Saben ustedes aquell què diu?
Señores y señoras, mi vida es un chiste malo. Malo de cojones.
Cada vez que creo que la tengo dominada, la muy hija de puta me hace una llave o me clava un sacacorchos en el homoplato y luego lo enrosca.
Hoy me tenía que haber quedado en la cama. Y antes de ayer también. De hecho, llevo dos años en los que debería haberme quedado en la cama, con las persianas bajadas.
Pero bueno, la vida sigue amigos/as y mañana volverá a salir el sol (como decía John Oliver: “que triste que todo el consuelo que puedan darte dependa de la maldita rotación de la tierra”).
He visto Rogue one. No, no me han invitado a ningún sarao, no había croquetas, no he ido a verla a ningún sitio raro ni lejano. Lo digo por el señor anónimo que decía que me limito a hablar de películas americanas y solo si la multinacional de turno me da croquetas antes. En algo tiene razón: hablo mucho de películas americanas. Crecí con ese cine y vivo inmerso en esa cultura cinematográfica porque la disfruto muchísimo. Y hay otra cosa: este es mi blog y aquí hablo de las películas que me da la gana, cuando me da la gana y porque me da la gana.
Seguro que hay otros blogs que hablan de otro tipo de cine, con un lenguaje más resuelto y más sabio. Son ustedes/as libres de buscarlos y perderse allí un rato. A menos que les apunten con un revólver no tienen ninguna obligación de entrar aquí a leer nada (créanme, si les obligan a leer este blog –con o sin revólver- es que tienen ustedes/as una vida más miserable que la mía) así que menos quejas y menos croquetas.
(Hay que haber viajado poco para creer que en un junket americano te ponen croquetas, por el amor de Dios)
Les hablo de Rogue one en un par de días, porque me parece imposible hacerlo sin spoilers y no quiero que después me crucifiquen.
Mientras tanto les voy a hablar de una película –americana- que me ha fascinado: Hasta el último hombre. Ya saben, la de Mel Gibson.
Con este hombre se plantea la eterna dicotomía que ha tenido a la humanidad en vilo durante siglos: ¿está la moral por encima del arte? Dicho de otra manera, ¿debemos juzgar al artista por algo más que el propio arte?
Lo sé, es una pregunta compleja. Si la respuesta es sí, deberíamos dejar de escuchar a Wagner, no leer a Walt Whitman, a Céline o Ezra Pound, obviar las películas de David W Griffith, Elia Kazan o Leni Riefensthal y jamás de los jamases mirar un cuadro de Pollock.
Sin embargo, yo me niego a renunciar a eso y tampoco al hecho de que muchas de las opiniones personales de los antes mencionados/as me parecen repugnantes. Algo así me pasa con Mel Gibson.
No me gustan los machistas, ni los antisemitas. No me gustan nada. Ahora bien, Gibson es un tipo que –como Eastwood- hace un cine maravilloso, independientemente de cuáles sean sus parámetros políticos o existenciales.
En Hasta el último hombre, Gibson demuestra un dominio tan apabullante de las herramientas cinematográficas (hay escenas bélicas que dejan a Salvar al soldado Ryan al nivel de Verano azul… vale, exagero un poco, pero créanme: es un festín de cine) que son pocos/as los que pueden dudar de su descomunal talento como director, ya demostrado sobradamente en títulos como Apocalypto, Braveheart o El hombre sin rostro.
Aquí cuenta la historia del único tipo (no me consta que haya más ejemplo) que ha recibido un corazón púrpura por su valor en combate… sin empuñar nunca un arma. Es decir la historia de un pacifista que decide ir a servir a su país pero se niega a coger un fusil porque no quiere matar a nadie. Lo de después parece una película de ciencia-ficción: la historia de un loco (ustedes son libres de ponerle el adjetivo que deséen) empujado por su fe y que acabó salvando a más de 70 tipos de su unidad en una misión suicida.
Con Andrew Garfield (ex Spiderman) como el tipo escuchimizado temeroso de Dios que decide jugarse la vida por su país (y por su Dios) en el papel de su vida y una dirección tan rotunda que a uno le da miedo acercarse a la pantalla por si pisa una mina, Hasta el último hombre es una reflexión sobre el coraje, el pacifismo, la fuerza inconmensurable de la fe (impecable en la narrativa aun sabiendo que Gibson es un fanático religioso) y el auténtico rostro de la guerra, alejado de la épica que suele envolver este tipo de filmes.
Una película brillante, construida con cimientos de hormigón, rotunda en su tercer acto y que deja en el personal una honda huella visual y hasta olfativa. Una película en la que la muerte se palpa y que desmiente aquello tan romántico de la justicia poética.
No hay justicia poética. No la hay en la guerra, ni en la paz, ni probablemente la haya nunca, en ningún lado.
Las cosas pasan. Y ya.
Abrazos/as,
T.G.