Señoras y señores,
¿Qué tal están ustedes? (no puedo evitarlo, cada vez que hago esa pregunta me los imagino a todos/as gritando al unísono “BIENNNN”).
Ya ven que estamos animados:
1) Los presuntos bastardos del Rey
2) La imputación de la Infanta
3) Cristóbal Montoro
4) Los despidos que tributan
5) La Catalan Navy
6) Las notas de Froilán
7) Los caníbales de Ibiza
8) Las portadas de ABC
9) El PP
10)Pablo Iglesias
No me veo capaz de encontrar un solo tema que merezca más espacio que los otros, todos ellos son igualmente absurdos y sirven para ejecutar un buen retrato robot de este país en el que vivimos. Lástima que Gila, Berlanga o Rubianes ya nos hayan dejado, porque sería espectacular verles desenvolverse en el delirio actual.
En fin, probablemente mucho/as de los que estén leyendo estas humildes líneas sean ETA. O algunos/as, o todos. Ya saben que los criterios para entrar a formar parte de la banda han cambiado y ahora es muy sencillo alistarse. Con eso y las constantes referencias al nazismo para compararlo con cualquier memez, damos una imagen magnífica de cara al exterior.
Pero no estamos aquí para hablar de eso, aunque por otro lado se presentan tiempos apasionantes en este país, porque da la sensación de que van a haber hondonadas de hostias.
Entremos ya en materia, porque el fin de semana viene cargadito:
Ya hablamos de esa comedia fallida que es Mil maneras de morder el polvo. Nada más que añadir: fallida.
Se estrena también la adaptación del fantástico libro de Reif Larsen, El extraordinario viaje de T.S. Spivet, cuya maravillosa edición en español la convierte en un libro imprescindible.
Dirige la película Jean Pierre Jeunet, al que muchos recordarán por Amélie (un filme con el que sigo sonriendo, a pesar de ser un cínico vocacional y un pesimista experimentado) y que aquí vuelve a ese universo con la historia de un niño que por momentos recuerda a Huckleberry Finn.
A mí me pareció una pequeña delicia, y no puedo por menos que recomendarla, pero también es verdad que, si es usted diabético, puede sufrir una sobredosis de azúcar, así que ojo.
Por otro lado, se estrena Un largo viaje. Una película con el (habitualmente) magnífico Colin Firth y la (un poco pasada de rosca) Nicole Kidman. Un filme a priori interesante sobre la construcción del ferrocarril Birmania-Tailandia en la Segunda Guerra Mundial, por parte de centenares de soldados británicos prisioneros del ejercito japonés. La historia inspiró un filme tan legendario como El puente sobre el rio Kwai y prometía muchas alegrías.
Por desgracia, el director –un australiano llamado Jonathan Teplitzky– no sabe aprovechar el material a su disposición y mediante delirantes opciones esteticistas (más que estéticas) acaba pergeñando un churro eterno, que se hace más y más indigesto a medida que avanza el filme. Colin Firth no cuela como soldado traumatizado ni como vejete que busca venganza, y Nicole Kidman tiene tanto botox en la cara que cualquier sonrisa la obliga a un esfuerzo inhumano que finalmente acaba siendo inútil.
En suma: ni se les ocurra ir.
Y finalmente, Open Windows.
Esta es la tercera película de Nacho Vigalondo, un director que genera (como suele decirse) amores y odios a partes iguales.
Su primera película, Los cronocrímenes es un filme de culto: raruno, inexpugnable y francamente espeso. Pero al mismo tiempo tremendamente arrojado y original. La obra de un chiflado al que le gusta mucho el cine.
Extraterrestre es más asequible pero igualmente fascinante. Una comedia en clave de ciencia ficción, que reflexiona sobre los mecanismos emocionales de auto-defensa y de eso llamado “el elefante en la habitación”, el gran trauma presente en cada relación y que tratamos de obviar para seguir sobreviviendo y que Vigalondo sublima en una gigantesca nave espacial.
Ahora llega Open Windows, que –básicamente– explora el universo virtual como jamás habíamos visto hasta ahora. Con un nivel de pericia técnica despampanante, Vigalondo cuenta la historia de una estrella (la ex-diva del porno Sasha Grey) y su acosador, sin abandonar nunca la pantalla de un ordenador. Ese juego de espejos, trabajado como un puzzle que obliga al espectador a no desviar la mirada y que tensiona la pantalla como la piel de un tambor, es lo mejor de una película casi suicida, cuya carrera comercial –no me cabe duda– se verá lastrada por un planteamiento absolutamente radical.
No quiero contarles mucho porque les jodería una experiencia bastante psicotrópica e incluso extrema. Yo iría a verla y me llevaría un trankimazin.
Abrazos/as,
T.G.