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¿Más 300? Dios mío, no…

artemisa

 

Buenas señores/as,

 

Ya ven que les he abandonado, pero –acostumbrados a mi procrastinación– esto no debería sorprenderles.

 

Les escribo desde Vancouver, patria de los canadienses de bien (Toronto sería la de los canadienses de mal) y donde no ha dejado de llover desde hace cuatro días para mi alegría y gozo. La temperatura tampoco ha subido de los cinco grados, con lo cual todo es aún mejor. Me atrevía a pasear hace unos días y ahora mismo Zeus y Poseidón están entablando un combate a muerte en mi cabeza (qué bonita metáfora para definir el dolor de cabeza que me invade después de que el diluvio universal me cayera encima, ¿eh?).

 

Sin embargo, y como hace mucho que no les digo nada, he pensado que hoy iba a portarme bien y a dedicar unas líneas a la última obra maestra que he visto.

 

La vi aquí en Vancouver, en Ultra AVX y con Dolby Atmos (traducción: imagen y sonido de la hostia, en un pantallote que doblaba las dimensiones de los multisalas españoles) en una sesión a las 12.30 que estaba casi llena. A las 12.30 de un viernes. Un mediodía. Con las entradas a 12 euros.

 

Nada, ahí les dejo con esa información, procésenla ustedes como deseen.

 

La película en cuestión se llama 300. Después va un subtítulo, pero no recuerdo cuál es. Algo de un imperio.

 

Así que a partir de ahora la llamaré 300. A secas.

 

300 es una auténtica porquería.

 

Esa sería la versión corta de mi crítica. Muy profunda, como pueden ver.

 

Algunos podrán argumentar que la primera tampoco era ninguna maravilla, pero lo cierto es –que sin serlo– yo me lo pasé de miedo con ella. Esa épica de plastidecor, esos bíceps de cartón piedra, esos decorados de papel cebolla. Coño, era divertida.

 

Además, salía Gerard Buttler, con ese acento escocés, haciendo de espartano. Y Rodrigo Santoro, disfrazado de travesti persa, con ese vozarrón del que se ha pasado con las hormonas. Ay, señores y señoras, si es que era un torbellino de diversión y hasta tenía escenas magníficas: todas esas batallas coreografiadas hasta la extenuación y con la sangre de sirope.

 

Era (y todos éramos conscientes de ello, menos los que se llaman Johnny y Jessi y se refieren el uno al otro como “gordi” o “cari”) una parodia comiquera, de tintes derechistas (o muy derechistas), pero que nunca se tomaba demasiado en serio.

 

Con esta 300 han seguido con la parodia, pero esta vez han tratado de darle una patina de respetabilidad, como si te estuvieran contando la Segunda Guerra Mundial desde el bunker de Hitler. Y no cuela.

 

¿Es espectacular? Sí, claro. ¿Tiene buenos momentos? Sí, el polvo de Artemisa, mejor coreografiado y concebido que todo lo demás. ¿Consigue su objetivo? Pues no, porque a media película el señor de mi lado ya estaba roncando como un jabalí en celo.

Yo resistí porque, cada vez que pensaba en los 12 euros que había pagado, me entraban ganas de salir y matar a la taquillera y al acomodador y a los de seguridad y luego seguir la matanza en la calle hasta calmarme. Por suerte soy muy calmado. Je.

 

La cuestión es que 300 debería ser emocionante, elástica, divertida, capaz de transmitir algo, aunque fuera “tío, hemos esto hecho para que te lo pases bien”. Sin embargo, no hay nada de eso en ella. Al tratar de ser relevantes, consiguen todo lo contrario, que un servidor haya logrado batir su record de apertura mandibular en una sala oscura… miento, la verdad es que ese record lo tendrá para siempre Isabel Coixet con A los que aman.

 

También he visto Ocho apellidos vascos, pero de esa ya hablaré otro día, que no quiero ponerme de mala hostia.

 

Pórtense bien. Yo no lo haré.

 

Abrazos/as,

T.G.

 

 

 

 

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