Bueno, por donde empezar… de acuerdo, puedo decir que siempre he apreciado más a los animales que a las personas. Siendo esto último un topicazo, no es menos cierto que al menos ellos no dependen de los vaivenes de la bolsa y de un montón de burócratas y especuladores con carnet para saber si podrán comer la semana que viene (algunos me acusarán de ser demasiado simplista y probablemente tendrán razón, pero déjenme llegar al meollo de la cuestión).
Esta semana se estrena entre nosotros The cove, el documental que muestra la infinita “bondad” del ser humano con “nuestros amigos” los delfines.
No querría entrar aquí –por aquello tan trillado de buscar analogías– en polémicas taurinas o de ningún otro tipo (ya aclaro que no me gustan los toros pero que tampoco me gusta prohibir), porque de lo que realmente quiero hablar es del mejor documental –por ritmo y profundidad– que nos ha llegado desde Man on wire, aquel prodigioso trabajo sobre la vida y milagros del equilibrista Philippe Petit.
The cove muestra las –vergonzosas– interioridades de un pueblecito japonés donde se dedican a masacrar delfines con absoluta impunidad (no debe sorprendernos, un servidor aún se acuerda de cuando un ministro japonés digo que había que acabar con las ballenas porque eran “las cucarachas de los mares” –creo que la cita es literal), aprovechando el vacío legal y la nula función de los organismos que deberían regular la vida marina (ya tiene bemoles que una panda de cretinos tengan que “regular” la vida marina).
En fin, el documental arranca con un personaje llamado Richard O’Barry, el hombre que descubrió a Flipper (aquel ídolo de nuestra infancia que vivía en paz y armonía con los humanos) y que más tarde llegó a la conclusión de que lo de capturar delfines para amaestrarlos y utilizarlos para series de televisión era solo una sutil forma de tortura, ya que los animales acababan suicidándose. Sí, he dicho suicidándose, aunque quizás debería decir “dejándose morir” para que nadie se ofenda.
La cuestión es que este hombre, convertido en el activista más activo del mundo (valga la redundancia) descubre un pequeño pueblo en la costa de Japón donde se cargan a los delfines por miles sin que nadie pueda probarlo o hacer nada por evitarlo (con la connivencia –faltaría más– del gobierno y las cofradías de pescadores). Así que cansado de volar en solitario se pone en contacto con un tipo, que le lleva a otro, y a otro, y a otro, hasta que consigue formar un equipo de chalados dispuestos a hacer lo que sea para parar aquello o al menos hacerlo público.
El ensamblaje del proyecto (con participación –no es broma– de la mismísima Light & Magic, la compañía de efectos especiales más avanzada del mundo, que para la ocasión construyó unas cámaras camufladas en rocas capaces de filmar la “acción” sin ser detectadas) es fascinante; el tono es correcto sin caer nunca en el paternalismo o la búsqueda de la lagrimita; hasta el propio O’Barry se revela un personaje de claroscuros, mitad ángel mitad chiflado, en una misión divina. Todo ello confluye en un documental venoso, tenso, de asombrosa brillantez y terribles conclusiones.
La parte final, donde vemos –de primera mano– el holocausto de los cetáceos (no se me ocurre otra forma mejor de describirlo) es de una crudeza sin límites tanto que le dan a uno ganas de apagar la tele, desenchufarla y arrojarla por el balcón.
Recomendaría a las almas sensibles que se largaran cuando llegue el momento apenas mencionado… seguramente –y para entender la hipocresía del pueblecito, de la sociedad japonesa y del mundo en general– les bastará con haber visto el momento en que el equipo visita el acuario local y comprueban que allí mismo (no es broma) se vende carne envasada de delfín.
Justo cuando creíamos que lo habíamos visto todo…
Señores/as, no se me ocurre mejor recomendación para el fin de semana. Eso sí, si les apetece algo ligero ni se les ocurra ver The cove.
¿Qué pensaría Flipper si levantara la cabeza?
Un abrazo,
T.G.