Hace aproximadamente un mes uno de mis mejores amigos, periodista, escritor, corresponsal de guerra y –encima- economista me decía en una comida que Grecia saldría del euro en breve, que el siguiente sería España, que después se impondría un límite a la salida de capitales (un corralito in pectore) y que lo llegaría después a España sería una especie de Gran depresión al estilo 1929 pero sin la fuerza de Estados Unidos ni su tejido empresarial para remontar.
Lo que me dijo me pareció una chaladura, de hecho si uno lee el Financial Times de cuando en cuando ya deberíamos estar todos muertos y enterrados en fosas comunes que habrían cavado algunos voluntarios alemanes. Ayer, leyendo a Paul Krugman (nobel de economía, que algo es, diría yo) empecé a pensar que aquella teoría de bombero no era más que una obviedad que yo había malinterpretado simplemente porque mi formación económica se limita a la lectura de algunos libros probablemente demasiado genéricos sobre el asunto.
Así que (no voy a negarlo) por primera vez desde que empezó esta maldita crisis he empezado a sentir un acojone tangible y real que esta mañana ha tocado techo cuando la prima de riesgo se ha disparado hasta los 490 puntos básicos.
No me consuela que de momento la crisis me haya dejado de lado ni que algún optimista sin oficio ni beneficio diga que son todo habladurías (ahora pienso en ese lumbreras alemán que ha dicho que “las reformas de Rajoy empiezan a notarse”; pues será en tu casa teutón de los cojones) y a los ultra-liberales que ven en cada caída una oportunidad para aplicar recetas que ya eran viejas en la América de los años 80 (y ahora me acuerdo de cuando Ronald Reagan declaró que los auténticos culpables de la contaminación eran “los árboles”; sí, lo dijo).
Después oigo a los del FMI decir por lo bajini que para rescatar a Bankia (ese engendro con peor encaje que la Yugoslavia de Tito) se necesitarán un mínimo de 60.000 millones de euros y al presidente del Gobierno afirmar que “este gobierno no negocia” (no, claro que no, de cuando en cuando vamos a Alemania a pedir caridad con la barbilla mirando al pecho) y mi convicción de que nos vamos directos a tomar viento se asienta definitivamente.
Y ahora, ¿cómo coño les digo yo que se vayan al puto cine a ver una película?. Con esos exhibidores que prefieren tener las salas vacías a bajar los precios, que ajustan la potencia de los proyectores al mínimo para ahorrarse cuatro euros y cuyo único objetivo es vender las jodidas palomitas. Esos cines donde ya no se respeta al espectador, donde al cinéfilo se le trata como a un empestado y donde un niñato con un móvil es más importante que un montón de tipos que solo quieren ver la película de turno. ¿Y estos payasos aún aspiran a hacer negocio?.
Y todo esto, amigos y amigas, me lleva a mi reflexión final: Dios no existe.
No, no se escandalicen todavía. Porque querido Señor, si estás ahí aún puedes rectificar.
Digo que no existe porque si existiera en este preciso momento me enviaría un lanzallamas, dos cajas de granadas de mano, cien barras de C4 y un papel en el que pondría «Por la autoridad que me confiere el reino de los cielos confiero al portador de este documento la inmunidad total, por horrendos y fatuos que sus actos pudieran parecer. Firmado: DIOS».
(Y no, esto tampoco se arregla acampando en plazas y con asambleas en que 20.000 personas levantan la mano).
Disfruten mientras puedan, que ya queda menos, somos como un enano metido en un carro del Alcampo y lanzados desde un avión Hércules a 10.000 pies de altura al que el piloto le dice treinta segundos antes de abrir la trampilla «no te preocupes, tú agita los brazos con fuerza, quién sabe, igual hasta vuelas. Gilipollas».
T.G.
P.D.: de momento no me ha llegado mi pedido del cielo, ¿debería perder la fe?.
P.D.2: ¿Aún no han visto Los vengadores? Encuentren un cine en condiciones donde la seguridad sea risible y cuélense sin cargo de conciencia alguna. La película, ya se lo digo yo, es cojonuda y solo por ver a Hulk rompiendo cosas y chafando cabezas ya vale la pena. De nada.