Señores y señoras,
¿qué tal están? Espero que un poco mejor que el país en el que vivimos, que tiene más agujeros que la contabilidad de un partido político. Ya lo ven, salen dos titiriteros haciendo el mamarracho y acaban cinco días en la cárcel y un pederasta confeso que abusó al menos de cinco chavales queda en libertad sin fianza “porque colabora”. Ya decía Jefferson que cualquier ciudadano en un momento determinado de su vida puede ser considerado enemigo del estado, pero al final va a resultar que el estado prefiere que seamos enemigos. Más cómodo, supongo.
Y nada, leí atentamente (como siempre) sus comentarios sobre mi vecino el de la trompeta/clarinete, pero no he sacado nada en claro. Uno de ustedes me pedía una contra-crónica de los Goya y como yo he sido este enviado a este mundo a complacerles a ustedes he decidido atender sus deseos y escribir sobre esta bonita ceremonia.
Siempre intento saltarme los Goya porque no tengo ningún interés en los premios, así en general. Me da igual que sean los Goya, los Oscar, los Grammy o el Nóbel: me importan un pito. Además, tienen esos horarios intempestivos y yo a las once y media ya estoy durmiendo. Qué alguien me explique cómo puede durar más de tres horas y diez minutos una ceremonia de entrega de premios. Cualquier ceremonia.
Sin embargo, este año no me quedó otra que ver los malditos premios porque tenía que hablar de ellos por la mañana. Así que ya me ven ustedes, a las diez de la noche, sentado frente al maldito televisor para ver ese ‘evento’.
Antes, a las ocho y media, ya me tragué la retransmisión de la alfombra roja. Allí, una niña que debía tener 14 años, analizaba los vestidos de las actrices con un “me encanta” o un “es ideal”, o “muy bien”. Remató la jugada con un “los Goya cumplen 30 años este año y yo también”. Muy bien bonita, gracias.
Los Goya adolecen de diversos problemas. Muchos y variados problemas.
El primero es la trascendencia que ellos mismos insisten en darse. Me parecería normal el autobombo si el resto de días del año hubiera algo de autocrítica, algún atisbo de “igual estamos haciendo algo mal” o “ni Dios va a ver cine español”. Pero no, la crítica brilla por su ausencia, nadie dice nunca nada, todos están encantados de haberse conocido, todos los días del año, sin excepción.
Claro, todo ese glamour es más falso que un diamante de papel de aluminio y cuando llega el día de la gala me parece risible que todos insistan en comportarse como si estuvieran desfilando por Beverly Hills. Oiga, que no, que están pisando un sitio donde la cuota del cine español es del tamaño de David el Gnomo. Toda esa ridiculez, además de una realización que rozó el delirio (la cámara nunca encontraba a nadie) y unos números de entretenimiento inacabables, convirtieron la gala en un sufrimiento inacabable. Luego está el asunto del amigo Dani Rovira. Yo no tengo nada contra este chaval, más allá de que crea que es un actor pésimo, un cómico de medio pelo y un monologuista del montón, pero por razones que se me escapan ahora resulta que este tipo es el nuevo ídolo mundial. Claro, lo pones a conducir una ceremonia de tres horas y al cabo de diez minutos ya quieres matarlo. Para empezar, alguien debería decirle que quizás tenga cierto talento anunciando yogures, pero que cantando y bailando tiene las mismas aptitudes que yo para la física cuántica. Es el gran problema de los actores españoles, esa creencia de que como los actores ingleses y estadounidenses pueden hacer lo que les salga de la entrepierna (preparación, se llama), ellos también pueden.
Hasta mi perro aullaba cuando volvía a salir el tal Rovira. Él y sus chistes del gazpacho, el pescaito frito y el ave a Málaga. Oiga, que estamos en el s.XXI y que Los morancos ya están inventados. Ojo, que igual es que el raro soy yo y es todo graciosísimo y no lo pillo. Recuerden que estoy en baja forma y me cuesta reírme.
No hay mucho más qué decir: me pareció un despropósito, presentado por un espantapájaros, para que un montón de advenedizos y sus respectivos representantes pudieran presumir de traje y pelazo. Eso sí, los guionistas tuvieron que entrar por la puerta de atrás ya que no se les consideró dignos de la alfombra roja. Ojalá fuera una broma, pero no lo es.
Les aconsejo que vayan a ver Carol, la mejor película de la semana y un maravilloso melodrama sobre la dificultad de amar a quién nos de la gana sin tener que ser juzgados por la inquisición. Un filme jodidamente delicado, con una fotografía maravillosa y que podría haber firmado Douglas Sirk (pero que firma Todd Haynes). Una película bonita, muy bonita. Y dura, muy dura.
Feliz día de San Valentín, voy a tener que ir pensando que le regalo a mi perro.
T.G.