Ya advertí hace dos o tres semanas que había un par de comentarios a entradas previas que merecían una entrada aparte, dado lo jugoso de los temas a tratar y también el tono, digamos beligerante, en el que habían sido redactados. Me refiero, en concreto al 13 de “Guillermo” en “Pruebas de consumo” (primera de este título, del 17 de Marzo), y a los 4, 17, 20 y 22 de “Apolo” y “Orfidal” en la entrada “Fangio, etc. etc.” del 25 de Marzo; aunque sea invirtiendo el orden cronológico, responderé primero a estos últimos comentarios. Dejaré al criterio de los blogueros que se molesten en leer esta entrada y buscar los comentarios a los que haré referencia, su opinión acerca del tono en el que tanto “Apolo” como “Orfidal” nos tratan tanto a mí (dudo que me conozcan de nada, al margen de este blog) como, sobre todo en el caso de “Orfidal”, al resto de lectores que libremente han manifestado su opinión sobre el nivel de mis textos, así como su despectivo desprecio, manifestado en su comentario 22, respecto a las razonadas explicaciones (18, 19 y 21) de algunos de ellos. Dejémoslo en el viejo dicho de que “no ofenden quienes quieren, sino quienes pueden”.
Pero vamos al meollo del asunto; la dichosa frase con la que me obsequió Fangio diciendo “… ya me tenía aburrido, e intenté despegarle, pero no pude…”. Me limité a repetir, todo lo más textualmente que la memoria me permitió, la conversación que mantuve con el insigne piloto, así como los datos más relevantes de la anécdota: él llevaba un 300 con cinco ocupantes en total, mientras que yo iba solo en un 230, yo arriesgué lo indecible (más de lo que la más elemental prudencia, y lo reconozco, hubiese aconsejado) y sobre todo, que es lo que yo quería subrayar, la pasmosa facilidad con la que yo veía al coche de delante hacer lo que a mí me llevaba al punto de salirme al campo una vez tras otra. Porque esta percepción de la soberana facilidad de Fangio era la clave de esta anécdota, como de las otras dos, con otros también extraordinarios pilotos. El hecho de que, aunque con la lengua fuera, pudiese seguirle, no es más que la anécdota de la anécdota; pero sin haber podido seguirle, tampoco hubiese podido observarle. Y mal que les pese a los dos comunicantes, el hecho objetivo es tanto que, tras varias decenas de kilómetros, llegué a término junto al otro coche, como el posterior comentario de Fangio.
Tanto “Apolo” como “Orfidal”, aunque probablemente nunca habían leído nada mío, ni tal vez conocían mi existencia (lo mismo que más del 99% de la población española), sí tenían la referencia, por lo que ya habían escrito diversos comunicantes, de que llevo décadas escribiendo sobre coches y, muy en concreto, probándolos. Es decir, que en conducir, más o menos rápido, es evidente que tengo alguna experiencia. A la inversa, yo tampoco les conocía a ellos, y sigo sin conocerles, al margen de sus maneras epistolares; pero sigo sin tener más referencias. Así que no sé si tienen carnet de conducir, si lo tienen pero son unos “domingueros”, o si son unos expertísimos conductores, pero aparentemente resentidos por no haber podido hablar nunca con Fangio, y menos aún haberle visto conducir desde una posición privilegiada. Así que tanto si lo saben, como a mayor abundamiento si no lo saben, voy a recordarles aquí unas cuantas cosas sobre el tema de la conducción rápida en carretera abierta, y de paso aprovecho para ir rellenando el blog.
a) En carretera más o menos tortuosa y abierta al tráfico, es mucho más fácil seguir que abrir pista. Muy distinto de lo que ocurre en un circuito (ahí no viene nadie de cara y los pilotos se saben el trazado de memoria), donde un piloto más lento, o con peor coche, o incluso ambas cosas, puede bloquear el paso a otro más rápido durante vueltas y vueltas; pero una vez superado, se queda irremisiblemente atrás. El que va delante, si no se sabe la carretera de memoria (éste era el caso de Fangio, recién llegado a España), tiene que adivinarla tras de cada rasante o curva ciega, debe tener en cuenta que, en ambos casos, puede venir alguien de frente (y por el centro o incluso cortando), debe prever que puede haber un bache o la cuneta mordida justo en el pico de la curva, que puede haber gravilla, etc. Todo esto, evidentemente, hace muy distinta esta conducción a la que se podría hacer en el mismo tramo, pero si fuese de rallye, con notas, copiloto y cerrado al tráfico.
Ahí es donde un buen piloto marca la diferencia, puesto que puede explotar a fondo sus cualidades de control del coche al límite absoluto de agarre. Por el contrario, al que sigue entre 15 y 40 metros de distancia, le dan la mitad del trabajo hecho: le apartan a los que vienen de cara, con el mayor o menor tiempo de las luces de freno encendidas le indican la mayor o menor dificultad de lo que él todavía no está viendo, le marcan la trazada y si puede abrirse a la salida o no, etc. Cuando salimos para hacer una sesión de fotos en “Automóvil” por carreteras secundarias con varios coches, usualmente deportivos de alta prestación, yo puedo seguir el ritmo que marcan Fernando Gómez-Blanco o Juan Collin, que llevan más de un cuarto de siglo metidos en competición y sin haberla abandonado nunca; pero no iría a dicho ritmo si tuviera que ser yo quien marcase el paso. Y a su vez, puesto que he ido en repetidas ocasiones como copiloto con Juan, sé lo que es capaz de hacer en un tramo cerrado al tráfico, cuando la carretera está húmeda y resbaladiza; desde luego, yo no lo haría. Todo ello deja muy clara la diferencia entre seguir e ir delante.
No quiero cerrar este apartado sin traer a cuento una frase en el libro que Paul Frère escribió sobre la conducción: “El nivel de un buen conductor de carretera se mide en razón inversa al número de frenadas inútiles que hace”. Hago notar que no hace ninguna referencia a ir deprisa o despacio, sino a que, cada cual dentro de su ritmo, debe ser capaz de enjuiciar la carretera y no frenar inútilmente, sino tal vez levantar el pie desde algo más lejos cuando las cosas no están claras. En una ocasión le cité su propia frase, y dijo no recordarla, pero que la suscribía al 100%. Por cierto, y para quizás mayor desasosiego de “Apolo” y “Orfidal”, puedo presumir de haber sido algo más que simplemente colega de este belga ingeniero, periodista, piloto de F1, vencedor de las 24 Horas de Le Mans y consultor de diversas marcas de automóviles, que cada vez que nos veíamos me saludaba con un cariñoso “Mon cher Arturo”; él sí me conocía.
b) En cada país, las carreteras tienen una personalidad propia; se nota que los ingenieros de Caminos de cada uno de ellos han estudiado en la misma Escuela, aunque una curva siga siendo una curva para todos ellos. Pero hay algo que distingue ligeramente a unos países de otros y, por lo general, tanto más cuanto más distancia geográfica haya entre ellos. De España a Portugal hay muy poca, si es que hay alguna, diferencia. Y lo mismo, pero ya con un cierto punto de interrogación, se puede decir de lo que se encuentra uno en el sur de Francia y buena parte de Italia, o incluso Grecia. Pero desde luego, las carreteras alemanas tienen una filosofía de trazado, tanto vertical como horizontal, bastante distinta, y no digamos nada las holandesas o suecas. Mucha o poca, yo jugaba en este terreno con ventaja respecto a Fangio, aparte de la ya citada de ir detrás.
c) Con el peso de cuatro pasajeros suplementarios (pongamos 300 kilos) más el de un motor de seis en vez de cuatro cilindros, la relación potencia/peso del 300 prácticamente no tenía ventaja sobre el 230. Por otra parte, el mío casi seguramente llevaría un grupo algo más corto (hablo de memoria), y el cuatro cilindros, de mayor cilindrada unitaria, es también casi seguro que sería un poco más elástico, respecto a su potencia máxima, que el seis cilindros. Por lo tanto, yo no tenía ninguna inferioridad mecánica, en este apartado, respecto al maestro argentino.
d) Por el contrario, y debido a la carga prácticamente máxima que transportaba, él si estaba en inferioridad en cuanto a suspensión, con menor recorrido y las cotas del tren trasero fuera de sus ángulos óptimos. Por no hablar de que, con casi total seguridad, las presiones de hinchado estarían puestas (quizás algo más duras respecto a las preconizadas para uso normal) con un reparto para una utilización con una o dos personas a bordo, que es lo usual en una toma de contacto. Nueva ventaja para mí.
e) Fangio llevaba cuatro pasajeros dentro, y yo iba solo. Casi nadie que esté en su sano juicio, y que sea mínimamente correcto con sus pasajeros, apura la conducción como cuando va solo. Desde luego, si yo llego a llevar aunque no hubiese sido más que a un acompañante, me habría quedado atrás en las cuatro primeras curvas. Otra ventaja para mí.
f) Por lo tanto, no es lo mismo, llevando gente dentro y no teniendo que demostrar nada, intentar despegar a un coche que te sigue y que ya te está aburriendo un poco, que seguir, con el cuchillo entre los dientes, al coche que va delante, para aprovechar una ocasión única en la vida. La actitud de Fangio al volante, aunque evidentemente se puso a tirar rápido, no era, sin duda alguna, la absolutamente al límite que llevaba yo.
Si con a estas ventajas a favor mío, de la a) a la f), todavía sigue siendo increíble que ocurriera lo que ocurrió, qué más puedo decir. ¿Tal vez debí haber incluido toda esta parrafada en el relato de una simple anécdota, sólo para que algún lector susceptible, desconfiado y que no me conoce de nada, tuviese las cosas más claras? Un tanto excesivo, me parece.
Y vamos ya con el comentario de “Guillermo”, que al menos no es directamente insultante, pero sí roza la descortesía al acusarme, sin mayor aporte de pruebas, de aprovecharme de no sé cuál posición de privilegio, de hacer afirmaciones a la ligera o frívolas, mal fundamentadas o directamente falsas, todo ello con anterioridad a la entrada que ahora nos va a ocupar. Pero en ésta, por fin, parece que ha encontrado dónde hincar el diente, y con un estilo doctrinal que, curiosamente, me parece caer justo en aquello que intenta criticar, hace una serie de consideraciones que me dan pie para extenderme sobre unos cuantos conceptos muy interesantes en sí mismos. De este modo dan lugar a una nueva entrada; no hay mal que por bien no venga.
El tema de la aritmética y el cálculo era absolutamente marginal al meollo del asunto, pero una vez metidos en harina, vamos allá. Desde los tiempos de los caldeos y los egipcios, y cristalizando con los griegos (me refiero a los períodos históricos clásicos), las posteriormente llamadas ciencias exactas (por algo se les debió poner este nombre) han ido progresando poco a poco. Primero supongo que serían las cuatro reglas, luego el manejo del ábaco; en general la aritmética, y luego el álgebra. Y también podemos incluir aquí la cinética, la dinámica y la cinemática más clásicas, ya que son construcciones teóricas de tipo matemático, aunque basadas no sólo en cantidades numéricas, sino aplicadas a fenómenos físicos que relacionan las tres magnitudes básicas: longitud, masa y tiempo (aunque obviando, eso sí, rozamientos y aerodinámica). Y no olvidemos la geometría métrica, incluyendo las cónicas (todavía guardo con cariño los dos tomos de esta disciplina de Puig-Adam; cuya hija, muy guapa por cierto, fue mi profesora de inglés en el Instituto de S. Isidro), materia en la cual eran ya maestros en las tres civilizaciones antes citadas (por favor, no entremos en disquisiciones acerca de cultura y/o civilización).
Tras del parón cultural y científico de la Edad Media (alquimistas al margen) llegan el Renacimiento y la Edad Moderna, y una tremenda recuperación científica, basándose en la herencia griega, básicamente. Y aquí entramos ya en la zona del cálculo: integral con sus derivadas, vectorial, matricial, y ecuaciones de todo tipo por lo que al campo matemático se refiere, y trigonometría plana y esférica, y vectores, en el terreno geométrico. A esto es a lo que yo tengo entendido que se le llama Cálculo, y que pasando por Newton y Leibnitz, podríamos llevar hasta la Revolución Francesa o poco más, con Lagrange, Laplace, L’Hôpital y tantos otros. Y ni en el tomo de D. Julio Rey-Pastor, que también tengo guardado por algún sitio, como en las clases directas de catedráticos como Abellanas y Etayo, recuerdo que hubiese la menor duda ni discusión sobre estos temas; serían más o menos abstrusos y difíciles de entender, pero totalmente cerrados y, como suele decirse, “iban a misa”.
Ahora bien, si donde “Guillermo” quiere entrar es en ese terreno etéreo y apasionante (para quien lo entienda) que va desde Niels Bohr y Albert Einstein hasta, por el momento, Stephen Hawking, en el que se entremezclan la Teoría de la Relatividad, las Matemáticas Avanzadas (creo que se llaman así, y no simplemente Cálculo), la Física cuántica y de partículas (reales o teóricas), la cosmogonía, el origen del mundo y hasta la existencia de Dios, ahí no entro; ese es un terreno que se lo cedo a “Guillermo” y al protagonista de “Una mente maravillosa”. Pero desde luego eso no lo considero Cálculo; yo me quedo en los logaritmos (neperianos o decimales), cuyas tablas de Ludwig Schrön también tengo guardadas todavía.
El asunto de los ciclos urbano y extra-urbano creo que ya está muy sobado; creo que ya aclaré en un comentario anterior que cuando dije que el extra-urbano es “artificial” habría sido más exacto decir “artificioso”, en el sentido de que no es nada representativo de una utilización mínimamente habitual. Por el contrario, no me lo parece el urbano, que está mucho más próximo a la realidad del tráfico de ciudad, aunque no del nuestro; pero sí quizás al de una urbe alemana con urbanismo y tráfico menos anárquicos.
Y vamos ya con el “torpe adorno” de las masas de inercia; aquí sí que “Guillermo” se ha coronado; ¿nunca hasta ahora ha oído hablar de “volante de inercia”? Porque eso es lo que, sin ir más lejos, llevan los motores térmicos de combustión interna a la salida del cigüeñal, sirviendo de apoyo bien para el embrague o para el convertidor hidráulico de par; también responde al nombre de volante-motor. Todo el que haya estudiado no ya el antiguo bachillerato de siete años, sino la actual Enseñanza Media (si es que todavía se llama así, y cuyos cursos soy incapaz de situar desde hace muchos años) sin duda conoce, o debería, un principio de la Dinámica, también llamado, creo recordar, principio de la inercia: Todo cuerpo en estado de reposo o de movimiento rectilíneo y uniforme, tiende a mantenerse en dicho estado mientras no aparezca una fuerza externa que lo modifique. Esa tendencia a mantener cualquiera de esos dos estados es lo que se entiende por inercia.
Pero aquí, en el mundo real, estamos tratando con máquinas como el automóvil, que tienen una misión que cumplir, y por ello los materiales o masas que los componen tienen distintos objetivos. Un ejemplo muy facilito: un Toyota Land Cruiser lleva un bastidor o chasis en escalera, formado por perfiles de acero, que pesa un montón, debido a la gran rigidez que se le exige para soportar la utilización en todo-terreno. Pero a sus ingenieros maldita la gracia que les hace que pese tanto, y procuran afinar los cálculos para lograr esa rigidez con el menor peso posible, ya que su inercia es perjudicial en aceleración, en frenada y en curva; si pudiesen, lo sustituirían por otro de material más ligero, pero lamentablemente, sería muchísimo más caro. Por el contrario, a sus motores, y en particular a su pesado turbodiesel 3.0 D-4D, le ponen un pedazo de volante-motor de también un montón de kilos, y a sabiendas de que es perjudicial para lo mismo que el peso del chasis. Entonces, ¿es que son tontos? No, porque precisamente, para garantizar un ralentí estable y una regularidad cíclica a bajo régimen, la inercia de ese volante-motor es imprescindible, por más que sea perjudicial para todo lo demás; su única razón de ser es aportar momento de inercia (la inercia del movimiento rotativo). Por ello, a nadie se le ocurre hablar de un chasis de inercia, y en cambio al del motor sí se le llama volante de inercia; porque para cumplir su específica misión tiene que tenerla, y bastante.
Ejemplo todavía más simple: un martillo; el mango es de madera, de mínimo peso, mientras que la cabeza metálica es una masa inercial para que acumule la energía cinética que le vamos suministrando con el brazo para que, con la velocidad a la que llega a impactar con el clavo, la inercia que lleva lo haga penetrar. No resulta agradable transportar un martillo, y no digamos una de esas mazas que utilizan esos chicos tan simpáticos llamados “aluniceros”, pero si no tuviesen semejante inercia no servirían para sus fines. Y para rematar, cuando a finales de los años 30 Monsieur Pierre Boulanger lideró el diseño del Citroën 2 CV, en la suspensión independiente de las cuatro ruedas se pusieron unos tubos verticales en cuyo interior se alojaba un conjunto de muelles y masas cilíndricas, con la mangueta a mitad de altura. ¿Y cómo les llamaron los ingenieros que los diseñaron (que algo debían saber de Física) a dichos tubos? ¡Premio: batidores de inercia! Mucho más adelante se quitaron y fueron sustituidos por los clásicos amortiguadores hidráulicos, puesto que no controlaban el balanceo lateral, que quedaba para los suaves resortes de suspensión; pero en un camino de tierra lleno de baches (que es para lo que se había diseñado el 2 CV) eran estupendos. Queda claro que hay masas estructurales, y otras simplemente de inercia.
Y ahora entremos en la historia de las masas o volantes de inercia de los bancos de pruebas de rodillos para los ciclos de homologación, que nos traían de cabeza a diversos blogueros, incluidos “Guillermo”, yo mismo y algunos más. Casualmente, acabo de realizar una visita al muy interesante Centro Técnico y de Diseño que el grupo Hyundai/Kia tiene en Rüsselsheim, Alemania (sí, a dos pasitos de Opel); una vez más en unión de mi veterano compañero Eduardo Azpilicueta, los únicos “plumillas” españoles del motor entre poco más de dos docenas del resto de Europa. Y cuando nos bajaron a ver los bancos (unos AVL austriacos de motores, y un Horiba japonés de rodillos para los ciclos) salté a la ocasión, y me puse al día. Allá va: el volante de inercia que simula el peso de cada coche en aceleración es fijo para cada grupo de pesos (en saltos de 30 en 30 kilos); y en cuanto a los rozamientos internos de la transmisión y a la resistencia a la rodadura, que es prácticamente constante incluso para más velocidad que la máxima (120 km/h) alcanzada en el extra-urbano, es fácil obtenerlas tanto en el banco, al dejar el coche en punto muerto, como tirando del coche con un dinamómetro a baja velocidad (sin resistencia aerodinámica).
En realidad estas dos resistencias no nos haría falta conocerlas de cara al ciclo, ya que automáticamente están incluidas al rodar el coche en el banco; pero sí hacen falta para buscar la más difícil: la aerodinámica. Pues bien, una vez que las de rodadura y transmisión ya se conocen, el coche se monta en una rampa bastante inclinada y se le deja caer en punto muerto, dentro de un hangar sin corrientes de aire: en el punto en el que el coche llega al pavimento plano, se mide su velocidad con célula, y también la distancia que recorre antes de caer a una velocidad preestablecida, bastante antes de detenerse. Descontando el efecto lineal de la rodadura, y sabiendo que la resistencia del aire es cuadrática, no es demasiado complicado despejar la incógnita de cuál es la resistencia aerodinámica que ha frenado al coche tras bajar de la rampa. Entonces, dicha resistencia cuadrática en función de la velocidad se incorpora al programa de un generador eléctrico acoplado al eje de los rodillos, y junto a la inercia del volante que simula el peso en las aceleraciones, ya están unidas todas las resistencias: la de rodadura, en el propio contacto de neumáticos y rodillos, la de la transmisión, porque el motor está impulsando las ruedas a través de la misma, la de aceleración, gracias al volante de inercia, y la aerodinámica, a través del generador eléctrico (a la cual se añade la lineal de rodadura del tren no motriz, que no está sobre los rodillos). Y ya, por fin, sabemos cómo se realiza el maldito ciclo, y podemos dormir tranquilos.
Nos queda la aerodinámica, esa “rama de la física muy poco intuitiva sobre la que no se deben hacer afirmaciones tajantes salvo cuando se tienen datos fiables. Afirmar algo sin ellos es, entre otras cosas, frívolo”. ¡Ay, qué ocasión de callarse tuvo en este tema “Guillermo”, más y más enredado en su doctoral obsesión por sentar cátedra! ¿Y cómo sabía él que no tengo datos fiables? Porque ya he explicado en más de una ocasión (más arriba en esta misma respuesta, sin ir más lejos), que cuando en una entrada hago una afirmación, no voy a estar cada vez metiendo de por medio todos los argumentos que la avalan; de ese modo, no llegaríamos nunca al final, la redacción perdería fluidez, el lector se acabaría aburriendo (y yo dormido frente al teclado). Pero el no citarlos no quiere decir que no los tenga; simplemente confío, ya que no en el principio de autoridad (proscrito en este blog y en esta web), al menos sí en el de credibilidad, que éste sí creo habérmelo ganado en casi cinco décadas de ejecutoria profesional, tal y como parecen concedérmelo los blogueros que me leen de tiempo atrás. Por supuesto que puedo equivocarme, como todo el mundo; pero, por lo menos, procuro no hablar a tontas y a locas, aunque también como todo el mundo, seguro que lo hago, y en más de una ocasión. Así que lo mejor será que los lectores juzguen si ésta fue una de ellas, y en un tema tan apasionante.
Enero de 1986: el Ford Scorpio había sido nombrado “Car of the Year”, y ese año la ceremonia de entrega del trofeo le correspondía a “Autopista” y el acto se llevaba a cabo en Madrid, concretamente en el Hotel Ritz. A los colegas del jurado asistentes se les entregó un juego de publicaciones de Motorpress (supongo que al resto de invitados también; la que todavía no era mi mujer, pero casi, estaba metida en la organización y seguro que se acuerda, pero no hace al caso), revistas que algunos hojearon durante el cóctel previo a los discursos, ceremonia y consiguiente cena. Y mira tú por donde se me acerca Jean Bernardet padre (uno de los grandes gurús, por ejecutoria y volumen corporal, de la prensa francesa del motor) y me pregunta: “Me han dicho que tú estás haciendo esto, ¿cómo lo haces?”. Se lo expliqué y me respondió, muy asombrado: “Pero eso es un trabajo enorme; yo llevo tiempo buscando la forma de preparar un software informático para que sea más fácil; no sabía que alguien en Europa se me hubiese adelantado”. Y ¿qué es lo que yo hacía en “Automóvil”? Pues pura y simplemente, calcular de modo empírico (para asombro de Jean Bernardet y supongo que ahora de “Guillermo”) el Cx aerodinámico de los coches que probaba.
Es probable que algunos de los blogueros con cierta edad, de esos que almacenan ingentes cantidades de revistas, tendrán ejemplares de “Automóvil” de 1985 a 1991, y podrán comprobarlo. Cálculo aerodinámico que servía para un objetivo final todavía más interesante; algo que no he visto nunca en ninguna publicación del motor de las de distribución habitual: las curvas de reserva de fuerza de empuje en cada marcha, una vez descontadas las resistencias de rodadura, de transmisión y aerodinámica. Al trazar las curvas de reserva de kilos de empuje en rueda por tonelada de peso del coche, el resultado era la reserva de aceleración real a lo largo de todas la gama de velocidades; la más auténtica medida del nivel prestacional de un coche, a mi entender.
Volvamos a la aerodinámica: ¿cómo se calculaba el Cx? Esta vez sí hay que ir punto por punto; esto le gustará a “Exeo”. Primero: en Motorpress hay un banco de rodillos que saca, gráfica y numéricamente, la potencia y par (total y descontando resistencias) en el momento de probar, y también corregidos, habida cuenta de la presión y temperatura que teníamos en el banco en el momento de tirar las curvas. Segundo: en aquellos tiempos, yo todavía hacía el cronometraje de los coches que probaba (de noche cerrada, por supuesto), incluida la velocidad punta, lo que llevaba muchos minutos hasta encontrar un buen hueco en la autovía; probaba con dos personas a bordo, y aquí reaparece mi mujer, que apuntaba en un bloc los datos que yo le pasaba del crono digital que llevaba colgado al cuello. Total: disponía de la velocidad punta, en unas circunstancias determinadas. Tercero: yo tenía un número del entonces Servicio Meteorológico (ahora AEMET), que me informaba al día siguiente de la presión y temperatura reinantes, a la hora de haber realizado las pruebas, en la zona donde éstas se llevaban a cabo. Cuarto: aplicando la fórmula de corrección, sabía la potencia exacta real en rueda que impulsaba el coche para conseguir la velocidad máxima, ya que también sabía el desarrollo (por el propio banco, con cuentarrevoluciones de precisión, y por las tablas de desarrollos de neumáticos).
Quinto: con alguno de nuestros fotógrafos, nos íbamos a una carretera secundaria, de tráfico casi nulo, recta y con un pequeño rasante, donde se ponía el coche bien alineado de frente y las ruedas bien rectas, y con un teleobjetivo largo (mínimo 500 mm) se le hacía una foto de frente, con luz por debajo de las ruedas, que nos daba la sección frontal. Sexto: ya en la redacción y en el laboratorio fotográfico, la diapositiva (eran otros tiempos) se proyectaba sobre una hoja de papel milimetrado en la que, previamente, se había marcado a lápiz la anchura máxima exacta del coche (casi siempre a nivel de los pasos de rueda delanteros) a escala 1/10. Se perfilaba a lápiz con sumo cuidado la periferia del coche, retrovisores y detalles de los bajos incluidos, y contando luego milímetros cuadrados (fue la causa de que tuviese que ponerme, por fin, gafas) ya teníamos la sección frontal. Séptimo: teniendo dicha sección, y la potencia real exacta que impulsaba el coche a la velocidad máxima también exacta y estabilizada, y los datos meteorológicos, ya sólo nos hacía falta aplicar la fórmula de la resistencia aerodinámica (viene en los formularios técnicos; sólo hace falta buscarla, je, je) y ¡hale, hop!, ya tenemos el Cx del coche.
Muy bien, pero puede aducirse, y con razón, que una cosa es hallar el Cx de un coche probado, y otra hacer profecías sobre otro sólo con mirarlo. En parte es cierto, pero no echemos por la borda la experiencia; por el proceso antes señalado calculé el Cx de 60 coches (uno arriba o abajo), y algunas conclusiones se pueden sacar de ello. Una: que la velocidad a la que se cruzan, es decir, que son iguales la resistencia aerodinámica por un lado y la suma de las resistencias a la rodadura y en la transmisión por otro era, en el promedio de aquellos 60 coches (muy variados en tamaño, equipamiento de ruedas y peso) exactamente 87 km/h. De tiempo atrás ya había leído en diversas fuentes que, según los coches, esta velocidad viene a estar entre 80 y 90 km/h; el banco de pruebas y el asfalto lo confirmaron. Otra: ningún coche con pinta de tener un mal Cx lo tiene bueno, ni en mis averiguaciones ni en la inmensa mayoría de los propios datos de fábrica (menos el Cube, cuyo 0,35 de pretendido Cx sólo es bueno en relación a su diseño); por el contrario, sí que se da el caso, y con frecuencia, de que coches que a primera vista parecen muy aerodinámicos lo tienen bastante malo.
Una adivinanza: con una diferencia de unos quince años, Citroën presentó dos coches con apariencia muy aerodinámica: el DS (el “Tiburón” para nosotros) en 1955, y el GS, posteriormente GSA, en 1971, si mal no recuerdo; pues bien, uno de los dos tenía muy buen Cx, y el otro, bastante malo. Sólo hay un ejemplo de coches con diseño aparentemente chocante, que no cuadrado, cuya estética puede parecer aerodinámicamente dudosa, pero que es muy buena: los que utilizan el llamado “efecto Kamm”, en honor al aerodinamista alemán que lo estudió. Son los que llevan lo que los italianos llaman “coda tronca”; ejemplos que me vienen a la memoria pueden ser el coupé AC Cobra Daytona 7 litros de competición (creo que no se vendió al público, al menos para uso normal en carretera) y los Alfa Romeo Giulia TZ (Tubolare Zagato) que, a diferencia del SS anterior, no tenían una larguísima zaga en disminución, sino cortada abruptamente (como el Cobra), con el techo bastante horizontal y una grande y plana sección vertical, que dejaban la luneta posterior casi inservible para el espejo. Pero ese plano posterior quedaba claramente retranqueado hacia dentro, enmarcado tanto por arriba como por los lados, por unas prolongaciones (de 5 a 10 cm) del techo y los laterales que acababan en un diseño ligeramente abierto, en forma de discreto alerón.
El objetivo era que esa depresión o vacío parcial que tan certeramente definía “Exeo” en un comentario a la entrada anterior, se formase del orden de uno o dos palmos por detrás del coche; con un colchón de aire, casi a la presión atmosférica y no en depresión, pegado a esa importante superficie plana vertical de la zaga. De este modo, la depresión ya no “chupaba” al coche hacia atrás. Si bien es cierto lo que dice “Exeo” de que el influjo de la zaga es más importante que el del frontal, hay que hacer una puntualización: esto sólo es así si el frontal es lo bastante bueno como para que el flujo de aire, a lo largo del techo y los laterales, sea suficientemente laminar y llegue a la zaga medianamente en orden; si el frontal es malo, y antes de llegar a la altura del parabrisas (y con más razón si éste contribuye al destrozo) el aire se ha despegado de la carrocería, creando remolinos, dicho aire llega en régimen plenamente turbillonario a la zaga, y ésta lo más que podrá hacer es no aumentar el desastre, pero en modo alguno arreglarlo.
Un cucurucho de helado, con la bola del mismo de forma semicircular recién puesta, tiene un buen diseño aerodinámico, ya que se parece mucho al de la gota de agua alargada que se considera óptimo; por ello, para circuitos rápidos, se utilizan coches de carreras de “cola larga”, mientras que los de “efecto Kamm” (que no llega a ser tan eficaz) son más adecuados para trazados más retorcidos, al ser mucho más cortos. Pero si al cucurucho le vamos chupando el helado, y acabamos dejándolo plano y enrasado con la boca circular del barquillo, entonces su perfección aerodinámica se ha ido al traste, aunque el 90% de la forma, excepto la frontal, siga siendo la misma. Por ello los coches de “efecto Kamm” tienen un frontal y un parabrisas muy bien diseñados, suaves y bastante tendidos, para que el flujo de aire llegue al reborde que enmarca la trasera en régimen laminar, y pueda continuar hacia atrás durante un corto trecho antes de formar remolinos, “engañando” a la depresión y permitiendo que exista un colchón a presión casi atmosférica.
Otra conclusión que he podido sacar de todas las comprobaciones antes citadas es que los fabricantes mienten tanto más cuanto peor es el Cx; es decir, que por debajo de 0,30 siempre dicen la verdad, hasta 0,35 reales mienten una o, como mucho, dos centésimas, y de ahí en adelante, lo que su fértil imaginación les dicte. Volviendo a Alfa Romeo, el Alfa 90 se anunciaba, si mal no recuerdo, para un 0,39, que en su época ya no era nada bueno, pero no querían poner el 4 por delante ni a tiros; a mí me salió, de nuevo si mal no recuerdo, del orden de 0,43 o 0,44. Cuando se presentó el Fiat Ritmo en 1978, presumía de un Cx 0,38 (que nunca llegué a comprobar, si la memoria no me es infiel); para sus tiempos debía de ser bueno ¿no creen Vds?, cuando el fabricante se permitía sacar pecho. Pues bien, basta con mirar un Ritmo y un Cube y preguntarse, ¿este último puede tener un Cx (no digamos ya el producto S.Cx, lo cual sería injusto) del orden de nada menos que casi un 9% mejor que el Fiat?
Otro ejemplo, dentro de la propia Nissan: el primer Qashqai, según ellos, tiene un 0,35, que en el nuevo acaba de ser mejorado, también según ellos, a un 0,34, a base de pequeños retoques. Basta con ver el frontal del Cube (plano y vertical, como un puñetazo contra el aire), y el ángulo casi vertical del parabrisas (que al menos sería una bofetada), para darse cuenta de que sería milagroso que el Cube igualase al Qashqai. Y tanto más cuanto que las aristas de la carrocería, entre superficies que casi todas están a 90º una con otra, han sido redondeadas con excelente resultado estético, pero que contradice lo antes explicado para la zaga del “efecto Kamm”: deberían acabar en forma ligeramente abierta, y además prolongada, para dejar hundida la enorme superficie trasera, que corresponde a la sección total del coche. El que tenga ocasión de probarlo, que espere a que haga un poco de viento y le coja medio de costado; y el que no, que pregunte a alguien que lo haya hecho.
Y como último testimonio, daré el de todo el grupo de periodistas españoles que asistimos, en Berlín, a la presentación del Cube; cuando alguien (que no fui yo) preguntó por el Cx, y respondieron con un escueto 0,35, las caras de asombro eran para verlas: los que escuchábamos en directo en inglés nos miramos unos a otros y empezamos a reirnos; y los que seguían la rueda de prensa por traducción simultánea se quitaron los cascos y empezaron a consultar entre sí: ¿Tú has oído 0,35, como yo? Nadie se lo creía; y es gente de la profesión que, como mínimo, está acostumbrada a mirar los coches, conocer los datos de aerodinámica y cuadrar una cosa con otra. En el fondo, tratándose de un coche que es un puro ejercicio de diseño, a mí el Cx del Cube no me preocupa, y admito perfectamente que sea un producto de culto en Japón; el coche tiene su gracia. Pero si su diseñador (estaba en la presentación y no dijo ser aerodinamista, sino que incluso por su discurso, se notaba que era diseñador estilista, puro y duro), han sido capaces de conseguir semejante maravilla aerodinámica, ya pueden echarse a temblar todos los especialistas de aerodinámica de la Fórmula 1, porque éste les quita el puesto en cuanto se lo proponga. Pero, a falta de comprobarlo en túnel de viento, creo que hay más que suficientes motivos para desconfiar, y mucho, de dicho Cx, y sin ser frívolo.
P.D.: Se me había olvidado comunicar un dato: el libro de Leonard J. K. Setright sobre neumáticos se titula “Automobile Tyres”, y la edición inglesa que yo tengo es de 1972, de Chapman & Hall. Pero también está publicado en los Estados Unidos, por Halsted Press, división de John Wiley & Sons, Inc., de New Cork.