La Seguridad Vial y el accidente de tráfico son un concepto (la primera) y un suceso (el segundo) antitéticos entre sí: cada uno es la negación del otro. Insistir en su importancia está de más; es pura evidencia. Pese a ello, en este blog tampoco le hemos dedicado al tema una atención obsesiva: parto de la base de que los medios de locomoción motorizados para utilización por vías públicas no están diseñados ni para chocar entre sí ni para salirse de la vía, sino justamente para todo lo contrario. No obstante, el accidente acaba ocurriendo; yo lo defino como un lamentable subproducto del fenómeno del tráfico. Lamentable y, en mayor o menor medida, inevitable; a pesar del buenismo del “no pararemos hasta llegar a cero accidentes”. Lo que hay que hacer es buscar una aproximación asintótica a ese “cero”, aceptando que no se llegará nunca a él. Del mismo modo que ni se ha alcanzado -ni se alcanzará- en sistemas de desplazamiento mucho más seguros, en principio, que hacerlo por calles y carreteras, como son la navegación, el ferrocarril y la aviación civil. Las crónicas de sucesos son más que suficientemente explícitas al respecto.
A lo largo de los ya más de siete años de existencia de este blog, le hemos dedicado atención específica al accidente de tráfico -y como tema monográfico de las mismas- en cuatro entradas: “Accidentología barata” en Noviembre de 2010, “La distracción” en Julio de 2011, “¿Por qué se mata la gente?” en Agosto de 2013, y “ De ciencia-ficción” en Julio de 2015. En muchos casos, repitiendo los mismos conceptos una y otra vez; y me temo que en ésta ocurrirá lo mismo. Pero es que, por una vez, he tropezado con un trabajo que -de forma bastante armónica, aunque sólo respecto a un aspecto todavía parcial- analiza una de las facetas del accidente de tráfico. Pero antes de entrar en el comentario respecto a este trabajo, y para que su análisis no se quede parcialmente cojo o alguien piense que faltan piezas del puzzle, arrancaremos desde el principio, aunque dando pinceladas de brocha gorda, hasta empalmar con lo que realmente interesa en esta entrada.
La Seguridad Vial tiene como objetivo evitar que ocurran accidentes en los que muera gente (o simplemente se lesione) y que los vehículos resulten dañados, al utilizar los medios de automoción terrestre de manejo individual y con libertad de trayectoria: automóvil, motocicleta, quads, buggies, autobús, camión y bicicleta. Por extensión, y casi siempre como sujeto paciente (aunque no siempre), hay que incluir al peatón. Pero con mayor o menor frecuencia ocurre un fallo (siempre lo acaba habiendo) y sobreviene el accidente. Y el fallo tiene que ser, necesariamente, causado por uno de los tres únicos protagonistas del tráfico: el ser humano, el vehículo utilizado, y la estructura en la que se desenvuelve.
La culpabilidad del vehículo requiere poca explicación: rotura o avería repentina, bastidor inseguro, y mantenimiento inadecuado (parabrisas sucio, presiones de hinchado incorrectas, etc). En cuanto a estructuras, no es sólo la “infra” vial (estado y trazado del pavimento, señalización, visibilidad); sino también la “super”: normativa legal y actuación (o falta de ella) de agentes y dispositivos que vigilan y sancionan su cumplimiento. Pero hay total unanimidad en que vehículo y estructuras, sin minusvalorar su importancia, tienen menos peso en la generación del accidente que el factor humano. Que a su vez tiene tres protagonistas: el propio conductor, el resto de los ocupantes del vehículo, y los peatones; y de nuevo hay unanimidad en cuanto a que el conductor es quien se lleva la palma. Y es en el conductor en quien nos vamos a centrar de aquí en adelante, visto bajo dos prismas diferentes: el de los gestores oficiales de nuestro tráfico, y el mío propio, ya que soy el que redacta estas entradas.
Tal y como ya he hecho en alguno de los párrafos anteriores, a partir de ahora incluiré alguna autocita de las cuatro entradas antes señaladas; pero ahorraré el entrecomillado para no complicar el texto; al fin y al cabo, el “copyright” es mío. Pues como indicábamos, para los rectores de nuestro tráfico las causas del accidente son como una rifa en función de la campaña que se esté promoviendo esos días: la culpa de todo la puede tener el alcohol, o la velocidad (excesiva o inadecuada; tanto les da, aunque no sea lo mismo ni mucho menos), o la distracción, o el no haber planificado el viaje, o el cansancio, o no haber revisado el coche, o no pararse a descansar, o haber comido demasiado, o no haberse graduado las gafas, o no haber escalonado las salidas y retornos, o el mal tiempo, o el buen tiempo (sale más gente), o invadir el carril contrario, o la salida de carretera.
Pero, juntas o por separado, estas causas sólo se citan, sin entrar en el análisis profundo de los motivos que dan lugar a variaciones a veces muy notables de un año a otro, o incluso de una estación respecto a la misma del año anterior. A juzgar por la (poca) información, lo mismo pudo haber sido por una tendencia subconsciente al suicidio colectivo o a causa de la crisis económica (entrante o saliente). Pero a lo que nunca se debe el accidente es a un error puro y simple de técnica de conducción, cuando el vehículo no iba a velocidad inadecuada ni el conductor distraído. Pero ya se sabe que, para la DGT, no hay conductores ineptos (o más bien parece que prefiere que sean así): ni una sola vez se oye citar la impericia como causa; en este tipo de accidentes, como mucho, se hace una referencia más o menos velada a que el conductor “perdió el control del vehículo”, y listos.
Por mi parte, llevo décadas insistiendo una y otra vez en que las causas de accidente achacables al conductor son básicamente de tres tipos: primero la distracción en su más amplio sentido, desde la falta de atención o pérdida de concentración puntual hasta la disminución de la misma por incapacidad psicofísica; luego viene la impericia o ineptitud técnica para manejar el vehículo; y tercero, la imprudencia “strictu senso”. Es decir, cuando el conductor intenta realizar una maniobra (lícita o ilícita, aquí da igual) en plan “ruleta rusa”, sin tener garantías razonables de llegar a culminarla con éxito, o bien con un cálculo totalmente erróneo y optimista tanto de sus propias habilidades como de tiempos, distancias y velocidades.
Respecto al concepto genérico de distracción pienso que tras él se ocultan unas causas puntuales que de por sí no generan el accidente, sino la previa pérdida de atención o de capacidad para enjuiciar y resolver la situación, pérdidas que son la causa definitiva del accidente. Podríamos considerarlas como concausas o precausas: cansancio, somnolencia, digestión pesada, ingesta de alcohol, drogas o fármacos, manejar el móvil, mirar el paisaje o al acompañante, fumar, charlar, discutir, gesticular, problemas económicos, afectivos o familiares, y otras catorce mil más. Nada de esto, de por sí, genera el accidente; pero al final, todo acaba en lo mismo: son situaciones o estados de ánimo que anulan o reducen la atención respecto a lo que hay fuera del coche, la concentración en el manejo del mismo, y la rapidez de reacción para advertir lo uno y realizar adecuadamente lo otro.
Pues bien, a partir de 2013, poco más o menos y según lo que he podido ir observando, la distracción como causa principal del accidente se ha puesto finalmente de moda. Algunos parecen haber descubierto, con varias décadas de retraso, eso sí, lo que quienes vivimos la carretera en directo ya sabíamos y habíamos comentado en repetidas ocasiones; pero más vale tarde que nunca. Pero lo que habitualmente suele faltar es esa correlación que acabo de efectuar entre las precausas de distracción y esta última; y por ello, la lucha contra la distracción se acaba desmenuzando en lucha parcial contra cada una de esas precausas: que si el alcohol, que si las drogas, que si el cansancio, que si el móvil, y así para cada una de ellas.
Y, por fin, tras de muchas décadas de leer informes y estudios más o menos parciales sobre el tema, encuentro uno serio y pormenorizado; y sobre todo, con claridad y método expositivo. Apareció en la Revista de ASEPA, y es un estudio del tipo “fin de carrera”: en realidad es una recopilación, muy bien hecha, de estudios y tecnologías de diversas marcas, organismos e institutos, sobre el tema de la distracción al volante. Pero lo que me impactó, como un rayo de luz, fue algo tan simple como el enunciado de todo el concepto, de forma absolutamente global: la DISMINUCIÓN DEL ESTADO DE ALERTA. Esta simple locución es lo que yo había estado buscando a lo largo de décadas, sin dar con ella; es simplemente perfecta. Es el punto de partida para un tratamiento racional del tema, ahora que la distracción (a falta, hasta ahora, de una mejor definición) se ha puesto de moda.
Más arriba ya se ha enumerado una buen cantidad de esas precausas que llevan a la disminución del estado de alerta; pero sigue existiendo la distracción puntual, pura y dura, esa que no va más allá de uno a tres segundos, pero que es un lapso de tiempo más que suficiente para que se produzca un accidente de la máxima gravedad. Esa distracción que no se deriva de ir adormilado, cansado, borracho, drogado o con disminución física alguna; es la distracción momentánea y puntual, como ya hemos dicho.
También para esta situación se ha encontrado en el citado trabajo una subdivisión razonada; la distracción momentánea puede tener dos variantes: visual y manual. Y lo malo que tiene la distracción en este sentido más específico (ya sea desviar la mirada fuera de la vía, o manipular algo que no sean los mandos básicos de la conducción) es que resulta muy difícil luchar contra ella. Porque se puede ser muy prudente como planteamiento básico; pero aquí se trata de algo que ocurre de modo inopinado, y durante un lapso muy corto de tiempo. Se trata de que la actitud de atención centrada en la vía, el tráfico y el manejo del coche, se desvanece o decae súbitamente, aunque por lo general sólo sea durante unos cortos instantes.
Las circunstancias son sobradamente conocidas; en el caso de la distracción visual se trata de mirar fuera de la vía durante demasiado tiempo seguido; tiempo que añado yo puede ir de uno a tres segundos, en función del trazado y anchura de la vía, de la velocidad de desplazamiento y de la densidad del tráfico. Porque tampoco se trata de conducir mirando obsesivamente el asfalto y sólo el asfalto; de hecho, esto también puede ser peligroso, generando una especie de hipnosis. Lo ideal es, siempre sobre la base de una atención prioritaria al trazado, realizar un barrido rápido a derecha e izquierda, retornando siempre al centro en menos de dos segundos, para ir verificando el trazado a mayor distancia, la existencia de caminos o carreteras que vienen a desembocar en la nuestra y si traen algún tráfico, si hay edificios que puedan lugar a la aparición de vehículos o peatones, si hay animales sueltos próximos a la vía, etc. Y de vez en cuando, una ojeada a la instrumentación, por si se ha encendido alguna luz roja, o alguna aguja se ha desplazado de modo alarmante.
En cuanto a la distracción manual, puede producirse al manipular de un modo u otro, y en el momento inadecuado, todo lo que no sean los mandos básicos: volante, pedales, cambio, luces y bocina; creo que son (si no se me olvida nada) los únicos que exigen una acción casi instantánea, que de no realizarse conllevaría riesgo de accidente o peligro grave. Todo lo demás siempre podría esperar unos cuantos segundos, hasta que el tráfico o el trazado de la carretera nos den un respiro. Y aquí entran los mandos de la climatización, subir o bajar los cristales, la radio, el navegador, el ordenador de a bordo y los múltiples integrantes del infotainment en general; que cada vez son más, y cada vez con más menús y submenús.
Y luego está toda la liturgia de fumar, desde buscar el cigarrillo y encenderlo,, hasta apagarlo, bien aplastado en el cenicero (prefiero no pensar en la insensatez de tirar la colilla, incluso aparentemente apagada, por la ventanilla, tras haberla bajado si va abierta); pasando por la fase intermedia de intentar manejar volante o palanca de cambios a la vez que se mantiene el cigarrillo entre dos dedos. Por no hablar de lo de sacudir la brasa que ha caído en la ropa o en la tapicería. Ponérselo y quitárselo de los labios, conduciendo a una mano, casi podríamos considerarlo, por comparación, como una distracción de bajo nivel. Bastante más grave es lo de tratar de colocar algo que se ha movido de su sitio sin dejar de conducir; o lo de mediar físicamente en la riña entre dos niños pequeños. Y cuidado con lo de intentar matar golpeándola contra un cristal a la inoportuna avispa que se ha colado en el habitáculo, o espantarla abriendo una ventanilla y persiguiéndola blandiendo un objeto o a mano desnuda.
Pero hay un par de teclas que, aunque de utilización muy esporádica en plena conducción, sí que requieren una actuación, si no tan instantánea como la de los mandos básicos antes nombrados, al menos sí bastante rápida: intermitentes de emergencia y desempañado del parabrisas. A diferencia de los cinco mandos básicos, estos dos sí podrían ser accionados por un acompañante, si lo hay; e incluso sería deseable que, de haberlo, supiese hacerlo con presteza. Ya existen “warnings” que se disparan a partir de una frenada fuerte de deceleración previamente programada (por el fabricante, no por el usuario); pero por ahora no todos los coches lo llevan (y los de cierta edad, menos aún). Además, hay otras circunstancias en las que avisar es muy importante, aunque no vayan acompañadas de frenazo brusco (retención en carretera a una cierta distancia, caso bastante frecuente).
Sería muy conveniente que el acompañante habitual que ocupe el asiento de la derecha tenga bien localizada la posición de estos dos interruptores (a veces de tamaño un tanto raquítico, y muy próximos a otros), para que a requerimiento del conductor pueda accionarlos, evitando así que el conductor pueda distraerse al tener que hacerlo personalmente. Porque para evitar un peligro podría generarse otro, al buscar un mando cuya localización exacta no es fácil (al menos el “warning” va en rojo, aunque a veces demasiado oscuro y pequeño).
El caso del empañamiento del parabrisas es una circunstancia sumamente peligrosa, ya que en determinadas condiciones de temperatura externa, de humedad ambiental, y del reglaje que se lleve en el climatizador, el parabrisas se nos empaña en cuestión de muy pocos segundos. Cuando esto se produce en la zona exterior, un toque al barrido puntual del limpiaparabrisas nos soluciona el problema; pero cuando es por dentro, nos quedamos totalmente ciegos en cuestión de segundos. Y si estamos en una zona con curvas, el peligro es gravísimo. La función de desempañado, que pone el ventilador a toda velocidad y cierra todas las salida excepto la del parabrisas, con aire acondicionado a máximo frío, es muy eficaz; pero requiere de unos pocos segundos para limpiar una franja suficientemente amplia. Por ello es muy importante, si el barrido del limpiaparabrisas no ha solucionado el problema (lo que indica que el empañamiento es interior, y no es fácil distinguir uno de otro), conectar a toda prisa la función de desempañado, antes de el molesto fenómeno vaya a más y nos impida la visión por completo.
Ya hemos analizado esa disminución del estado de alerta de corta duración, la que podríamos considerar como distracción momentánea o en estado puro. Pero quedan por ahí situaciones en las que esta disminución es de duración mucho más dilatada en el tiempo. Es difícil saber –sin estadísticas fiables- si son causantes de todavía más accidentes que la distracción momentánea. Este tipo de causas se pueden agrupar en diversas categorías, que se combinan y entremezclan entre sí: endógenas y exógenas, según que radiquen en la propia persona o en influjos externos; provocadas por el propio conductor, o circunstanciales; congénitas o pasajeras; de corta duración (menos de un día) o estacionales; fisiológicas o mentales.
Un conductor anciano y decrépito, con poca capacidad de concentración y lento de reacciones, está incurso en una situación fisiológica endógena, y ya crónica. Un conductor borracho o drogado supone una situación simultáneamente fisiológica y mental de origen exógeno (alcohol y drogas), provocada por él mismo, pasajera y de relativa corta duración. Un conductor con una enfermedad que produce un estado febril muy fuerte está en una situación fisiológica exógena, circunstancial, pasajera y de duración indeterminada. El mismo caso, pero sometido a medicación fuerte, añade la circunstancia de posible disminución de facultades mentales y sensoriales para percibir situaciones y reaccionar con la debida presteza.
Un conductor cansado o soñoliento (viene a ser lo mismo, y es un caso muy frecuente) está en una situación mixta entre endógena y exógena, entre mental y fisiológica, causada por él mismo y por la falta de sueño, de suficiente descanso (tras de un ejercicio físico importante) o por una digestión pesada; y no es una situación pasajera, pues su peligrosidad irá en aumento mientras no pare a descansar. A la inversa, nadie es culpable de tener preocupaciones familiares, económicas, laborales o sentimentales; pero el caso es que pueden llegar a impedirnos prestar suficiente atención a lo que ocurre fuera del coche, en vez de dentro de nuestro cerebro.
Y luego hay casos un tanto especiales, como el de personas afectadas por las más diversas alergias –que en unos casos apenas les condicionan, y en otros lo hacen, y bastante- o de carácter especialmente distraído, con una preocupante carencia de capacidad de captación de estímulos y señales exteriores. Pero hay otro factor que hasta ahora no hemos señalado: el aburrimiento, que puede llevar (de hecho lo hace en muchas ocasiones) a la distracción genérica; o sea, a una disminución del estado de alerta. Y en la conducción, el aburrimiento está básicamente motivado por un tipo de conducción muy poco exigente: trazado muy rectilíneo o con pocas curvas y poco pronunciadas, todavía más si es en calzada desdoblada, y más aún si el tráfico es muy escaso. Y si le añadimos un límite de velocidad que a un determinado conjunto de coche y conductor le resulta claramente lento, es muy fácil que el estado de alerta caiga por debajo de un umbral seguro.
Pasando de la vía al vehículo, es evidente que en un coche moderno el conductor viaja en un entorno cada vez menos exigente físicamente, pero que también presenta el riesgo de una disminución del nivel de atención. En la actualidad vienen proliferado cantidad de automatismos, que descargan al conductor de múltiples tareas que antes debía realizar para el puro manejo del coche: cambios automáticos de diverso tipo, direcciones asistidas (apenas hay que hacer esfuerzo al volante), frenos asistidos que no exigen graduar la pisada (el ABS se encarga, llegado el caso), comportamiento rutero corregido misteriosamente por el ESP (no hay que concentrarse tanto para enjuiciar una curva), control de crucero que elimina la tensión del pie derecho, control de tracción que permite darle un pisotón al acelerador (en coches muy potentes) sin que las ruedas motrices patinen, luces que se encienden sola al entrar en un túnel, y dan el cruce al coche que viene de frente, sensor de lluvia que acciona el limpiaparabrisas, etc.
Todo ello exige menos esfuerzo físico y mental, pero a cambio de un estado de mayor relajación; en ocasiones, parece que el coche lo haga todo por sí solo. Pero así como cada vez hay que preocuparse menos de manejar el coche en cuanto a pura conducción, cada vez hay más cosas que mirar y controlar dentro: equipo de audio (con mandos al volante o no, pero sigue exigiendo atención), ordenador, navegador, infotainment, posibles reglajes de múltiples ayuda a la conducción, reglajes del asiento y del volante (no deberían hacerse en marcha, pero…), climatización (en teoría automática) con múltiples boquillas de salida, etc. Así que, en un coche actual, respecto a uno de hace cuarenta años, la atención del conductor se ha ido desplazando, poco o mucho, del exterior al interior del coche; y el manejo manual, del de la pura conducción al de elementos periféricos.
Y este es, poco más o menos, el entorno con el que debe interactuar el estado de alerta del conductor por lo que respecta a la conducción básica, entendiendo por tal el desplazamiento del coche respecto al trazado de la vía y a la presencia de otros usuarios de la misma, ya sean vehículos, peatones o animales (¿quién no se ha encontrado con vacas que no se apartan ni a la de tres, o rebaños de ovejas que se empeñan en pasar por delante en vez de por detrás del coche, o fauna salvaje de mayor o menor tonelaje?). Y ahora viene la pregunta del millón: ¿cómo actuar para que no se produzca esa peligrosa disminución del estado de alerta del conductor?
Una primera cosa es evidente: contra la distracción puntual y momentánea, no hay nada que hacer; salvo que el conductor disponga, por genética, por entrenamiento o por ambas cosas, de las cualidades que el psicólogo de la conducción Roger Piret enunció en 1957 (o sea, hace ya 60 años): inteligencia concreta, atención difusa, resistencia a la emotividad, rapidez de reacción (no sólo reflejos, aclaro) y coordinación psicomotora.” Cualidades a las que -desde que lo leí por primera vez- me permití añadir que la atención sea, además de difusa, selectiva; es decir que priorice la atención respecto a aquellas informaciones que afectan a la conducción de entre las muchas que nos llegan.
Y en cuanto a la diferencia entre reacción y reflejos, estos últimos son los movimientos o acciones que se realizan sin que exista una relación directa causa/efecto respecto al estimulo. Una pequeña pelota de goma que se cruza no es un peligro ni para el coche ni para nosotros; pero el reflejo condicionado del buen conductor es frenar sin pensarlo, porque detrás de la pelota suele, o puede, venir el niño. La rapidez de reacción es la que nos permite dar ese mismo frenazo cuando el que aparece corriendo es ya directamente el niño. Parece lo mismo, pero no lo es.
Por el contrario, para las causas del otro tipo de disminución del estado de alerta sí que va habiendo cada vez más y más tecnologías que permiten controlarlas. Gracias a que, al ser de duración mucho más prolongada, se pueden advertir e intentar corregir. Pero hay una causa en concreto que se resiste a cualquier tipo de control: cuando tú mismo adviertes cansancio o somnolencia, eres el único juez de si debes parar y descansar o no, con independencia de lo que puedan hacer los sistemas de advertencia. Y con frecuencia el optimismo del conductor le lleva a pensar que puede seguir adelante, y que la cosa no es para tanto. Y luego puede ocurrir, o no, lo que luego aparece en la crónica de sucesos del telediario de la noche, o el periódico del día siguiente.
Claro que actualmente existen, al menos a nivel experimental, sistemas de control que van disminuyendo la velocidad de coche muy progresivamente, en contra de la voluntad del conductor, invitándole de forma muy discreta pero imperativa, a pararse de una vez y descansar. Pero a este respecto, prefiero referenciar al lector curioso a la entrada de hace muy poco más de dos años (casi a finales de Julio de 2015) y titulada “De ciencia-ficción”. De entonces acá, seguro que todavía han aparecido más y más técnicas para detectar y avisar del problema de la disminución del estado de alerta. Pero lo que aquí queríamos realizar era simplemente un análisis completo y jerarquizado de la problemática, superando la lucha parcial y dispersa contra cada una de las causas por separado.
El problema de la disminución del estado de alerta es mucho más peliagudo en la circulación rodada con libertad de trayectoria (o sea, sin railes) que en el de cualquier otro sistema de locomoción mecánica. El que va sobre railes, al menos no tiene que preocuparse de la trayectoria; el piloto de una embarcación, y salvo en entrada y salida del puerto a muy baja velocidad, tiene todo el mar a su disposición para trazar su ruta, y está apoyado por radar y sonar; y el piloto de un avión no tiene mayor problema que el del aterrizaje (cuando no es casi automático), puesto que se mueve en un espacio tridimensional.
Pero el automóvil, la moto, el camión, el autobús y la bicicleta se mueven sobre un plano, pero con una trayectoria prácticamente lineal; su desplazamiento es prácticamente unidimensional. Hay libertad de movimiento lateral, pero dentro de un entorno muy limitado. Por ello, cualquier fallo del estado de alerta puede tener consecuencias catastróficas. Es a la vez la grandeza y el drama de la locomoción terrestre con libertad de trayectoria: una problemática que la conducción autónoma pretende resolver, y que ya veremos cómo se las apaña cuando de verdad empiece a tener una difusión de un porcentaje mínimamente significativo, y deba coexistir con la conducción clásica de toda la vida. Y que nosotros lo veamos.