Sé que les había prometido a Almodóvar pero tengan piedad de este pobre hombre, les prometo que antes de que acabe el mes les hablaré de esa obra cumbre de la ridiculez y el esperpento. Hoy no, es domingo y aún no he digerido el pollo asado.
Como compensación (espero que sean tan amables de aceptarla) les hablaré de una película que me quedaba pendiente y que ha sido una de las grandes alegrías de mi verano cinematográfico, junto con esa comedia negra maravillosa de Polansky (Un dios salvaje), la mala hostia de George Clooney (The ides of march) y el oficio de Soderbergh (Contagion). La maravilla de la que les voy a hablar es Super 8, una película que viene firmada por J.J. Abrams pero que en realidad – lo sabemos todos y todas- es de Steven Spielberg.
Antes de adentrarme en los territorios de la nostalgia déjenme confirmarles que un par de cines en la provincia de Barcelona (no sé si en otras partes de nuestro bienamado país se ha producido el mismo fenómeno) han puesto cartelitos en las salas donde se proyecta El árbol de la vida diciendo que si al respetable no le convence la película en la primera media hora pueden salirse de la sala y escoger otra película, sin ningún cargo adicional.
Sí señor, así me gusta, por todas esas parejitas en las que ella dice “vamos a ver la de Brad Pitt”. Sé que muchos de ustedes/as odian la película. Yo he vuelto a ir y he vuelto a salir fascinado. ¿Estaré enfermo?… no, no contesten a esa pregunta.
Bien, vamos al tema: Super 8.
Nunca he hecho una encuesta para conocer la mediana de edad de la gente que frecuenta esta bendita página web pero supongo que habrán algunos de mi quinta: yo soy del glorioso año 1971 y seguro que andarán por estos parajes más hijos/as de los ’70.
Nosotros/as, los que crecimos con Star Wars, Superman, Regreso al futuro, En busca del arca perdida o –por supuesto- Los goonies, mamamos cine con una sonrisa, quizás la más grande que un niño/adolescente/joven haya podido disfrutar en la historia del cine, porque aquellos eran productos pensados para nosotros por gente que sabían lo que se cocía en nuestras cabezas de chorlito. No ha habido jamás tantas buenas películas para chavales, tanta intensidad en un rectángulo, tanto talento tras las cámaras: Spielberg, Lucas, Zemeckis, Marshall, Zemeckis, Donner, Milius.
He hablado de Los goonies, porque esa es la base fundacional de Super 8: la pandilla.
En aquella peli de 1985 (joder, 26 años nada menos) un grupo de chavales se ponían manos a la obra para buscar un tesoro. En realidad eso era todo, pero el tono, la manera de contar una historieta tradicional para convertirla en una aventura que –a aquellas edades- todos hubiéramos pagado por vivir, la convirtió en un clásico.
Super 8 es (kilo arriba, kilo abajo) más de lo mismo y por una vez eso no es una queja. No, de eso nada; en realidad es una maldita celebración. Es la misma pandilla, en el mismo pueblo (no el mismo pueblo de forma literal, que quede claro, más bien hablo de ese sitio pequeño del medio oeste estadounidense donde nunca pasa nada, donde una estrella fugaz es un gran evento), en el mismo periodo en que todo es confuso. De repente un impresionante (IMPRESIONANTE) accidente de tren pone todo el pueblo patas arriba, especialmente porque el tren transportaba algo, digamos, peligroso.
Con eso, la pandilla, una cámara de Super 8 y el ritmo adecuado ya tenemos un clásico ochentero fechado en 2011 que nos recuerda que sí, que aquellos tiempos pasados fueron mejores.
Debo decir que el tercer acto (donde aparece aquello que transportaba el tren, no quiero meter spoilers en este texto) es el que me gusta menos, pero por todo lo demás: no puedo esperar a comprarme la película en dvd.
Y ya está, si han visto ustedes/as la película sabrán de qué estoy hablando. Yo sentí nostalgia, ¿y ustedes/as?.
Abrazos/as,
T.G.