En alguna próxima entrada, aunque no me comprometo a fijar fecha, voy a arriesgarme a entrar en un tema muy bonito, que ya fue tratado por Javier Moltó, y que dio lugar a buen número de comentarios. Me refiero a lo de “¿qué es conducir bien?”; asunto sobre el que, por mi parte, ya he escrito a lo largo de los años en más de una ocasión, porque realmente me parece muy interesante. Pero, a fin de dejar algo más de tiempo entre una y otra entrada sobre el mismo tema, y puesto que en el blog siempre lo hay para volver sobre ello cuando se quiera, voy a tocar en esta ocasión otro tema, colateral al antes citado; y que es, ni más ni menos, que la oportunidad de ver en acción a un auténtico gran conductor, lo cual tiene un doble efecto beneficioso: una cura de humildad respecto al propio nivel, y un estímulo para intentar perfeccionarse. Uno de los aspectos más apetecibles de la profesión de informador del motor es tener, al menos de vez en cuando, la oportunidad de sentarse como pasajero con alguno de los realmente grandes del mundo del volante. A lo largo de la pila de años que llevo en ello, he tenido la fortuna de cumplir este sueño en repetidas ocasiones; pero no voy a ponerme ahora a recitar un rosario de nombres, todos ellos gloriosos, sino a centrarme en un trío de anécdotas que reflejan muy bien, al menos a mi parecer, lo que puede aprenderse o al menos admirar (y siempre guardando las distancias), al ver en acción a un consumado piloto.
Una de las ocasiones fue en Sicilia, sobre el recorrido de la añorada Targa Florio: presentaba Ford su Sierra XR-4 2.8i de propulsión trasera (el del enorme alerón posterior) sobre dicho trazado, y habían tenido la feliz idea de invitar a la ya retirada gloria local y máxima referencia en dichas carreteras: Nino Vaccarella, triunfador repetidas veces de la prueba, y a quien tanto Ferrari como Porsche se rifaban para ponerlo al volante de sus coches y así asegurarse un buen resultado, cuando no la victoria absoluta. El bueno de Nino, con santa paciencia, dio varias veces la vuelta a los 72 km del montañoso circuito rutero de las Madonie, llevando cada vez a tres periodistas, primero asustados, luego asombrados y finalmente encantados. Conviene recordar que Vaccarella residía en Palermo, la capital de Sicilia; donde ejercía, cuando no participaba en alguna competición, y hasta que se jubiló, como profesor en un instituto de enseñanza media. Así que, durante años y años, cuando a media tarde acababa de dar clases, cogía su coche particular (en sus primeros tiempos un Fiat “Millecento”, antes de la aparición del 124), y se iba a darle una o dos vueltas al circuito, para memorizarlo; y así día tras día, durante años. Se puede suponer la ventaja que, sobre un recorrido tan largo y tortuoso, suponía esto frente a pilotos que venían de fuera, por mucho que hubiesen participado en años anteriores.
En efecto, pudimos comprobar que se lo sabía de memoria; y mientras tanto, a toda velocidad, nos iba detallando todos y cada uno de los puntos más peliagudos de un trazado con más de tres veces la longitud, y bastante más del triple de curvas, del justamente famoso Nordschleife o “infierno verde” de Nürburgring (22,8 km en aquellos tiempos); naturalmente, una vez en Caltavuturo, no faltó la referencia a la famosa y cerradísima curva dentro del pueblo con el espejo circular tantas veces inmortalizado en otras tantas fotos, con un coche de carreras engañosamente empequeñecido por la convexidad del espejo. Resultaba asombrosa la engañosa facilidad con la que una conjunción de absoluto conocimiento del terreno y una destreza de primer orden podían dar lugar a una conducción tan geométricamente limpia en su trazada, aprovechando cada palmo de la carretera, pero sin ninguna aparente brusquedad. Nino nos explicó que él prácticamente se hacía el circuito completo, salvo la larga recta de boxes (a cuyo inicio, y cada vez que un coche la enfilaba, tiraban un petardo y se gritaba ¡macchina!), sujetando el volante sólo con la mano izquierda y con la derecha sin soltar el pomo de la palanca de cambios, tal era la frecuencia de manejo del mismo que la cantidad y proximidad de curvas exigía.
La segunda experiencia volvió a ser en otra isla italiana, Cerdeña en este caso. En esta ocasión el coche presentado era la segunda versión del Lancia Delta Integrale (la de 185 CV, horquillada entre la primitiva de 165 CV, y las dos posteriores, la de 200 CV y el último “Deltona” de 215 CV). Y el piloto con el que compartí coche era “el Príncipe”, o sea Jorge de Bagration y Mukhrani, legítimo heredero del trono de Georgia, recientemente fallecido en aquellas tierras caucásicas. Antes de seguir con la anécdota, me permitirán los blogueros que divague sobre este gran amigo, para mí el piloto más completo (junto con Salvador Cañellas) que ha habido en España en las últimas décadas. De origen georgiano por línea paterna e italiano por la materna, Jorge (ya huérfano) se crió desde niño en España de la mano de su abuelo; muy joven empezó a correr en moto, pero pronto se pasó a las cuatro ruedas. Como la gran mayoría de los pilotos de aquellos tiempos, era multidisciplinar: compitió en subidas en cuesta, en rallyes y en circuitos, tanto con turismos como monoplazas. De estos últimos, en concreto, guardo de por vida un recuerdo indeleble, en forma de cicatriz en una pierna; en el Circuito del Jarama entró en boxes durante unos entrenamientos con su Tecno de Fórmula 3, los mecánicos le hicieron algunos ajustes y luego tenía que volver a salir, pero era preciso arrancarlo a empujón. Así que allí nos reunimos unos cuantos que estábamos a mano, y empujamos; como no era fácil encontrar un buen apunto de apoyo (el carburador vertical de un cuerpo, en realidad un Weber doble cuerpo con el otro cuerpo eliminado, era mejor no utilizarlo como punto de apoyo), acabé empujando por el arco de seguridad, agachado y medio de lado, para no meter las piernas por delante de la rueda trasera cuando arrancase. Total, que acabé pegándole un patada a la boca de salida del tubo de escape, que todavía estaba pero que muy caliente, pues la parada había sido muy rápida. Aunque por encima del pantalón, me hizo una quemadura de forma semicircular cuya cicatriz blanquecina todavía conservo, aunque ya apenas visible.
Cuando abandonó la competición activa; Jorge pasó a ser el Jefe de Prensa de Fiat y Lancia en España (en Alfa Romeo lo era Luis Villamil, así que el Grupo Fiat Auto tenía unos responsables de prensa de ilustre ejecutoria deportiva, puesto que Luis todavía seguía compitiendo, y durante muchos años). En esa época tuve ocasión de intimar todavía más con Jorge, y cuando se fue a vivir a Marbella, todos los años (durante bastantes) mi mujer y yo bajábamos a visitarles a él y a Nuria del orden de un par de veces al año. Hasta el punto de que, ya muy al final, en alguna ocasión nos confesó: “sois los únicos que venís a verme”.
Pero volvamos a Cerdeña, y a la presentación del Integrale. Como casi todos los grandes pilotos, Jorge era bastante desconfiado respecto al resto de los conductores; así que antes de verse obligado a emparejarse con el último que quedase suelto, me pidió que fuésemos juntos. Yo salí primero, y después de unos cuantos kilómetros y más que suficientes curvas, le pedí que lo cogiese él, aunque en teoría éramos los periodistas quienes debíamos conducir; pero todavía quedaba la tarde (estábamos yendo del aeropuerto al hotel, para comer) y la mañana siguiente. Así que Jorge se puso al volante, deshaciéndose en excusas acerca de que no tenía práctica con la tracción integral, puesto que él siempre había corrido con coches de tracción a dos ruedas: delantera (MINI y Lancia Fulvia), “todo atrás” (Fiat Abarth y Porsche 911), clásicos (BMW 2002, Ford Capri, Alfa GTAm) o de motor central (Lancia Stratos y monoplazas); pues menos mal que no tenía práctica…
Nos quedaban unos treinta kilómetros para el hotel, y más curvas que un cordel de diez metros metido en un bolsillo; Jorge se fue animando progresivamente (y no es que hubiese empezado despacio, precisamente), y aquello se convirtió en toda una demostración de pilotaje del varias veces Campeón de España de Rallyes, frenando con el pie izquierdo. Pero cuando nos faltaban unos cinco kilómetros para llegar, levantó el pie y empezó a quejarse de que el Integrale cada vez se iba más de morro, y se lo achacó a que los neumáticos se estaban degradando. Si mal no recuerdo, del modelo primitivo al que estábamos probando se había pasado de unas 185/60-14 a una pulgada más de llanta, o sea a unas 185/60-15, o quizás 185/55-15; una anchura de sección que hoy nos parecería ridícula, pero así eran las cosas antes de la actual hipertrofia de gomas superanchas. Pues bien, al aparcar en el hotel me dirigí al frontal del coche para echar un vistazo a las gomas, y al momento llamé a Jorge: “Ven a ver lo que has hecho”; los hombros de las dos ruedas delanteras estaban enseñando los alambres, así que no era extraño que el coche morrease. Todo lo que se le ocurrió decir fue: “Pues tampoco le he apretado tanto”. En la salida, las gomas estaban nuevas, o casi; y en cuanto a presión de hinchado, los mecánicos de Lancia ya sabían muy bien lo que tenían que hacer para unas pruebas en terreno montañoso, así que iban más que suficientemente hinchadas; prueba de ello es que, en los primeros kilómetros, el coche se comportaba de maravilla. Pero esto es una muestra de lo que un piloto de alto nivel puede hacer, cuando se desmelena, con unos neumáticos de serie por buenos que estos sean; en aquel caso concreto, creo recordar que unos Michelin MXV-2.
La tercera anécdota de presenciar en vivo y en directo la actuación de un maestro del volante tuvo como protagonista nada más y nada menos que a Juan Manuel Fangio, el inmortal “Chueco”. Mercedes presentaba en Sevilla su primer Clase E, a partir de un cortijo situado en la zona de Los Palacios, y el recorrido, en un largo bucle cerrado con salida y retorno al cortijo, iba hacia el Sur, hacia Villamartín por la Sierra de Montellano; un trazado mixto, no muy montañoso pero de continuas colinas, rasantes y curvas de todo tipo, siempre por carreteras secundarias con muy poco tráfico. Como en el caso de Sicilia, había un piloto invitado, que era Fangio, quien tras de sus dos años con Mercedes (1954 y 1955), siempre estuvo muy ligado a la marca, de la que tuvo una concesión en Argentina; pese a sus cinco títulos mundiales, eso fue lo que sacó en limpio, y poco más. El caso es que, en un momento dado, se organizó que Fangio cogiese un coche (concretamente el E-300 de seis cilindros) y les diese una vuelta por el recorrido de pruebas a algunos periodistas. Hubo carreras pedestres, y los cuatro más rápidos consiguieron meterse en el coche; yo entonces cogí un E-230, también de gasolina pero de cuatro cilindros, y pensé para mis adentros: casi mejor verle conducir desde detrás, siguiéndole; y así fue.
Solo que, en cuanto dejamos la N-IV y cogimos carreteras secundarias, el paso comenzó a avivarse. Yo iba ya con la lengua fuera, y el “abuelo” (por entonces tenía setenta y no sé cuantos años) apretaba más y más; me “tragué” no sé cuantas curvas, bloqueé las ruedas en frenada otras tantas, se me cruzó el coche en alguna que otra ocasión, y apenas si podía mantener el ritmo del de delante, y eso que en carretera abierta es mucho más fácil seguir que abrir pista. Lo curioso es que quien la abría, o sea Fangio, daba la impresión de ni despeinarse: como si tuviese un pacto con el diablo, parecía adivinar una carretera que no había transitado en su vida. Al llegar a un rasante, unas veces frenaba y otras no, y era justo lo que había que hacer; las curvas las dibujaba, y eso que el coche iba despatarrado con el peso de los cinco ocupantes, y no tuvo ni un mal modo en ningún momento, mientras yo iba de cuneta en cuneta corrigiendo la trayectoria continuamente. Claro que, a fin de cuentas, él era Fangio y yo era, simplemente, yo; el caso es que, mal que bien, conseguí retornar al cortijo a su rebufo, y aparcamos los coches. Los cuatro ocupantes se bajaron, le agradecieron el paseo y se fueron; yo esperé discretamente a que acabasen, y entonces me acerqué a saludarle, y expresarle mi admiración por la aparente facilidad con la que había conducido.
“Así que erás vos quien me seguía; pues ya me tenía aburrido e intenté despegarle, pero no pude; vos manejás muy rápido”. Procuré no hincharme como un pavo real ante el cumplido, y tampoco consideré oportuno decirle que, por seguirle, estuve a punto de irme al campo unas cuantas veces. Ya puestos, pegamos la hebra y me comentó unas cuantas cosas de interés. Como, por ejemplo, y a preguntas mías sobre su mítica carrera en Nurburgring en 1957, cuando con su Maserati 250-F batió varias veces seguidas (y por varios segundos cada vez) el récord del circuito, para acabar adelantando en la última vuelta a los Ferraris de Collins y Hawthorn, me dijo que fue algo que nunca había hecho nunca tan al límite, y que al bajarse del coche se juró a sí mismo que nunca volvería a hacer. Recuerdo que Hawthorn comentó luego que, cuando por los retrovisores le vio llegar, se dijo a sí mismo: “Si no me aparto me va a pasar por encima”.
También me comentó la diferencia entre los monoplazas de sus tiempos y los del momento actual (sobre los ’80s), con motor central. “Por entonces llevábamos volantes muy grandes y las ruedas eran estrechas, así que la dirección era muy suave; por el contrario, las cajas de cambio se iban poniendo más y más duras al calentarse, y a veces se acababa con la palma de la mano en carne viva”. Lo cual me recordó que Piero Taruffi, en su libro “La Conducción en Competición”, comentaba que su costumbre, todas las mañanas, era leer el periódico y luego lo enrollaba y lo iba girando entre ambas manos hasta destrozarlo por completo, para endurecer y encallecer las palmas de las manos, por lo mismo que decía Fangio. Al cual le pregunté por la extraña y muy comentada anécdota que le ocurrió en Silverstone en 1954, con el Mercedes carenado de Fórmula 1, cuando acabó con las dos aletas delanteras abolladas por chocar con los barriles metálicos (vacíos, claro) que habían puesto par marcar el “pico” de las curvas. Hasta el punto de que se llegó a comentar que Fangio no sabía conducir coches carrozados, sino monoplazas con las ruedas descubiertas. Silverstone era en origen, y sigue siendo, un aeródromo militar de la II Guerra Mundial, a base de rectas (las pistas de aterrizaje y rodaje) y curvas bastante simples, las de empalmar dichas pistas. Con una raya de pintura blanca habían marcado la pista, pero además, para que nadie cortase el vértice, habían puesto un barril más o menos en el “pico” (o apex, según los anglosajones) de la curva.
Se rió mucho recordándolo, y me dio la explicación: “Llevábamos neumáticos diagonales, con mucha deriva; ceder un palmo en el pico de la curva suponía acabar dos metros más abierto a la salida, así que yo fui dándoles toquecitos a los barriles hasta apartarlos un poco. Los demás se guiaban, más o menos, por la raya blanca; pero yo, una vez apartados los barriles, me ceñía a ellos, pisando la raya, y podía cortar la curva y tomarla un poco más rápido, sin irme fuera a la salida”. Naturalmente, explicarlo parece muy sencillo, pero darle a un barril a cerca de 200 km/h, por muy vacío que esté, para apartarlo un poco abollando la aleta, pero sin cargarse la dirección, exige una finura de trayectoria y una sangre fría que tan solo “El Chueco” y muy pocos más de la época (tan vez Stirling Moss) eran capaces de conservar. “Lo que no sabían, o se olvidaban lo que dijeron eso de los coches carenados, es que yo tengo en el cuerpo muchos más miles de kilómetros pilotando coches con carrocería que monoplazas”.
En efecto, durante toda la década de los ’30s y casi toda la de los ’40s, Fangio (como la mayoría de los grandes pilotos argentinos de la época, tal que los hermanos Gálvez y “El Cabezón o Gordo” Froilán González) había participado en innumerables y larguísimas competiciones de los “Turismo de Carretera” (“albóndigas” les llamaban), una especie de hot-rods pero no para aceleración en línea recta, sino para uso rutero. En ese momento me puse serio, y le dije que yo ya lo sabía, en concreto por un hecho trágico (me reconoció que era el recuerdo más dramático de su vida), ya que mi segundo apellido (Urrutia) coincide con el del copiloto que murió en sus brazos cuando en el Perú (iban nada menos que hasta Colombia, en su frontera con Panamá), se salieron de la carretera y allí estuvieron, tiempo y tiempo, hasta que llegaron las asistencias. Con esta nota triste acabó mi plática con uno de los más grandes pilotos de la historia, si no el mayor.