Hace unas pocas semanas, cuando ya se conocía el previsible resultado de las pasadas elecciones, empezó a circular un rumor que no sé si era un simple bulo o tenía visos de veracidad, pero que en cualquier caso me puso los pelos como escarpias: el ínclito Pere Navarro se estaba postulando ante el PP para que le mantuviesen en su puesto de Director de la DGT. Incluso había un rumor colateral, y era que en el PP se lo estaban pensando, debido al descenso de siniestralidad vial que se ha ido produciendo en los últimos años; descenso que los menos avisados atribuyen exclusivamente al mérito de las campañas represivas y de la persecución indiscriminada de la velocidad. Lo cual supone olvidar la paulatina mejora de las infraestructuras viales, y sobre todo, el cada vez mayor porcentaje de vehículos dotados de ABS, ESP, faros de gran potencia lumínica, neumáticos de mayor adherencia en verano o de “contacto” en invierno, avisador de “ángulo muerto” y diversas otras tecnologías que han ido elevando el nivel de la seguridad activa y pasiva. No tengo ni la menor idea de por dónde respira el nuevo ministro de Interior al respecto; esperemos que Dios le ilumine y nos libere de seguir soportando a semejante individuo al frente de dicha Dirección General.
Pero, mientras tanto, las campañas “informativas” de la DGT siguen los cauces habituales, y hace unos pocos días, mientras realizaba una de las pruebas que publico en este blog, pude escuchar por la radio del coche dos de las “perlas cultivadas” con las que dichas campañas acostumbran a regalar periódicamente nuestros oídos. Ambas iban encaminadas, cómo no, a meter miedo en el cuerpo de cara al éxodo vacacional de estas Navidades, ofreciendo como solución la de circular despacio, sin otras matizaciones; se supone que el mensaje iba dirigido tanto a los rápidos como a los que ya circulan a 90/100 por la autovía (y no siempre por el carril derecho), o a los que van a 70/80 por una carretera normal, con una larga fila de coches detrás suyo. Una “perla” era que “correr es insolidario”; y la otra que “para llegar antes, lo que hay que hacer no es correr, sino salir antes”.
Como creo haber manifestado ya en más de una ocasión, cada vez llevo peor que me tomen por tonto; admito que intenten engañarme, o seducirme con argumentos falsos pero inteligentes, ingeniosos y bien buscados, de los que te hacen reflexionar durante unos momentos antes de encontrar la forma de rebatirlos, porque sabes que hay trampa, pero requiere un cierto tiempo hilvanar el argumento para desmontarlos. Pero que me lancen una absoluta memez, a ver si cuela, es algo que no soporto, porque lo considero un total insulto a mi inteligencia y, por supuesto, a la del resto del colectivo al que va dirigida dicha memez. Como no soy quien para protestar por cuenta de dicho colectivo, a quien no estoy seguro de representar (al menos en su totalidad, aunque presumo que sí a cierta parte de él), me conformaré con protestar por mi cuenta y riesgo, y echar por tierra dichas memeces.
Para empezar, ¿qué puñetas entendemos por “correr”? ¿Simplemente ir más rápido que el promedio (50%) del resto de usuarios, o que el 70% de los mismos, o tal vez que el 90% de ellos? ¿O por el contrario, debemos tener unas referencias fijas numéricas, que se supone son los límites legales de velocidad en cada tramo de vía por la que circulamos? ¿Debemos considerar que ese nebuloso “no correr” tiene los mismos límites con independencia del vehículo que estamos conduciendo, sea éste un Audi A4 de tracción quattro, o un utilitario “todo atrás” de hace 40 años que todavía se mantiene en la familia como coche de apoyo para determinados momentos? ¿Será el mismo para el padre de familia, un hábil conductor de 50 años, con 30 de experiencia al volante, que para su hij@ de 18 años que acaba de sacarse el permiso? ¿O quiere decir sobrepasar lo razonable respecto a nuestra habilidad, al coche que conducimos, a la vía, a la densidad de tráfico y a la climatología?
Por supuesto, este “no correr” va dirigido a la velocidad de crucero en recta, ya sea de autovía o de buena carretera; ni la menor referencia a transitar por una carretera secundaria de montaña en estado de conservación y señalización más o menos dudoso, donde incluso el límite legal genérico ya puede resultar arriesgado (y en donde, por supuesto, no te encuentras un radar ni por equivocación). No, lo que cuenta para ellos es la velocidad absoluta, en las circunstancias más fáciles y favorables; no entienden, o no quieren entender (no sé lo que es peor), que la velocidad es un concepto absolutamente relativo en función del trazado, de la calidad del pavimento, de la aptitud del conductor, del automóvil concreto, del flujo de tráfico, de las condiciones de visibilidad y de algunos cuantos etcéteras más.
Esa demonización del “correr” responde a una filosofía retrógrada, que en ocasiones se disfraza de ecológica (por lo del consumo y emisiones), y que intenta negar una característica esencial e innata del automóvil: la velocidad. Como he escrito en repetidas ocasiones, para ir a paso de burra ya teníamos el carro, y todas las grandes migraciones de la historia se hicieron a pie. Durante milenios, lo más rápido que teníamos era el caballo en distancias cortas, y el barco de vela en las largas. Pero la aplicación de la máquina de vapor, el motor eléctrico y el de explosión al barco de vapor, al ferrocarril, al automóvil, el camión y el autobús, y finalmente al avión, se llevó a cabo, básicamente, para aumentar tanto la capacidad de carga como la rapidez de los desplazamientos; incluso más, en un principio, que a mejorar el confort y la seguridad de los mismos, me atrevo a decir. Tanto el aumento de la carga como de la velocidad media operativa respecto a lo disponible hasta mediados del siglo XIX, son conceptos básicos si queremos entender la esencia de todos los sistemas modernos de transporte.
Pero no hay peor sordo que el que no quiere oír; porque el temor a que viajar en ferrocarril a mayor velocidad que un caballo galopando podía traer peligrosas secuelas para nuestras vísceras, o la ley británica (cuya derogación celebra la Londres-Brighton) que obligaba a que delante de un automóvil fuese un ser humano agitando una bandera roja, al menos estaban motivados por el desconocimiento, al margen de una posición apriorística muy conservadora, por no decir retrógrada. La postura de la DGT y de “Stop accidentes”, es simple encastillamiento en querer convertir en esencial el accidente de tráfico, cuando no es sino una consecuencia colateral, por más que muy trágica y difícil de erradicar, del fenómeno básico: el tráfico por carretera. Con este planteamiento, puesto que todavía existen (y existirán, por unas u otras causas) descarrilamientos, naufragios y accidentes de aviación, se deberían prohibir los trenes, los barcos y los aviones. Porque en estos casos, la velocidad no tiene mucho o incluso nada que ver: son accidentes connaturales a los propios sistemas de locomoción.
La diferencia del automóvil con esos otros sistemas de transporte es que la intervención del ser humano es muchísimo más numerosa, y no está limitada a unos pocos pilotos profesionales; además, la proximidad física entre los vehículos es mínima, por lo que el riesgo del contacto es mucho mayor. Por ello, la única posibilidad real de disminuir de forma importante (no de eliminar, ya que esto es un desideratum farisaico) la siniestralidad es la de mejorar los tres elementos que conforman el tráfico rodado por carretera: la vía, el vehículo y el conductor. En los dos primeros campos se ha avanzado mucho, aunque siempre quedan cosas por hacer; pero en el tercero seguimos más o menos como hace un siglo, por una actitud a la vez demagógica y pusilánime. Habría que empezar por apartar a ese 20 a 30% de personas que no reúne las mínimas condiciones psicofísicas para conducir con seguridad; y al resto de conductores, darles una formación teórica y técnica que permita manejar el coche y manejarse en el tráfico con civismo, habilidad y responsabilidad. Y admitir que las infinitas combinaciones de coche/conductor tienen unas limitaciones variables y esto no es malo en sí.
Por ello, esa oposición ciega al simple concepto de velocidad, ese retrógrado “no correr”, es un salto atrás en el progreso de la sociedad; puesto que en muchísimos accidentes la causa no es la velocidad absoluta, sino la inadecuada para un conjunto coche/conductor concreto, o fallos del vehículo (casi siempre por mal mantenimiento), de la infraestructura, de señalización o del propio conductor (distracción en primer lugar, y luego ineptitud, alcohol y drogas en horas de días muy concretos, incapacidad psicofísica, cansancio, etc). Por ahí es donde hay que corregir, y no por ese “no correr” que entronca con el ya obsoleto tríptico de fotos de niños en el salpicadero con la leyenda “No corras, papá”, cuando debería decir “Papá, aprende a conducir bien”. Cierto que en una entrevista publicada en la revista para los clientes de una marca, realizada a un supuesto experto en tráfico (un periodista americano de otros temas que, ya mayor, se interesó por éste porque había sufrido un accidente), el entrevistado nos ilumina con la idea de que “todos nos creemos que conducimos mejor de lo que en realidad lo hacemos”. Puede ser cierto en muchísimos casos; pero la demostración de que el experto no era tal es la falta de no citar a continuación que esto se cura asistiendo a un curso de perfeccionamiento de conducción, lo cual es mano de santo para descubrir cantidad de defectos.
Pero volvamos a los dos consejos de la DGT escuchados por la radio; y vamos primero con lo de que “correr en insolidario”. Esto, en nuestro rico idioma, puede ser calificado de muchos modos: desde confundir la gimnasia con la magnesia hasta coger el rábano por las hojas, pasando por confundir el culo con las témporas. Porque ya es un tiro largo intentar relacionar el hecho de circular algo más rápido que el promedio (supongo que eso entiende por “correr” el perpetrador de la frase) con el concepto de insolidaridad respecto al resto de usuarios de la vía, porque también supongo que a ello intenta referirse. Rebuscando de modo enfermizo en las motivaciones para emitir tal afirmación, veo tres posibilidades, todas ellas bastante descabelladas, que iré desmenuzando una por una.
Es posible que el cultivador de esta “perla” parta de la base de que todo aquel que circula lo que él entiende por “corriendo” lo hace de manera desaforada, achuchando indiscriminadamente a todos los demás conductores, adelantando de manera salvaje, y tomando las curvas ciegas y los rasantes por el carril contrario. Es cierto que, en un muy mínimo porcentaje, hay conductores que hacen estas cosas, pero más que de insolidario, ese comportamiento hay que tacharlo directamente de criminal o cosa parecida. También podría ser que, con una análisis más sutil, nuestro ideólogo crea que el mero hecho de adelantar a otro conductor, le crea a este último ciudadano un trauma psicológico profundo, por lo que no debemos adelantar nunca a otro vehículo en carretera, ya que traumatizar a su pobre conductor es un acto insolidario para con el mismo.
Y la tercera y última posibilidad que se me alcanza es que dicha insolidaridad sea respecto al conjunto de la sociedad, ya que “corriendo” se consume más combustible que yendo más despacio. Esto puede ser cierto para el mismo conductor manejando siempre el mismo coche; pero también se da el caso de que un conductor más hábil técnicamente pueda circular más rápido que otro y consumiendo menos, a igualdad de coche. Pero al margen de esto, en primer lugar olvida que también el tiempo vale lo suyo; no digamos si el que viaja es un alto ejecutivo, que tiene muy claro aquello de que “time is money”. Y si llevamos esa insolidaridad energética al extremo, el que viaja en un coche más seguro, equipado, grande y pesado es insolidario, ya que consume más que con un cacharro de 800 kilos que son cuatro chapas y un motor. Si entramos en esa espiral, acabaremos en el hitleriano concepto que llevó al nacimiento del Volkswagen (el “coche del pueblo”), conduciendo todos el mismo coche y a la misma velocidad, pero muy solidarios.
Y ya podemos saltar a la otra joya sobre la filosofía de los viajes, consistente en que “para llegar antes, lo que hay que hacer no es correr, sino salir antes”. A esto se le llama jugar con la ecuación espacio/tiempo; pero el planteamiento está viciado de raíz, y por varios conceptos. Es posible que los lectores más veteranos y asiduos de este blog recuerden la primera entrada que publiqué, hace ya casi dos años, bajo el título de “Nostalgia”, y en el cual recordaba con cariño, y cierta melancolía, lo que suponía en las décadas de los 50, 60 e incluso 70, plantear un viaje largo con toda la familia. Porque la frasecita perogrullesca no es otra cosa que recordar de mala manera lo que todos debemos saber: un viaje de kilometraje importante (en los muy cortos la diferencia de tiempo se deberá más bien al tráfico que a nuestro crucero) debe plantearse con un mínimo de logística.
Pero la trampa reside en que lo que la gente busca no es llegar “antes” (¿antes de qué?, me pregunto), sino llegar en función de dos conceptos: a una cierta hora más o menos fija, debida a citas previas, a horarios de comida o cena, a organizar un apartamento “antes de que nos den las tantas” o a cualquier otro motivo absolutamente lícito; o bien llegar “lo antes posible”, para no aburrirse en carretera o porque andamos ya un poco justos de tiempo para cumplir con los horarios antes comentados. Lo que ocurre es que el promotor del “salir antes” parece partir de la base de que cualquier conductor que intente “llegar antes” lo hace a base de lo que previamente he comentado: achuchar, adelantar a lo bestia, saltarse la línea continua y trazar por el carril contrario las curvas ciegas.
Es posible que este planteamiento pesimista esté justificado en el caso de algunos conductores, pero que sea la DGT quien promueva como solución lo de “salir antes” es algo que se queda muy alicorto. Porque como un conductor mal educado (en el más amplio sentido técnico, legal y cívico de la seguridad vial) se sienta presionado por el reloj, es probable que comience a cometer imprudencias, más que voluntaria y fríamente decididas, por un fallo al calcular distancias, tiempos y velocidades a la hora de realizar un adelantamiento o de negociar una curva. También hace tiempo que escribí otra entrada bajo el título de “Tener prisa”, en la que recordaba que es inútil querer convencerle a alguien de que no tiene prisa cuando en realidad la tiene; lo que hay que hacer es recordarle que, como se dice incluso en competición automovilística (donde “correr” es primordial), lo que debe primar es el concepto de que “para llegar primero, primero hay que llegar”. Y si nuestro objetivo no es llegar los “primeros”, puesto que no se trata de una competición, sino de un viaje, pues razón de más para ello.
Si el viaje a programar lo conocemos bien, y más o menos el tráfico que suele haber en función de la época y el día de la semana, podemos afinar bastante en cuanto al tiempo que vamos a tardar, salvo imponderables (obras o carretera cortada por accidente). Pero esa pérdida de tiempo no se puede cuantificar, porque puede ser de cinco minutos o de más de una hora; así que añadiremos entre un cuarto y media hora de tiempo, por si acaso, y si pasa algo más serio, nos conformaremos y no intentaremos recuperar el tiempo con maniobras arriesgadas. Pero si empezamos a añadir cuartos de hora por aquí y por allá, por aquello de que hay que “salir antes”, podemos acabar llegando al apartamento cuando todavía no está disponible, con el coche cargado y los niños dando la lata, y sin saber qué hacer.
Cuando el viaje corresponde a una época de puente vacacional, como para estos consejos de cara a las Navidades, no vale lo de “salir antes”, porque resulta muy difícil calcular cómo serán de largos los atascos. Y exagerando lo de “salir antes” podemos acabar levantándonos demasiado pronto y sin haber dormido lo suficiente, lo que nos llevará al cansancio en un viaje que puede ser bastante más largo de la previsto. Así que lo que hay que hacer es ser razonables y conformarnos con lo que nos encontremos en la carretera, olvidando lo de “salir antes” o “llegar después”.
Este tipo de consejos genéricos, que no ofrecen soluciones concretas, sirven de muy poco; no olvidemos el eterno recurso al “procurar escalonar las salidas y retornos”, sin aportar ideas concretas en función de las cuales realizar el escalonamiento, para acabar (como muchas veces ocurre), haciendo todos lo mismo, y la peor hora teórica acaba siendo la mejor. Por no citar la dificultad más evidente: las obligaciones laborales, que nos condicionan salida y retorno, so pena de perder tiempo vacacional. Y si entonces resulta que todos hacen lo mismo, y encima de recortar las vacaciones cogemos unos atascos monumentales, lo lógico sería que nos acordásemos del consejero de “escalonar” y de toda su parentela hasta la quinta generación.
El “buenismo”, en todo tipo de consejos genéricos (y no sólo en temas de tráfico) sirve de poco, si no va acompañado de recetas concretas, prácticas y relativamente fáciles de aplicar. Y en el tema de la conducción, absolutamente nada sustituye a enseñar a conducir bien (que no quiere decir necesariamente conducir muy rápido) en todas sus facetas: la puramente técnica de manejo del vehículo, la del conocimiento del Código, y sobre todo, la del civismo y aplicación del sentido común; esto último nos puede librar de muchas situaciones comprometidas. Pero como éstas requieren muchas veces resolverse en décimas de segundo, el sentido común sólo puede aplicarse a partir de un conocimiento suficiente y casi instintivo de la maniobra a realizar; si tenemos que pensarlo demasiado, ya es tarde. Y esta rapidez nos la da exclusivamente el dominar suficientemente una buena técnica de conducción. Nada sustituye eficazmente a esa buena enseñanza, y entonces sobran los consejitos “buenistas”.