Hace un par de semanas, con motivo de la prueba del Fiat 500-L Cross, se hizo referencia en dicha entrada a la desagradable característica de un modelo de Jeep (similar al Fiat) de llegar a levantar del suelo las ruedas traseras en el caso de una frenada muy brusca y violenta. A lo cual siguió un entretenido intercambio de opiniones respecto a la altura del centro de gravedad y peligro de vuelco: en principio frontal para el caso del Jeep, y finalmente lateral para la mayoría de los coches; lo cual resulta bastante más interesante, por llegar a ocurrir con casi infinita mayor frecuencia.
A este respecto, conviene aclarar un primer concepto erróneo -que más bien es un error expresivo- cuando se suele decir que un coche se salió de la carretera y dio varias vueltas de campana; cuando en realidad se debería decir vueltas de croqueta, ya que en la gran mayoría de los casos son laterales, alrededor del eje longitudinal del coche. La auténtica vuelta de campana sería la del Jeep de la frenada, si llegase (cosa que parece ser no ha llegado a ocurrir nunca jamás) a consumar la voltereta alrededor del eje transversal al sentido de su marcha. Algo que sí podría ocurrir chocando frontalmente contra un bordillo muy alto, u obstáculo similar. Del mismo modo que hacer un “trompo” (o “virolla”, en catalán) es cuando se gira por completo –contra de la voluntad del conductor- alrededor del eje vertical.
Creo que podemos olvidarnos casi por completo de la vuelta de campana y centrarnos específicamente en la de croqueta; o mejor aun, en el riesgo de llegar a sufrirla. Pero si queremos hablar medianamente en serio de estas cuestiones, lo adecuado será aclarar, en su debido momento, algunos conceptos de cinemática y geometría de suspensiones, para no tener que hacerlo metiendo tres o cuatro explicaciones en medio del texto dedicado al análisis, cortando así la claridad expositiva del relato. Que me perdonen quienes ya conozcan dichos conceptos, pero entre los seguidores del blog habrá gente tanto de Letras como de Ciencias; y no todo el mundo estará familiarizado con algunos de los conceptos que vamos a intentar aclarar.
Lo primero es distinguir que hay dos movimientos transversales de rotación de la carrocería del coche –imaginémosla vista de frente para hacernos una idea más clara- alrededor de dos ejes longitudinales en el sentido de la marcha: el balanceo y el vuelco. Son movimientos distintos, pero acaban estando interrelacionados entre sí al llegar a un momento crítico. El balanceo es cuando la carrocería gira alrededor de su eje de balanceo (más adelante hablaremos de él), comprimiendo la suspensión del lado externo a la curva (o a un fuerte viento lateral) y extendiendo la del lado contrario, sin que la cosa pase a mayores. Y el vuelco es cuando gira alrededor del eje definido por los dos puntos de contacto con el pavimento de los neumáticos exteriores a la curva (o al viento), y empieza a levantar las ruedas interiores, con evidente riesgo de volcar, si la cosa va a más.
La interrelación entre ambos movimientos puede cruzarse por completo, y el ejemplo lo tenemos con dos coches de mediados del siglo pasado: un Citroën 2 CV balanceaba aparatosamente pero, como decía su publicidad, “se inclina, pero no vuelca”; mientras que un pequeño deportivo estrecho y alto (MG-TC de 1945/9), con una suspensión de ballestas dura como una piedra pero una anchura de vías del orden de sólo 1,15 metros, directamente empezaba a volcar sin apenas haber balanceado previamente. Así que daremos un paso adelante y empezaremos a analizar el más sencillo -pero por fortuna menos frecuente- de estos fenómenos: el vuelco, que no exige explicaciones geométricas ni cinemáticas demasiado complicadas. Y a continuación nos meteremos a fondo con el balanceo; que este sí es un fenómeno que, con mayor o menor intensidad, nos afecta cada vez que negociamos una curva.
Lo del vuelco es relativamente sencillo: el eje de referencia es, como ya se ha dicho, la línea que une los dos puntos de contacto de los neumáticos externos a la curva o viento. Y respecto a dicho eje, trabajan dos fuerzas: una vertical, el peso del coche, que se aplica virtualmente en su centro de gravedad, situado casi exactamente (aunque depende del reparto de la mecánica y de la carga) en el plano vertical de simetría del coche (y por tanto, de sus vías). La otra fuerza es transversal y horizontal, y se aplica en dos puntos distintos, según que se trate de negociar una curva o de soportar el empuje lateral de un viento cruzado.
En el caso de trazar una curva, la fuerza centrífuga también actúa virtualmente sobre el centro de gravedad, y la conclusión es bien sencilla: si la resultante de componer ambas fuerzas (peso y centrífuga) toca el suelo por fuera de la línea de las ruedas externas, tenemos un par de vuelco más fuerte que el de estabilidad, y el vehículo tiende a volcar. Es evidente que cuanto más alto esté el centro de gravedad, más posibilidades hay de volcar; y que cuanto más anchas sean las vías, menos riesgo tenemos. La diferencia es que el peso del coche, y por tanto el par de estabilidad que genera, son siempre los mismos; mientras que la fuerza centrífuga aumenta con el cuadrado de la velocidad. Así que ¡cuidadín, cuidadín!
Pero estamos hablando como si el coche fuese sobre raíles, y no es así: va sobre neumáticos de goma que se agarran al pavimento, pero sólo hasta un cierto punto. Y si, a medida que vamos girando el volante para trazar la curva, la fuerza centrífuga llega a ser mayor que el agarre conjunto de los dos trenes de ruedas, pero antes de haber generado un par de vuelco superior al de estabilidad, entonces el vehículo derrapará antes de iniciar el vuelco. En un turismo actual de tipo medio, el centro de gravedad suele estar sobre los 50 cm respecto al pavimento (lo que más pesa –mecánica, plataforma y bastidor- va en la zona inferior) mientras que el hombro exterior, zona del neumático que define el eje de vuelco, viene a estar sobre los 80 cm –o incluso algo más- al exterior del centro del coche (mitad de la vía, más mitad de la anchura de la banda de rodadura).
Por lo tanto, sería necesario que el coeficiente de adherencia de los neumáticos fuese del orden de 1,6 para llegar al límite de iniciarse el vuelco. Y el de las gomas actuales, entre las de menos agarre y las mejores deportivas, vienen a oscilar entre 0,9 y 1,3 sobre buen asfalto seco; al margen de las características y perfil de la carcasa. Por lo tanto, sobre pavimento liso, un coche actual nunca debería tener problemas de vuelco. Pero hemos dicho “no debería”, y no que no pueda tenerlos. Porque existe otro factor, de tipo dinámico: el estado de la amortiguación. Si ésta se encuentra en estado comatoso, y entramos muy bruscamente en una curva cerrada, hay un violento balanceo inicial, cuya inercia rotacional genera un par adicional de vuelco.
De modo que un coche con neumáticos de la máxima adherencia, pero sin apenas amortiguación, podría tener problemas si además el asfalto ofrece mucho agarre. Y todavía queda un último factor, este de tipo estructural de la vía por la que se circula: el peralte. Son bien conocidas las escalofriantes velocidades que se alcanzan en una pista peraltada (tanto si es de pruebas como de competición); e inversamente, lo delicado que es negociar una curva (pocas, pero las hay) con el peralte cambiado. ¿Y por qué? Pues porque el peso siempre trabaja en vertical, apuntando al centro del globo terráqueo; y simultáneamente, la fuerza centrífuga siempre lo hace perpendicularmente al peso, en sentido horizontal y transversal a la trayectoria, ignorando si el pavimento está peraltado en un sentido u otro. Dibujando la componente de ambas fuerzas, y donde pasan respecto al eje de vuelco, vemos que el peso se aproxima a dicho eje, mientras que la fuerza centrifuga se aleja; así que el riesgo de vuelco aumenta por doble motivo.
Y pasemos ya al caso del riesgo de vuelco por efecto del viento lateral. En este caso, el empuje del viento depende la intensidad de sus ráfagas (salvo que sea muy constante), pero no de la velocidad de desplazamiento del vehículo. Pero su empuje lateral no se aplica virtualmente a la altura del centro de gravedad, sino del centro de empuje aerodinámico de la sección lateral del vehículo. Por lo tanto, la altura de la carrocería es determinante para calcular el riesgo de vuelco a causa de una fuerte ráfaga de aire. Un deportivo de 1,20 metros de altura –cuya parte de habitáculo situada por encima de la línea de cintura ocupa un porcentaje de la sección lateral mucho menor que en una berlina- es muy poco sensible al viento lateral. Máxime si utiliza vías de 1,60 metros, y su centro de gravedad está situado a unos 40 cm respecto al suelo. Todo lo contrario de lo que ocurre en un vehículo de transporte articulado, cuyo semi-remolque de perfil totalmente rectangular llega a tener su techo por encima de los 4 metros.
Por esta razón estamos insistiendo en recordar continuamente que no sólo se vuelca por fuerza centrífuga en curva (básicamente si las ruedas exteriores se clavan en suelo blando, o encuentran un obstáculo que haga de trampolín), sino que el viento lateral no debe ignorarse nunca. En el caso de algunos SUV cuya altura se aproxima a los 1,8 metros y cuya carrocería es muy cuadrada, los fabricantes ya advierten específicamente de este peligro. Pero sin duda alguna, el mayor peligro es para los grandes vehículos de transporte, en especial cuando van de vacío; porque la superficie lateral es muy grande, pero apenas hay peso en la parte más baja de su interior para contrarrestar el par de vuelco.
Y debido a esto es habitual ver en la TV la imagen de un trailer volcado en una autovía en días de fuertes vientos; y contra ello no sirve de mucho ir más despacio, puesto que el fenómeno es, en principio, independiente de la velocidad de traslación del vehículo. A este respecto, recuerdo que mi padre decía que el transporte más peligroso era el de paja, lino o alfalfa; puesto que, como no pesa mucho, se cargaba hasta el máximo de altura. Y si luego se ponía a llover, en la zona superior comenzaban a acumularse kilos y kilos de agua que empapaban la carga, haciendo subir todavía más el centro de gravedad, e incrementando el riesgo de vuelco.
Tras de todo esto ya podemos pasar al análisis del fenómeno del balanceo de la parte más voluminosa y pesada del vehículo (plataforma o monocasco, carrocería y mecánica), la que se encuentra por encima de los elementos elásticos de suspensión, ya sean muelles, ballestas, barras de torsión o fuelles neumáticos; o sea que nos referimos a lo que se denomina como “masas suspendidas”. Pero previamente, y como ya advertimos al principio, tenemos que hacer un paréntesis para hablar del concepto del “centro instantáneo de rotación”.
Un pequeñísimo movimiento (dimensión infinitesimal) de un punto -sea sobre una línea, un plano o en el espacio- es asimilable a un arco de circunferencia, cuyo radio puede ser muy variable. Si dicho movimiento es rectilíneo, el radio será infinito, y por lo tanto no habrá curvatura; o sea que el resultado es un segmento de recta de tamaño infinitesimal, como ya dijimos. Pero siempre, siempre, un movimiento de mínimas dimensiones equivale a un pequeñísimo arco de circunferencia. Cuyo centro podrá estar a una distancia (o sea radio) desde muy próxima (si el movimiento es curvo y muy, muy cerrado) hasta en el infinito si el mini-movimiento es rectilíneo. Pues bien, el estudio de la geometría de una suspensión comienza por definir el centro instantáneo de rotación, en pequeños movimientos, de cada una de las cuatro ruedas del vehículo. Y de ahí pasaremos a encontrar el “centro de balanceo” de cada uno de los trenes, lo cual nos llevará al “eje de balanceo” del coche; pero cada cosa a su tiempo.
Aunque en automoción con vehículos dotados de ejes siempre ocurra así, el balanceo en curva no tiene por qué ser siempre con la zona superior del vehículo desplazándose hacia el exterior de la curva: en una bicicleta o moto, el vehículo se inclina al contrario, hacia el interior. ¿Por qué? Pues porque su centro instantáneo de balanceo, o rotación transversal (no el de la rotación de trazar la curva) está justamente a nivel del suelo, donde la rueda apoya sobre el mismo. Y es preciso que la componente de peso y fuerza centrífuga pase por él, so pena de vuelco hacia fuera o de caída hacia dentro. Lo mismo ocurre con muchas atracciones de feria: las clásicas “cadenas” de un “tío-vivo” o los carritos de un tobogán cuando van colgados de una viga superior.
Hay una primera distinción importante: tren con eje rígido (tanto si incorpora el diferencial o es tubular De Dion), o de ruedas independientes. Y si es rígido, depende de que vaya guiado exclusivamente por ballestas (elementos simultáneamente elásticos y de posicionamiento) o por diversas combinaciones de tirantes, bieletas y brazos de empuje que definen el movimiento del eje; en este caso los elementos elásticos suelen ser muelles helicoidales. En el caso de las ballestas, lo del centro instantáneo de rotación de las ruedas (rígidamente unidas entre sí) no nos sirve para nada; lo que cuenta es cómo se balancea la carrocería bajo estímulos transversales, debidos a una curva o a una ráfaga de viento. Y lo que observamos es que las ballestas de un lado se comprimen más o menos, y las del lado contrario se expanden a la inversa en idéntica medida.
¿Dónde está el centro instantáneo de ambos movimientos? Pues a mitad de altura entre la línea que une la fijación delantera de la ballesta con el gemelo oscilante del anclaje posterior, y el punto en el que la ballesta se ancla al eje, ya sea por encima o por debajo del mismo. Combinando ambos movimientos vemos que, en ese tren, la carrocería oscila alrededor del centro de la línea que une esos dos puntos situados a mitad de altura de la curvatura de las ballestas de ambos lados. Pero este es un sistema anticuado, que ya prácticamente no se aplica más que en vehículos de transporte; y en ocasiones, incluso va complementado por tirantes diversos, por lo cual la geometría de los movimientos se ve radicalmente alterada.
Cuando un eje rígido va controlado por elementos mecánicos sólidos y de longitud fija, son necesarios cálculos geométricos más o menos complicados para encontrar el centro instantáneo de rotación de dicho tren. Un par de ejemplos clásicos son la timonería de Watt o la barra Panhard. En el primer caso, el centro de balanceo está en el eje del pequeño balancín vertical sobre el que se articulan las dos brazos transversales anclados a la carrocería. Y en la barra Panhard, viene a quedar en el punto medio de dicha barra; salvo que, como ocurría en la modificación de la “barra Stromberg” que se comercializó para los 124/1430, una doble barra diagonal uniese los extremos del eje con un anclaje central situado atrás del todo y muy abajo en la carrocería, lo que rebajaba bastante el centro de balanceo. Otras variantes serían el triángulo superior central de posicionamiento transversal que llevaban los Alfa-Romeo Giulietta y Giulia de los años 50/60, o la tirantería utilizada en el tren De Dion de los de misma denominación, pero ya de las décadas 70/80.
Pero lo más entretenido de todo es la búsqueda del centro de balanceo de un tren de ruedas independientes, ya sea directriz delantero o motriz posterior. En el caso de este último, hay dos familias: con trompetas oscilantes, o con semiejes (vulgo palieres) de longitud variable (con un estriado deslizante) y juntas cardánicas y/o flectores en sus extremos. Lo de las trompetas articuladas a un diferencial anclado al bastidor fue un invento de Ferdinand Porsche, pero que no estuvo a la altura de otros hallazgos suyos mucho más geniales. Porque este sistema (utilizado en el VW Escarabajo y en los Renault de motor trasero, del 4/4 al Alpine A-110), tenía unas variaciones monstruosas de altura del centro instantáneo de balanceo; situado en el punto en el que, en cada momento, se cruzaban los ejes teóricos de las trompetas (ejes que eran los propios palieres).
Y al jugar la suspensión con poca carga o frenando, el diferencial queda más alto que el centro de las ruedas traseras, pasando a estar por debajo yendo cargado o en aceleración. Comportamiento malo en línea recta; puesto que los neumáticos “barren” lateralmente el pavimento, al variar de modo ostensible la anchura de vías, generando un desgaste prematuro y perjudicando al guiaje direccional. Pero peor aún: si entramos en curva frenando, los centros de balanceo y gravedad suben, la trompeta exterior apunta hacia abajo, la rueda (perpendicular a la trompeta) se acuña bajo el coche y la vía se estrecha; situación que se retroalimenta, generando ese vuelco que creíamos imposible en asfalto. Pero que aquí ocurre, debido a la simultánea elevación del c.d.g. y la disminución de anchura de vía trasera.
Mercedes también utilizó este sistema durante los primeros diez años de la post-guerra, incluso en su mítico SL-300 “alas de gaviota”. Pero al cambiar en éste de la carrocería Coupé al Roadster, modificó el tren posterior, para rebajar la posición del centro de balanceo. Lo hizo a base de que el diferencial -que seguía sujeto al bastidor, pero ahora colgado de un anclaje transversalmente oscilante- formase cuerpo con una de las dos trompetas (como si fuesen el 60% de un eje rígido clásico), mientras que la otra trompeta seguía conectada, pero con libertad de giro mediante una cruceta cardánica bajo fuelle, e incorporando en el palier una junta deslizante de amplio recorrido.
Para que ambas trompetas oscilasen siempre en un plano transversal a la marcha, el diferencial llevaba en la zona inferior de su carcasa una robusta articulación de eje longitudinal. A ella se conectaba una extensión curva de la trompeta independiente, cuya longitud real variaba con el juego de la suspensión, movimiento permitido por la junta cardánica y la conexión estriada, con el fuelle elástico cubriéndolo todo. De este modo, el centro de balanceo pasaba a ser la articulación situada bajo el diferencial, mejorando mucho el comportamiento. Este tren trasero se incorporó también a las berlinas tipo “colas” a partir de 1956, mes arriba o abajo.
No obstante, Mercedes pronto se pasó a otra arquitectura menos compleja y más ligera, que también era utilizada por bastantes otras marcas: Renault en su Frégate de los primeros 50s, Fiat en sus “todo atrás” y berlina 130, BMW en los 1500/1800/2000 y primeras Series-3, y Peugeot en los 504 y 505. Se trata del sistema de trapecios con eje de oscilación más o menos oblicuo; disposición en la que el centro de balanceo inicial está donde se cruzan las prolongaciones virtuales de dichos ejes, que suele ser algo más abajo del centro del diferencial. Colocando dichos ejes más o menos oblicuos respecto a una línea transversal, y más o menos horizontales o apuntando hacia abajo en su anclaje interior, se consiguen geometrías muy variables a partir de un diseño que, en apariencia, es siempre el mismo.
Y finalmente, también de la mano de Mercedes, llegó la que, al menos por ahora, parece ser la solución definitiva: el tren posterior multibrazo. Que en el caso de Mercedes consta de nada menos que cinco bieletas, brazos y tirantes; pero que, en elaboraciones algo menos sofisticadas, puede bajar a cuatro o incluso sólo tres componentes. En casi todos estos sistemas se juega, además, con la elasticidad de algunos de dichos elementos (el caso de la Torsion Blade de origen Ford es paradigmático), y también la de sus fijaciones o silent-blocs de anclaje al bastidor. Con todo ello, el cálculo cinemático del posicionamiento del centro de balanceo es muy complicado; pero la clave es buscar que haya mínimas variaciones de ancho de vía, que la rueda externa siga teniendo caída cero o incluso ligeramente negativa al apoyar en curva, y si además es posible, crear cierta resistencia a que la suspensión se aplaste en exceso con motivo de una aceleración violenta, y quedando sin apenas recorrido si durante la aceleración cogemos un bache.
Todo lo anterior ha sido respecto a una suspensión trasera; y muy en concreto si, además, dicho tren es propulsor. Cuando se trata del tren posterior de un tracción delantera (lo más frecuente en la oferta actual de turismos) sigue valiendo lo ya dicho, pero además tenemos algunas solución específica, en particular la del eje torsional. En este caso, se juega con los ángulos de las articulaciones en las que el eje se sujeta al monocasco, y con la caída en el anclaje de la rueda al brazo longitudinal. Es un sistema sencillo, que apenas disputa espacio al maletero y al depósito de combustible, y que va mejor cuanto más estrecha sea la vía y más rígida la suspensión. Porque con amplios balanceos, la viga torsional (de longitud fija) acorta la distancia transversal entre los brazos, cerrándolos y falseando la convergencia y caída de las ruedas. Pero últimamente se le ha ido cogiendo el aire a este diseño, y hay realizaciones muy estimables.
Pasemos ahora al tren delantero, que al margen de ser siempre el encargado de la dirección, también puede incorporar la tracción. Aunque esto último plantea algunos condicionantes, lo fundamental de cara a la geometría de suspensión es que las ruedas giran, para controlar la dirección, sobre un eje virtual definido por dos rótulas situadas más o menos verticalmente una respecto a la otra. No siempre, porque en una McPherson, la rótula superior se sustituye por el anclaje del robusto vástago del amortiguador a la torreta del monocasco; anclaje que debe ser giratorio y con cierta elasticidad axial para posicionar el portabujes, solidario del cuerpo del amortiguador, cuyo vástago trabaja a flexión.
Así que, básicamente, delante tenemos o bien una McPherson, o bien diversas variantes de trapecio deformable (visto de frente); la más común de las cuales es aquella en la que los dos elementos físicos y más menos horizontales de dicho trapecio son dos triángulos (habitualmente mal llamados también trapecios) anclados por su lado interior al bastidor y sujetando por el vértice exterior las rótulas a las que hemos hecho referencia. Los otros dos elementos del paralelogramo son uno virtual -el propio bastidor- y otro el portabujes de la rueda (y del freno delantero).
La localización del centro de balanceo es bastante sencilla en una McPherson: por una parte –siempre mirando de frente al vehículo- se traza una línea que una la rótula con la articulación del triángulo (o brazo en forma de “boomerang”) al bastidor; y por otra trazando, desde el anclaje superior de la torreta, la perpendicular al vástago del amortiguador. En el punto donde dichas líneas se cruzan, al exterior del lado contrario del vehículo, se encuentra el centro instantáneo de rotación del conjunto formado por cuerpo de amortiguador, portabujes y rueda.
Si entonces trazamos otra línea que una dicho centro de rotación con el centro de la huella de contacto del neumático, ese es el radio del arco de círculo descrito, en cada pequeño movimiento de la suspensión, por esa huella respecto al conjunto del bastidor. Y el punto situado en el eje de simetría del coche, donde se cruzan los radios de giro de ambas huellas, es el centro de balanceo del tren delantero; centro alrededor del cual oscila la carrocería (su plano transversal que pasa por los bujes de las ruedas) cuando la fuerza centrífuga o el viento lateral le hacen balancearse.
Para un doble triángulo superpuesto formando trapecio deformable, el cálculo es muy similar; sólo que sustituyendo la perpendicular al vástago de la McPherson por otra línea que sea prolongación del triángulo superior. En todos y cada uno de los casos comentados, ya sea suspensión delantera o trasera, el centro de balanceo se va desplazando en función del juego de las suspensiones. Por lo general, su movimiento suele dibujar un 8 o una X, de forma más o menos estilizada o acusada.
Y pasamos al último punto: uniendo los centros de balanceo de ambos trenes tendremos una línea, más o menos horizontal -pero que habitualmente tiene una inclinación descendente desde atrás hacia delante- que es el eje de balanceo del vehículo. Y alrededor de ese eje virtual -donde quiera que esté al moverse los centros de balanceo- es donde gira en rotación el conjunto de bastidor, carrocería y mecánica; es decir el conjunto de las masas suspendidas del coche. Y lo importante es cómo este balanceo afecta al comportamiento del vehículo, al ir modificando tanto el reparto de pesos sobre las respectivas ruedas como la variación de caídas de las exteriores a la curva o al viento lateral.
Ya hemos dicho que el eje de balanceo va “picando” de atrás hacia delante; un diseño muy representativo sería el de un centro de balanceo delantero justo a ras del suelo, con el trasero situado a la altura de los bujes de las ruedas (en el centro del diferencial, con eje rígido motriz). Un centro de balanceo delantero bajo es básico para dar un comportamiento predecible al tren delantero: si hay “barrido” transversal de las ruedas al jugar la suspensión en frenada y aceleración, la estabilidad de la frenada y la dirección se ven seriamente comprometidas por ese desplazamiento lateral parásito. Por el contrario, un centro alto en el tren posterior genera una transferencia de peso más instantánea al muelle de la rueda exterior, dándole apoyo y estabilidad a dicho tren en la entrada a curva.
Recíprocamente, el centro bajo delantero hace que la carrocería tenga una cierta componente transversal al balancear: se mueve un poco hacia el exterior, desplazando hacia fuera el c.d.g., pero recargando más o menos bruscamente sobre el muelle de ese lado en función de que éste tenga una orientación más o menos vertical o inclinado hacia dentro, en posición “piernas de marinero”. Por ello la barra estabilizadora delantera (cuya misión es disminuir el balanceo, pero es neutra en aceleración y frenada) es por lo general mucho más gruesa que la trasera (si la hay, que no es siempre). Pero si seguimos por este camino nos metemos en el comportamiento dinámico del coche en curva: un tema fascinante, pero todavía más complejo que el de la simple geometría de suspensión en cuanto a los centros y eje de balanceo. Geometría que era nuestro objetivo al intentar analizar los fenómenos de vuelco y balanceo, y las diferencias existentes entre ambos.
LO que sí apuntaremos, sin meternos en más explicaciones, es que el comportamiento rutero de un coche depende de todo el bagaje de tipo geométrico que hemos comentado, al que hay que añadirle el reparto de pesos entre trenes y el momento polar de inercia de dicho reparto, más la flexibilidad de los resortes de suspensión y su reparto porcentual relativo a las cargas que cada tren soporta (cargas que son muy variables). Y como se trata de fenómenos dinámicos, tiene mucha influencia la amortiguación, ya que no actúa más que precisamente en situaciones de transición, en las que las ruedas varían de altura respecto a la carrocería.
La dirección, por sí misma y si sus bieletas están correctamente posicionadas, no tiene más características que la de ser más o menos rápida, y la de una posible relación variable (en función del giro y en ocasiones incluso de la velocidad), haciéndose algo más rápida según se gira más y más el volante, pero más lenta según aumenta la velocidad. En cuanto a su dureza, como la inmensa mayoría de los coches actuales lleva asistencia (prácticamente siempre eléctrica), no supone mayor problema. Pero al margen de estas variaciones de relación de la dirección -cuando existen- las sensaciones de agilidad, precisión, nerviosidad, progresividad o lentitud en la respuesta a la solicitación del volante no dependen realmente de la dirección, sino del conjunto de características geométricas del eje de balanceo y todo lo relativo a los tarados de elementos elásticos y demás factores de carácter dinámico citados en el párrafo anterior.
Todo ello (y no olvidemos el equipamiento de neumáticos) es lo que hace que un Ford Fiesta ST resulte mucho más dinámico en su comportamiento que un Dacia Logan, pongamos por caso. Naturalmente, si además metemos de por medio el factor del confort de suspensión, entonces las variables a considerar se nos multiplican por una “x” bastante grande. Todo esto –unido al nivel prestacional- constituye el auténtico ADN del comportamiento (y por lo tanto, de la conducción) de un automóvil. Luego éste podrá ir más o menos cargado de otras tecnologías, de equipos de infotainment más o menos complejos y útiles, de propulsión híbrida o eléctrica, o incluso de conducción parcial o totalmente autónoma. Pero siempre deberá –o al menos debería- tener un comportamiento rutero impecable: seguro, ágil y lo más confortable posible. Salvo que acabemos desplazándonos a unas velocidades tan bajas que nos permitan saltar fuera del coche en caso de que nos vayamos a caer por un barranco.