Hay un par de tecnologías que, en las últimas décadas, están haciendo correr ríos de tinta en una proporción desorbitadamente exagerada respecto a su repercusión real en el día a día de la automoción; me refiero al coche eléctrico y a la conducción autónoma. El coche eléctrico es un viejo conocido; ya ha pisado calles y carreteras durante tres siglos distintos, pero su impacto en el parque rodante sigue siendo absolutamente marginal: de vez en cuando vemos un Nissan Leaf (casi siempre de una flota oficial o empresarial, y casi nunca de un usuario particular), más de tarde en tarde un pequeño Mitsubishi/PSA, y esporádicamente un mínimo Renault Twizzy. En cuanto al Tesla, la mayoría de Vds supongo que lo ha visto exclusivamente en fotos; pese a que, para la prensa de información general (mal informada a su vez) el propio coche y su promotor (el mesiánico vendedor de humo Egon Musk) encarnen poco menos que la salvación del tráfico rodado.
En cuanto a la conducción autónoma sigue en mantillas, circunscrita a experimentos en circuito cerrado, lentos recorridos por autopista o pruebas en ciudad absolutamente programadas (incluso con alguna ciudad-maqueta construida ex profeso para ellas). Podrán existir cinco o cincuenta niveles de conducción autónoma (es gratis organizar la utopía: ya lo hicieron Julio Verne y Aldous Huxley); pero en la práctica y por el momento, ver a un conductor leer el periódico al volante de su coche sólo lo vemos cuando está aparcado o, como mucho, parado en un semáforo.
Por el contrario, a grandes avances respecto a la seguridad activa o pasiva (cinturón de 3 puntos, airbag, ABS o ESP, por poner algún ejemplo), ni la propia industria les dedica la atención que merecen ni en sus catálogos ni en la publicidad mediática en la que invierte cientos de millones, en comparación con las dos “niñas bonitas” del marketing actual: el coche “conectado” y las ayudas a la conducción. Que podrán estar muy bien, nadie lo niega; pero que como protagonismo publicitario, sin duda confirman el aforismo de que “más vale caer en gracia que ser gracioso”.
En esta entrada nos centraremos en tres de las tecnologías citadas: la conducción autónoma, las ayudas a la conducción y el coche conectado, dejando de lado el eléctrico. Porque lo bueno y lo malo –según para quien- de que se hable tanto de algo es que también acaban apareciendo voces discordantes en el panorama genéricamente laudatorio y poco crítico que rodea a dichas novedosas tecnologías. Así que, en esta ocasión, apenas si voy a emitir opiniones propias, sino que cederé la palabra a personas altamente cualificadas o a encuestas realizadas sobre estos temas; y que luego cada cual saque sus propias conclusiones. Para acotar el territorio, marcaré con un titular cada una de las distintas cuestiones a comentar.
El problema del coste de adecuar las infraestructuras
Empezaré disparando una bala que tenía en la recámara desde finales del año pasado, pero que no había utilizado; al menos aquí, puesto que ya la publiqué en mi columna quincenal de “La Tribuna de Automoción”; columna de la cual extraeré unos párrafos, en la ya tradicional autocita. Estoy seguro de que a mi otro director Javier (Menéndez en este caso) no le importará que copie lo escrito hace nueve meses, si además cito el origen.
La cuestión es que –y aquí comienza la autocita- “el 15 del pasado Diciembre, en la E.T.S. de Ingenieros Industriales, dio una conferencia una ingeniera española de altísima cualificación, puesto que es Jefa –en Alemania- del Departamento de Bosch que se dedica a la conducción autónoma; dicho de otro modo, gran parte de todo lo que Audi, Mercedes y BMW hacen al respecto pasa por sus manos. Así que, fiel a mis ideas y en el posterior coloquio, le pregunté si España está preparada actualmente, en cuanto a infraestructuras, para que pudiera realizarse una conducción 100% autónoma; dando por supuesto que la tecnología en los automóviles ya estuviese lo bastante desarrollada (que previamente había reconocido que no lo está).
La respuesta superó todas mis expectativas: “No; no lo está. Sería precisa una inversión de 3.000 millones de euros sólo para adecuarla, básicamente en cuanto a señalización horizontal y vertical”; o sea, que si no se lo preguntas, no te lo dicen. Pero tienen calculado, incluso por países, lo que costaría adecuar la infraestructura viaria –y exclusivamente la de autopistas y autovías, ya que en carretera convencional se da por supuesto que nunca podrá haber conducción autónoma- para poder circular en un largo recorrido sin tocar para nada el volante y los pedales.
Es decir, que adecuar nuestra red de autovías (demos por bueno que las autopistas de peaje ya cumplen) nos costaría una cantidad ingente de dinero (500.000 millones de las extintas pesetas, que se dice pronto); y eso en pintura y paneles, porque a lo mejor también era preciso mejorar el firme aquí y allá, y luego retocar entradas y salidas, y rotondas, y vaya Vd a saber qué más. Porque estas cosas son como las cerezas: tiras de una, y te acabas llevando medio cesto. Y esto para adecuar la infraestructura; luego vendría el coste de mantenerla siempre a dicho nivel óptimo.
Podría argumentarse que ese arreglo de infraestructuras debería hacerse igual, con o sin conducción autónoma; pero se trata de una falacia. Tal y como están y vienen estando desde hace décadas, con esas vías vamos tirando mal que bien; pero para la conducción autónoma es condición irrenunciable que esté todo perfecto, so pena de estrellarnos o de que no haya una auténtica “autonomía”, y cada tres minutos suene una campanita y debamos tomar el mando tras el correspondiente sobresalto. Y falta saber si nuestra capacidad económica (que no es precisamente la de Alemania) puede soportar ese gasto de mantener las autovías como la patena. La política económica se define como “la administración de recursos siempre escasos”; y por lo tanto, ¿de dónde detraemos los fondos necesarios: de la Educación, de la Sanidad, de la Dependencia, de los Servicios Sociales? Ahí queda eso.
Añado ahora: a lo cual habría que añadir, pagado del bolsillo de cada usuario, lo que costaría un coche con ese equipamiento suplementario, y las correspondientes reparaciones; que no saldrían baratas, es de suponer. Con esto ocurrirá como con los faros, desde los de la primera bombilla H-1/H-3 halógena (olvidemos los de filamento de tungsteno en atmósfera de aire) hasta los actuales de xenón (y ya de LEDs) que automáticamente suben, bajan y giran dando una iluminación sin duda muy superior. Pero a un precio que acaba dando lugar a la gran profusión de coches “tuertos” que te encuentras por la noche. Y es que, en ocasiones, lo mejor es enemigo de lo bueno.
El problema de la toma de decisiones
En este apartado hago un resumen tomado de uno de los trabajos que más adelante se comentan sobre otras facetas. Se trata de la toma de decisiones, por parte de la “inteligencia artificial” que rige el comportamiento de la conducción autónoma, en los momentos críticos de la conducción, cuando hay que optar (en décimas de segundo) entre dos o más opciones, y de consecuencias más o menos desagradables para la integridad del propio vehículo, de sus ocupantes o de otras personas exteriores al mismo (ocupantes de otro vehículo, o peatones).
La base de partida bien podrían ser las famosas “tres leyes de la robótica” popularizadas por Isaac Asimov en su relato “Yo, robot”:
1ª ley: Un robot nunca hará daño a un ser humano ni, por inacción, permitirá que éste sufra daño.
2ª ley: Un robot obedecerá las órdenes dadas por un ser humano, excepto si entrasen en conflicto con la 1ª ley.
3ª ley: Un robot protegerá su propia existencia en la medida en que esta protección no entre en conflicto con las dos leyes anteriores.
El problema práctico
Lo del robot está muy bien, aunque yo leí hace tiempo un relato del propio Asimov en el que un robot se quedaba bloqueado ante una situación tan peculiar que ni las tres reglas podían resolver. Traducido a la conducción autónoma, el dilema (o trilema) se plantea cuando enfrentamos un peligro múltiple y/o inevitable: ¿hay que proteger antes a tus propios dueños, o hay que optar por el mal menor? La respuesta, siempre peliaguda, depende de que optemos por un planteamiento deontológico o utilitario. Y vamos con lo que técnicamente se entiende por tales planteamientos:
Según la deontología, los valores absolutos deben primar siempre, por encima de la utilidad inmediata. En este caso se podría expresar como no matar activamente nunca a nadie. Pero un caso concreto podría ser el de elegir, de noche y a la entrada de un túnel con una boca estrecha, entre atropellar a un borracho que de golpe surge de la oscuridad y se nos cruza, o bien estrellarte contra el sólido muro que limita la boca del túnel. El planteamiento deontológico elegiría estrellarte (y que cinturón, airbag y zonas de deformación hagan lo posible), porque atropellar voluntariamente (o sea, no mover el volante para impedir el atropello) supone la intención de matar. Ahora bien: ¿Vd compraría un coche que puede matarle a Vd y a toda su familia por evitar un atropello del cual no es Vd responsable?
Según el planteamiento utilitario lo que hay que buscar es el máximo de felicidad para el mayor número de personas. Si es siguiendo el “utilitarismo de la norma” hay que hacerlo siempre, sean cuales sean las circunstancias. Si es el “utilitarismo del acto”, valorando cada acción individual y sus circunstancias (es más fácil enunciarlo que hacerlo). En el caso del túnel, si en el coche viaja más de una persona, habría que atropellar al borracho; si va sólo el conductor, dependería de lo que el sistema confíe en cinturón, airbag y estructura, y de la velocidad del coche. ¿Y cómo se mete todo esto en el “software” que rige la toma de decisiones? Porque el sistema debe estar regido por un algoritmo que, en décimas de segundo, evalúe TODAS las posibilidades, y sus consecuencias.
Sobre un problema similar ya apuntaron algo, meses atrás, tanto “Esteban” como “Elisa”: el caso de frenazo por un perro, que el sistema confunde con un niño, y el coche de detrás se nos empotra. Claro que otro comentarista, de los de soluciones tajantes a favor de lo que le interesa, lo resolvió: el sistema no frena por un perro. Ya me gustaría saber cómo distingue entre un perro de tamaño medio/grande, y un niño de cuatro a ocho años que cruza una calle corriendo, se pone nervioso al ver que llega un coche, trastabilla y se cae, quedando a cuatro patas. Digo yo que el perfil de lo que leen el conjunto de radares y cámaras es muy similar. Y no es un caso inventado: me ocurrió a mí, cuando tenía esa edad; sólo que entonces los coches circulaban muy despacio por ciudad, y hubo la suficiente distancia para que el coche frenase, así que sé de lo que hablo.
Siempre se plantearán eventos aleatorios que antes no existían como tales dilemas, y quedaban a la elección (a veces refleja) del conductor. Y ahora dudo mucho que se puedan pre-programar; y en todo caso, el asunto nos llevaría al siguiente paso.
El problema de la responsabilidad jurídica
Este es uno de los huesos más duros de roer, porque puede tener (y de hecho acabará teniendo) consecuencias multimillonarias, de cara a la responsabilidad jurídica ante los tribunales y ante la empresa del seguro. ¿Quién es el responsable de elegir el programa, y por lo tanto de sus consecuencias: el conductor, el fabricante del coche, o el suministrador del programa de conducción autónoma? ¿Habrá posibilidad de elegir, al comprar el coche, entre un programa de planteamiento utilitarista o uno deontológico; o incluso uno que el usuario pueda cambiar alternativamente, según el humor con el que se haya levantado cada día? ¿O será una elección jurídica obligatoria, o a gusto de las diferentes marcas?
Respecto a este tema, la ingeniera a que antes hice referencia, y creo que respondiendo a una pregunta de Javier Moltó –que evidentemente también asistió a la conferencia-, confesó que este problema todavía era mucho más peliagudo que los de tipo tecnológico (con ser estos muchos y muy gordos), y que la legislación debería ser supranacional y obligatoria. Pero esto nos llevaría a redactar -como para las emisiones- legislaciones independientes para países concretos, pero con la prohibición de que estos coches salgan a circular por los países limítrofes. Porque, ¿tenemos alguna idea de lo que dice el Corán respecto a conducir un coche autónomo por Arabia Saudita? Y es que, si una mujer no puede conducir allí, ¿debería poder hacerlo un ordenador? (por citar un ejemplo, pero no único).
El problema de la receptividad frente al coche autónomo
Existirá una peligrosísima fase transitoria en la que coexistirán en la misma calzada coches “autónomos” y de conducción clásica. A este respecto, Goodyear y la London School of Economics and Political Science (LSE) han presentado el anteproyecto de una investigación que llevarán a cabo en toda Europa, a fin de conocer las posturas de los conductores y su predisposición a compartir la carretera con vehículos autónomos. Según una encuesta previa realizada en 2015 a conductores de 15 países europeos, el 88% afirmó que existen «normas no escritas» que rigen la forma en que los conductores interactúan con peatones, ciclistas y los demás vehículos.
Es algo que yo tengo estudiado desde hace tiempo, y que denomino la “conducción inteligente”: en cada momento haz lo más seguro, aunque puntualmente vaya en contra de lo legislado. Y así pues, las rotondas las trazo como mejor me parece, buscando seguridad y fluidez; en particular, porque sigo sin entender las catorce variantes de explicaciones que he escuchado respecto a cómo se deben negociar. Pues bien, en ese estudio preliminar se ha llegado a la siguiente conclusión:
“Una de las preguntas clave del estudio es cómo afectarán a los coches autónomos estas normas no escritas y nuestra forma de comportarnos al volante, y en qué medida estos vehículos tendrán que aprender a usar el sentido común que los humanos emplean a diario para resolver situaciones que se les presentan en la carretera. Porque los coches autónomos se están diseñando para respetar y predecir todas las normas en la carretera, pero lo que no es tan predecible es la manera en que los usuarios interactuarán frente a los ordenadores que rigen su funcionamiento”.
En los debates preliminares de los focus groups, los conductores ya plantearon preguntas sobre la flexibilidad de los coches autónomos para adaptarse a este contexto de la carretera: si los humanos se aprovecharán de la estricta adherencia de los conductores virtuales a la normativa o si, por el contrario, el respeto del coche autónomo por la norma conllevará un cambio positivo, favoreciendo un comportamiento más correcto y una mayor seguridad entre todos los conductores.
Es algo que ya he comentado en varias ocasiones: si con los actuales sistemas de control de crucero adaptativo, incluso llevándolos en la opción de distancia más próxima, se te cuelan continuamente salvo que los veas venir y aceleres un poco, qué no ocurrirá cuando no sean unos pocos coches los que automáticamente funcionen a tal distancia en tráfico un poco congestionado, sino un alto porcentaje de ellos. El conductor poco cívico, o simplemente el que, por la causa que sea, lleve cierta urgencia, se irá colando continuamente en los huecos ofrecidos; y si son varios y próximos entre sí quienes actúan así, producirán frenadas consecutivas que, al acumularse, podrían dar lugar al famoso accidente por “efecto acordeón”, por muy autónoma que sea la conducción. Doy por hecho que el algoritmo que regularía la variable distancia/velocidad sería el mismo que para los controles de crucero adaptativos actuales (faltaría saber en cual de las distintas graduaciones); de lo contrario, es que alga falla, y muy en serio, en alguno de los dos casos.
Resumen de problemas
Coste desorbitado para adecuar exclusivamente vías desdobladas (no sirve para carreteras convencionales ni para tráfico urbano). Coste importante del equipamiento del coche, y de sus reparaciones.
Problemas legales de tipo nacional y supranacional. No es lo mismo que aquello de poner unos adhesivos opacos en los faros, como para los coches británicos cuando cruzaban el Canal de La Mancha (ahora ya hay faros a los que se les puede cambiar fácilmente el corte asimétrico).
Problemas de interacción entre los coches conducidos autónomamente y los que lo sigan siendo por humanos.
Y sobre todo, tremendos problemas legales de autoría en la regulación del software, y de responsabilidad (e indemnización) en caso de accidentes.
Los problemas del coche conectado y con ayudas a la conducción
El TRL británico (Transport Research Laboratory) es un organismo que investiga los beneficios de las nuevas tecnologías de seguridad y el desarrollo del perfil de riesgo del vehículo. La misión y objeto del TRL es investigar y analizar parámetros de los diferentes agentes que intervienen en el entorno del automóvil para lograr la reducción continua de los accidentes de tráfico y minimizar sus consecuencias. Iwan Parry es el Jefe de la División de Seguros, Consultor e Investigador dentro de TRL, y tiene más de 18 años de experiencia en investigación e ingeniería de seguridad vial, con 14 años expresamente dedicados a la investigación de accidentes de tráfico de carretera, lo que le ha llevado a especializarse en el análisis de accidentes de tráfico de vehículos automatizados, simulación y reconstrucción de accidentes. Es miembro del Instituto de Carreteras y Transporte, y del Instituto de Investigadores de Accidentes de Tráfico del Reino Unido; parece un buen curriculum para hablar sobre estos asuntos. Pues bien, ofrecemos un extracto de un reciente trabajo de Iwan Parry:
“La naturaleza del riesgo está cambiando. Estamos asistiendo a un cambio fundamental en la naturaleza del riesgo y en el comportamiento del ser humano hacia el vehículo, lo que nos lleva a plantearnos dos grandes cuestiones. La primera es entender como la tecnología nos ayuda a mitigar los riesgos existentes en la carretera. Y la segunda, si estas mismas tecnologías pueden estar creando nuevos riesgos y consecuencias de manera involuntaria.
Está ampliamente demostrado que ha cambiado la actitud de los usuarios cuando sus vehículos incorporan un alto número de dispositivos de ayudas a la conducción (englobados bajo la definición ADAS (Advanced Driver Assistance System). Y ello se debe a que es una creencia equivocada y muy extendida que “mis errores como conductor pueden ser corregidos por las nuevas tecnologías que equipan a mi vehículo”. Si a esto le unimos que, de manera casi involuntaria pero claramente constatada, el conductor enfoca su atención en otras tareas cuando va al volante, ya tenemos una de las causas que está detrás de un gran número de accidentes de tráfico. Otro estudio del TRL muestra que un 45% de los conductores reconoce escribir mensajes de texto mientras va al volante, y no de forma esporádica y breve.”
Pero la cosa es más grave de lo que parece: según los datos recabados por el TRL, el tiempo reacción de este conductor se incremente en un 35% si está utilizando el móvil. El retraso en la reacción necesaria frente a los estímulos de la conducción aumenta (por término medio) en un 12% si estamos bajo los efectos del alcohol, y en un 21% si hemos consumo cannabis. O sea que, muy en contra de opiniones ampliamente extendidas, el orden de peligrosidad, de menor a mayor, es alcohol, luego el “porro” y el más peligroso, el móvil o la tablet.
Pero, por otro lado, Iwan Parry apunta que “estamos detectando que los usuarios no quieren que se otorguen más funciones y control del vehículo a la tecnología”. Es decir, que lo de ir conectados sí que les mola; pero en cambio, hay rechazo al concepto de que el coche conduzca por nosotros. Como puede apreciarse, hay encuestas y resultados de las mismas para todos los gustos; pero en este caso concreto, un organismo como el TRL no parece ser que esté mediatizado ni a favor ni en contra de nuevas tecnologías, sino que se dedica a investigar su impacto en la Seguridad Vial. Por otra parte, la opinión de estos usuarios no tiene por qué ser más acertada que la de quienes prefieran la contraria; es simplemente una opinión: ya no quieren más control tecnológico por encima del actual.
Los problemas legales del coche conectado
La doctora Kersten Heineke es una investigadora de la firma McKinsey & Co. Y en sus estudios ha constado, por una parte, que “en menos de cuatro años tendremos circulando por nuestras calles y carreteras cerca de 85 millones de vehículos conectados”. Y que “una de las grandes cuestiones que se avecinan es la propiedad de los datos suministrados por estos vehículos, quién podrá hacer uso de ellos, para qué, y si sus titulares estarán dispuestos a compartirlos. Actualmente, todos los agentes reclaman esa propiedad: desde al fabricante del vehículo al usuario final, pasando por la empresa proveedora del software, las aseguradoras, las empresas de gestión de flotas y alquiler, la operadora para la transmisión de datos o la propietaria de la plataforma de su almacenamiento, entre otros.”
Pero hay otra cuestión ya apuntada por Heineke, que la expresa así: “¿Hasta dónde estamos dispuestos a compartir los datos suministrados por nuestros coches, qué tipo de información y a cambio de qué?. Si el objetivo es mejorar las condiciones del tráfico, de la red viaria y, en definitiva, de la seguridad vial globalmente entendida y la protección de nuestras vidas, podemos pensar que es una moneda de cambio con suficiente peso como para cederlos. Pero, ¿de qué otros datos estamos también hablando?
Además de los propios de la ubicación, condiciones del tráfico, velocidad, etc., también se va a obtener información sobre nuestra forma de conducir (agresiva, arriesgada, tranquila…) el estado y la tipología de la vía, las condiciones de mantenimiento del vehículo, y nuestras propias aptitudes al volante en tiempo real (cansancio, estrés, enfermedad, bajo los efectos de alcohol o fármacos, etc…). Esa información puede ser muy útil y valiosa para las compañías aseguradoras y de alquiler de vehículos, para poder calcular las primas y tarifas a medida de cada usuario. Incluso las aseguradoras podrían llegar a notificarnos variaciones en la tarifa y sus condiciones con un mensaje al vehículo, en función de los cambios que detecten en nuestro comportamiento y forma de conducir o usar el coche en un momento dado. ¿Puede afectar todo esto a nuestra privacidad?”; se acaba preguntando la doctora Heineke. Parece que sólo hay una respuesta.
Y para cerrar, Kersten Heineke deja en el aire la cuestión de la seguridad cibernética. En caso de que los datos almacenados sean pirateados, ¿de quién será la responsabilidad de lo que pase con ellos y quién tendrá que cubrir el coste de su recuperación, y de los daños producidos por su eventual (y en algún caso criminal) mal uso?
En fin, que no es oro todo lo que reluce; y los que vemos con cierta aprensión algunas de estas tecnologías que nos presentan como la panacea del futuro, no lo hacemos por ser enemigos de todo progreso, sino por defender nuestro derecho a poder seleccionar entre tanta belleza. Una vez más me viene a la memoria aquella película titulada “La fuga de Logan” (“Logan’s run” en versión original); y desde luego, antes de vivir en la aséptica, hipercontroladora (y finalmente letal) ciudad, prefiero hacerlo en el más desordenado pero atractivo jardín que existía fuera de sus muros. No me salven, ni piensen ni decidan todo por mí; denme la posibilidad de equivocarme (o quizás acertar) por mí mismo. Al menos de vez en cuando.