Lo confieso señores y señoras, estoy completamente desconcertado.
Más allá de mi escepticismo habitual (multiplicado estos días por asuntos personales que sólo podrían solucionarse con un lanzallamas y mucha gasolina) debo sufrir alguna clase de síndrome anti-obras maestras porque cada vez que alguno de mis colegas del sector suelta esa expresión (‘obra maestra’), extraños temblores sacuden mi cuerpo y empiezo a proferir imprecaciones en lenguas extrañas, como si fuera la niña de El exorcista.
Como ya sabrán los que me lean habitualmente (no sé por qué lo hacen, pero allá ustedes) las dos películas que realmente me han parecido dignas de epítetos mayúsculos en los últimos tiempos han sido Coherence y Whiplash.
También me gustó Birdman, y Boyhood… y poca cosa más. Esa fue mi cosecha de 2014, la que confesé. No digo que fueran las únicas que me gustaran pero esas fueron básicamente mis favoritas.
Entonces empiezo a ver las listas de algunos de mis compañeros: películas de cuatro horas sobre un cabrero en China que contiene un plano de 70 minutos del cabrero mirando a una cabra y que alguien ve como una analogía del pensamiento tradicional frente a la naturaleza y la inmovilidad del pasado frente a la necesidad de un revolución que rompa el cristal que separa al hombre de sus ancestros. Pero yo sigo viendo a un cabrero mirando a su cabra.
Pues esto, que ya me paso con esa cosa llamada Maps to the stars, y que tanto entusiasmó a algunos de mis colegas, me ha vuelto a suceder con la última película de Paul Thomas Anderson, un director al que adoro (aunque considero que sus mejores películas son Boogie nights y Magnolia, y no There will be blood o The master) y que acaba de hacer un filme ininteligible y delirante llamado Puro vicio.
Puro vicio es la historia de un policía (al menos creí entender que era un policía) que se mete en un lío (al menos creí entender que era un lío) que le lleva de una punta a otra de una ciudad que podría ser Los Ángeles en los años 70 o quizás 80, mientras habla con un montón de personas (todas ellas actores y actrices perfectamente reconocibles) de temas que no acabo de comprender. Porque eso sí, no paran de hablar en todo el rato: hablan y hablan y hablan.
Y yo es que no acabo de verle la gracia al conjunto. Tanto cripticismo me parece bien en las películas de Mamet, cuando durante media hora no sabes de qué cojones están hablando pero cuando han pasado 10 minutos más tienes todo clarísimo. No es que yo me vaya a poner a predicar sobre las bondades de la narrativa convencional, pobre de mí, pero oiga si pudiéramos entender algo de lo qué dicen los personajes pues tampoco estaría mal.
En la sesión en la que fui, más de la mitad del cine se largó, algunos no demasiado contentos. Luego me pongo a leer críticas y parece que es la mejor película que se ha hecho en el mundo en el último cuarto de siglo y que no comprendes la genialidad inherente a su alambicado entramado de diálogos incomprensibles es que en el colegio no te enseñaron lo que es el nihilismo.
Pues miren, yo es que lo del nihilismo me la trae bastante al pairo, lo mismo que el confucionismo y el dadaísmo (ya que estamos) pero lo bonito de ver una película es no salir pensando “joder, ¿habrán puesto las bobinas al revés?”.
Yo creo que me he explicado bien, pero es que estoy empezando a pensar que el ininteligible soy yo.
Abrazos/as y besos/as,
T.G.