Esta profesión me obliga, lo mismo que a don Javier Moltó, a viajar muchísimo, especialmente en avión. Creo que en las tres últimas décadas, a diferencia de las anteriores, he hecho más kilómetros por los aires que al volante; no me he molestado en echar los números, pero creo que no ando equivocado. En cualquier caso, tanto viajar tiene como consecuencia que la peripecia automovilística, objeto de todos y cada uno de nuestros viajes, no sea la única sobre la que vamos adquiriendo experiencia, sino que otros aspectos del fenómeno viajero se van haciendo tan conocidos que acaban por permitirnos construir teorías mejor o peor fundamentadas.
No obstante, algunos aspectos de los fenómenos que observo no acaban de encajar, y por más vueltas que le doy, no hay forma de encontrarles una explicación satisfactoria. Javier Moltó se ha especializado en habitaciones de hotel y, últimamente, en alcachofas de ducha, sobre las que yo también opino que hay mucho que decir, y no digamos de sus mandos (¿por qué se empeñan en muchos casos en ponerlos absolutamente redondos, cuando con las manos enjabonadas resulta absolutamente imposible girarlos, por mucho que apretemos?). Pero dado que yo he perdido la costumbre de viajar máquina de fotos en ristre (aunque las actuales sean mucho más pequeñas y ligeras que las de antaño), me tengo que conformar con la observación visual directa, y transmitir mis impresiones simplemente de palabra.
Pero ciertas cosas que veo escapan, como ya he dicho, de mi capacidad de comprensión; y como ante la realidad hay que ser muy humilde, acepto su existencia, aunque me resulte imposible escudriñar las causas de dicha existencia. Todo esto viene a cuento de algo que, auténticamente fascinado, observé desde la ventanilla del avión, y durante un buen rato, mientras cargaban los equipajes en la bodega, cuya puerta estaba justo debajo de la fila de asientos en la que yo ocupaba la correspondiente ventanilla. No es ninguna novedad el mal trato que tradicionalmente se dispensa en los aeropuertos al equipaje facturado; es una de las causas (la otra es la prisa por salir del aeropuerto cuanto antes, sin tener que esperar en la cinta de recogida) de que la gran mayoría de los viajeros con cierta experiencia prefieran viajar con un equipaje que está al límite (y muchas veces claramente lo sobrepasa) de lo que está permitido llevar en cabina.
Todo el mundo hemos visto cómo se caen maletas del tren de vagonetas arrastradas por un pequeño tractor cuando las transportan hasta el avión, maletas que durante minutos y minutos permanecen tiradas en las pistas sin que el personal aeroportuario que pasa a continuación (sea del departamento que sea) se moleste en recogerlas. Y no es porque dichas vagonetas no tengan unas redes laterales para sujetar el equipaje; las tienen, pero nadie las pone, ya que el personal encargado de dicho transporte se conforma con aplicar un estibado harto dudoso en forma aproximadamente piramidal. Los nórdicos y centroeuropeos sostienen, entre despectivos y envidiosos, que los mediterráneos en general y los españoles en particular, somos un poco vagos, y este detalle de no poner las redes laterales, que no supone ningún esfuerzo, y toma muy poco tiempo, parece darles la razón. Del mismo modo, la ley del mínimo esfuerzo también se aplica cuando el tren de vagonetas llega del avión a la cinta de recogida de equipajes: a través de la cortina de gomas que separa la zona exterior de la sala de recogidas, se puede ver cómo los operarios cogen las maletas de la vagoneta, cuyo piso queda algo más alto que la cinta, y no las depositan en la misma, sino que las dejan caer bruscamente sobre ella. Por ello se comprende que prefiramos llevar el equipaje en cabina, aunque entre malamente en los maleteros.
Pero otro comportamiento, que ya había observado fugazmente en otras ocasiones, esta vez lo pude analizar, como dije antes, durante unos largos minutos, mientras cargaban en bodega todo el equipaje del vuelo, incluidos los voluminosos y pesados bolsos deportivos del equipo español de esgrima, sin duda llenos de floretes, sables, espadas y otros elementos punzantes y cortantes. Y como decía al principio, todavía no he salido de mi asombro, porque lo que pude observar con fascinación casi de entomólogo al estudiar a una mariposa, tira por tierra el planteamiento de que el mal trato a los equipajes se debe a la muy humana ley del mínimo esfuerzo. Lo explico con detenimiento, ya que no tengo fotos, ni menos aún un vídeo que ofrecer.
El equipaje llegó en las consabidas vagonetas, y para cargarlo en la bodega del avión, la cual queda bastante más alta, se había instalado una cinta de inclinación variable; pero el punto más bajo de dicha cinta, el de cargarla, seguía quedando algo más alto que el piso de las vagonetas, por lo que resultaba imprescindible elevar los equipajes cosa de un palmo para depositarlos en la cinta. Un par de operarios se encargaban de la maniobra, y dentro de la bodega habría sin duda otros que estibaban el equipaje de forma definitiva. La ley del mínimo esfuerzo nos indica que lo lógico sería elevar cada bulto lo justo para depositarlo en la cinta, quizás con unos centímetros de más para no tropezar con el borde inicial de la cinta. Pero aquí viene lo asombroso: los dos operarios en cuestión, absolutamente para todos y cada uno de los bultos que manejaron (docenas y docenas de ellos), se molestaron en elevarlos del orden de entre uno y dos palmos más de lo necesario, para luego dejarlos caer bruscamente en la cinta, lo mismo que hacen cuando la cinta está más baja que la vagoneta. Mal está esto último, pero al menos es comprensible; ahora bien, ¿elevar inútilmente un montón de kilos una y otra vez, para volver a dejarlos caer, en qué cabeza cabe?
Y aquí es donde mi construcción de teorías choca contra un muro infranqueable, al intentar buscarle una explicación a dicho comportamiento. Lo que no puede ser es que levanten tanto los bultos por miedo a rozar en la cinta; roce que, por otra parte, no creo que les preocupe demasiado, en vista del trato genérico que se aplica a dicho equipaje. En cuestión de semanas, si no de días, se le coge el aire a la maniobra de cuanto hay que levantar un bulto para superar la altura a la que se debe depositarlo; y en cualquier caso, sería mucho más comprensible que de vez en cuando golpeasen contra el borde, por ahorrarse esfuerzo, que superar ampliamente una y otra vez la altura necesaria. Por otra parte, el progresivo cansancio haría que cada vez se esforzasen menos, pero es que al final del cargamento seguían dejando caer los bultos exactamente igual que al empezar la maniobra.
Otra explicación: odian su trabajo, y a la gente que viaja con tanto equipaje a destinos que tal vez consideran exóticos y paradisíacos, mientras a ellos les toca trastear con dicho equipaje; podría ser, pero no creo que dicho odio (de existir, que tampoco lo creo) llegase al punto de trabajar innecesariamente sólo por el gusto de darle un golpe más a un equipaje que ya se ha llevado unos cuantos, y los que le quedan por recibir en su destino final (miedo da pensar en lo que ocurre cuando hay un trasbordo intermedio, durante el cual no sabemos lo que le ocurre a nuestro equipaje, salvo por las huellas visibles).
La otra única explicación lógica que se me alcanza es que consideren que cualquier equipaje es similar a un saco con áridos dentro (cemento, arena, grano, etc), que al caer con cierta brusquedad tiende a aplastarse, aumentando su base de apoyo y rebajando su centro de gravedad, lo que mejora la estabilidad de su transporte. Pero ya es difícil confundir una maleta de aluminio, o de durísima fibra, con un saco lleno de arena. Por otra parte, sólo se trataba de subir los bultos a la cinta, ya que quienes los van a estibar definitivamente son los operarios que están en bodega.
Por otra parte, y curiosamente, lo del centro de gravedad no parece importarles demasiado a los operarios del handling, y esto lo comprobamos también por la forma en la que colocan (es un decir, porque más bien sería arrojan) los equipajes en la cinta de recogida: tan pronto la maleta llega en posición plana, la más estable, como apoyada en su base más estrecha y, por lo tanto, con el centro de gravedad lo más alto posible, lo cual da lugar a que se vuelque con estruendo al llegar a la primera curva de la cinta. Y en el caso que relato ocurría exactamente lo mismo, así como que en repetidas ocasiones colocaban los bultos descentrados, chocando con los dos pequeños postes que delimitaban lateralmente el inicio de la cinta; pero en lo que no fallaron ni una sola vez fue en dejarlos caer a plomo, desde una altura considerable, sobre la cinta transportadora de marras.
Maniobra que, en una ocasión, tuvo una consecuencia lamentable: una maleta de fibra de muy buen aspecto, que en esta ocasión había caído en la posición más plana, se abrió por la violencia del impacto, con un hueco de al menos diez centímetros por el que empezó a asomar su contenido según subía por la cinta. La boca de la maleta iba orientada cinta arriba, por lo que quien la depositó (dejó caer, más bien) no pudo verlo; pero es que no las miran, ni falta que hace, una vez en la cinta. Por lo cual la única posibilidad de salvación quiero suponer que consistió en que el operario de dentro de la bodega intentase volver a cerrarla tras introducir, más o menos a presión, el contenido que ya empezaba a desparramarse. Imagínense Vds que el/la propietario/a de la maleta hubiese sido quien ocupase mi butaca y hubiese estado contemplando, supongo que también con absoluta fascinación, el trato dispensado al equipaje; ¿qué hacer, una vez dentro del avión, quizás con las puertas cerradas (y si están abiertas da igual, porque no te dejan salir), sin ninguna garantía de que, aunque le comuniques al sobrecargo lo que ha ocurrido, se van a tomar las medidas oportunas, y de que no se te ha perdido algún objeto, quizás muy caro, muy necesario o muy querido, mientras la maleta subía abierta por la cinta? Es una escena que quedaría muy bien en una película, tanto cómica como dramática; pero que al dueño de la maleta en cuestión, y cuya peripecia supongo que él no observó, no le hubiese hecho maldita la gracia.
En fin, esta es la historia; pero lo que sigue en pie es la gran pregunta: ¿cuál es la pulsión que lleva a los operarios del handling de equipajes a dejarlos caer violentamente al trasladarlos de una zona de apoyo a otra, incluso cuando para que reciban semejante golpe deban levantarlos a pulso treinta centímetros (o más) de lo que sería necesario? ¿Puede haber una razón de tipo técnico que lo justifique? Y ya es una concesión más que generosa considerar tecnología al mero hecho de coger un bulto de un sitio para dejarlo en otro distinto, pero muy próximo. Si alguien tuviese una respuesta, consideraría como un gran favor que lo comunicase; no digo que el asunto me tenga sin dormir, pero la verdad es que hace años que me preocupa, y lo del otro día ya fue la puntilla.
P.D.: Una mañana, mientras probaba un coche, iba escuchando la radio y escuché una cuña, institucional más que publicitaria, en la que se nos comunicaba que era el “Día de la Movilidad” (creo que a nivel europeo, pero esto es lo de menos). Pues qué bien, pero una vez acabado el texto de dicha cuña, la locutora tuvo que echar su cuarto a espadas (tal y como yo comentaba en mi anterior entrada “Tener prisa”), y no se ha recatado en lanzar, poco más o menos, la siguiente recomendación: Así que ya lo saben; muévanse, pero a velocidad económica. No sé si la encantadora profesional de la radiodifusión se dió cuenta del batiburrillo de conceptos que mezcló en el corto espacio de unos segundos, al meterse a redentora en un tema que, evidentemente, no domina; pero como ya comenté en la mencionada entrada, en España todo el mundo entiende fútbol, de política y de coches, por lo que nadie se priva de sentar cátedra sobre dichos temas.
En primer lugar, lo razonable, puestos a complementar el por otra parte muy etéreo mensaje de la “Movilidad”, sería relacionarlo con la seguridad: Muévase, pero seguro; sería lo correcto. Pero puesto que casi todo el mundo (salvo quizás nuestra locutora) sabe o debe saber que la velocidad económica lo es más cuanto más lenta sea, los conceptos de “movilidad” y “lentitud” no casan ni pegados con cola. Y por otra parte, como también se ha comentado aquí en diversas ocasiones, la conducción radicalmente económica no es precisamente la más segura, por lenta que pueda ser; así que mezclar el tema de la economía de consumo con el de movilidad por una parte y eventualmente el de seguridad por otra, no habría sido la más feliz de las ideas. Pero esto no tiene remedio: los operarios del handling de equipajes en los aeropuertos seguirán tratándolos como les dé la gama, y los locutores de radio y TV seguirán impartiendo doctrina sobre tráfico y conducción con absoluto desparpajo; qué le vamos a hacer.