísimo, pero nunca imposible. Si es por distancia (básicamente carreras), al que va delante, por mucha ventaja que lleve, siempre se le puede torcer un tobillo o partírsele un palier dos curvas antes de meta. Y si es por puntos, puedes ir perdiendo un partido de tenis al mejor de cinco por 6-0, 6-0 y 5-0 con 40-0 en contra, y le puedes dar la vuelta. Por el contrario, cuando el límite lo marca el tiempo, hay situaciones irreversibles: si en un partido de fútbol vas perdiendo por 10-0 y sólo falta un minuto (incluyendo los añadidos), el partido está perdido irremisiblemente, porque no hay tiempo material de meter un gol, recoger el balón, llevarlo al círculo central, volver a ponerlo en juego, meter otro gol, y así hasta once veces. Y eso, incluso aunque el portero de tu equipo tenga más moral que el del Alcoyano.
Pero todavía queda alguna frase impactante más, como ésta que es común a los comentaristas de casi cualquier tipo de deporte o incluso del ámbito taurino: “estos hombres son de una madera (o una pasta) distinta”. Esta sentencia tiene mucho éxito cuando se habla del retorno a su actividad de alguien que ha sufrido una lesión, un accidente o una cogida. En primer lugar, hay que distinguir entre lesiones y lesiones; por haber sufrido de todas ellas, me atrevo a dividirlas en cuatro grandes grupos, que luego pueden combinarse entre sí: fracturas de huesos, lesiones musculares (sobrecargas, elongaciones, rotura de fibras), lesiones articulares (luxaciones, esguinces, tendinitis, meniscos) y heridas en tejidos blandos (típica cornada de torero), que pueden afectar sólo a músculos, o también a vasos y nervios importantes. Cada tipo de lesión tiene su propia gravedad intrínseca, pero también su tiempo de recuperación o cicatrización, que no tiene por qué estar en relación directa, necesariamente, con la gravedad del pronóstico. A este respecto, estamos acostumbrados a que una cornada de pronóstico muy grave, si ha sido tratada adecuadamente, le permita al diestro estar toreando (si bien algo mermado de facultades), al cabo de dos semanas, mientras que una lesión grave de vértebras supone meses de estar apartado de terrenos o pistas de juego.
Pero lo importante para que eso de “la madera o la pasta” sea una engañifa, es el tratamiento aplicado. En primer lugar, estamos hablando de gente joven, en general de entre 15 y como mucho 40 años de edad, con magnífica salud y forma física en la inmensa mayoría de los casos, y que, sobre todo (y ésta es la clave) no tiene otra preocupación ni obligación, durante las 24 horas del día, que la de reponerse lo antes posible; y además, tienen a su disposición unos tratamientos y unos profesionales que pocos mortales tienen a su alcance (el ciudadano medio se las arregla con la Seguridad Social o una Sociedad Médica privada), mientras que a ellos les atiende el prestigioso traumatógo Tal, el fisioterapeuta especializado Cual, en la clínica No Sé Cuantos (que puede estar en el extranjero), y durante todo el tiempo que haga falta, con toda clase de radiografías, escáners, TACs, onda corta, artroscopias, hidroterapias, masajes especiales, etc. etc. Así, casi se resucita a un muerto.
No hay que ignorar, ni yo desprecio, la motivación profesional; en primer lugar, el placer de volver a practicar una actividad que, en principio, se debe suponer que les gusta. Pero sobre todo, que día o semana perdida, es dinero que no se ingresa (en el caso de un torero que se pierde una feria importante), o puesto de titular que se pierde en un equipo, porque el suplente te lo levanta, o puntuación que se te escapa en un campeonato (véase el caso de Rossi). Por lo tanto no es de extrañar que, en ocasiones, vuelvan a la actividad incluso sin estar en plenas condiciones y en contra de la opinión de los médicos, pero no porque sean de otra pasta, sino porque se juegan mucha “pasta”. Y para ello cuentan, además, con unos medios que a ningún otro se le pasan por la imaginación; tú te rompes una pierna, y al cabo de unos días (o semanas) te dan unas muletas y un alza de corcho en el zapato contrario. A Rossi le confeccionan una bota muy especial con refuerzos para protegerle la zona dañada; si la bota normal de Rossi ya debe de ser cara, la especial ha debido costar un Congo.
Y por cerrar con el tema de las retransmisiones de carreras, que es el más fértil en ofrecer frutos para estas puntualizaciones, me pasma la forma de manejar las cifras de cronometraje. Por una parte, a los locutores les encanta citar las milésimas completas, añadiendo “milésimas” (se les va media vuelta en decirlo) y por otra, cuando bajan el tiempo de 1.48.000 a 1.47.999 (una miserable milésima de segundo) lo celebran con grandes aspavientos: “¡ya ha bajado a 47!”, como si las 999 milésimas (o sea, un segundo, a efectos prácticos) no contasen para nada. Por lo visto, lo importante es el dígito de las unidades de segundos, y lo de menos, el hecho de que no se ha mejorado más que una milésima de segundo. Comprendo que, con lo reñidas que están las competiciones en la actualidad, hablar sólo en décimas resulta escaso, pero también perder el tiempo en citar milésimas me parece excesivo. Creo yo que con citar las centésimas, y redondeando como Dios manda (de todos es sabido que Dios es un gran matemático) hay más que suficiente. Y redondear quiere decir que 1.47.38 (y no hace falta decir centésimas) va desde 1.47.376 hasta 1.47.385; no es tan difícil, aunque se haya estudiado en rama de Letras.
En gran parte, la culpa de todo esto es que el periodismo televisivo es deudor del radiofónico, y los locutores se creen en la obligación de estar contándote lo que ya estás viendo. No es menos cierto que, al menos a mí así me lo han contado, hay órdenes de que no puede haber más arriba de tres segundos de silencio, y que uno u otro de los locutores o invitados debe estar “dando la brasa”, para que no parezca que se ha ido el sonido. Pues bien, como donde hay patrón no manda marinero, lo que hay que tener es preparado un buen archivo de cosas interesantes a contar para esos momentos en los que la carrera se explica por sí sola. Vuelvo a uno de mis clásicos, pero ayer mismo, cuando escuchaba los entrenamientos de las motos en Indianápolis, cada vez que hablaba Dennis Noyes contaba detalles del máximo interés sobre cómo iban (y por qué) los fichajes de la próxima temporada, o de lo que le acababa de comentar Wayne Rainey cuando le visitó días atrás, o lo que le pasa al chasis de tal o cual piloto que no acaba de encontrarse a gusto con él, y cosas así. Claro que para eso hay que estar enterado, o tener los canales para enterarse; y eso es lo que distingue a un “primer espada” de los novilleros del montón.