Buenos días, señores y señoras,
¿Qué hacen ustedes en esta soleada mañana de domingo mientras escribo estas líneas? (Es soleada aquí, desde mi ventana, no sé desde la suya. Que anda el tiempo muy loco… ¿Ya han salido los expertos a decir que no habrá verano?)
En fin. Estaba yo hoy escribiendo de cosas sin importancia, cuando he caído que no les había hablado de una de las películas que más me ha gustado en los últimos meses. Seguramente porque esperaba que fuera una gran memez y me sorprendió por su madurez, su delicadeza y su sentido del humor.
La película en cuestión se llama Bajo la misma estrella, y es la enésima demostración de que con un buen guión y un buen director se puede llegar adonde se desee.
El material original es un horrible libro (lo sé porque lo he leído) donde se habla de un grupo de adolescentes enfermos de cáncer y del grupo de apoyo en el que se reúnen. Seguramente les parecerá familiar porque tiene puntos en común con la obra de ese gurú de la autoayuda (y escritor de medio pelo) llamado Albert Espinosa. Ya saben, el de Si me dices ven lo dejo todo… Pero dime ven. O el de El club de las pulseras rojas. Ese.
Pero, si en el caso de Espinosa las traslaciones de sus delirios literarios siguen siendo delirantes, en el caso de Bajo la misma estrella la cosa cambia mucho. Y cambia porque el encargado de adaptar la obra de John Green es un tal Michael H. Weber, al que los cinéfilos recordarán por el magnífico libreto de 500 días juntos.
Weber, un tipo listo como pocos, con un sentido del humor a prueba de bombas y una pluma afilada como un sable laser, es capaz de convertir las emociones baratas del original en un precioso drama, cargado de valentía, en el que los protagonistas jamás sienten lástima por sí mismos. Es difícil resultar cristalino sin ver la película, pero si uno olvida los prejuicios a la hora de ver Bajo la misma estrella puede encontrarse a uno mismo muy cerca de una sensibilidad que pocas veces hemos visto en pantalla sin sentir que nos manipulaban.
Pero, más allá del sensacional trabajo del señor Weber y la mano firme del director, un tal Josh Boone, al que yo conocía de nada (pero que resulta ser el realizador de Un invierno en la playa, que era un filme notable), la gran sorpresa de la película resulta ser una actriz que prometía muchísimo y que aquí agarra al espectador por el gaznate y no le suelta hasta mucho después de que se acabe la película.
Su nombre es Shailene Woodley. La habíamos visto en Los descendientes y en Divergente. En ambas mostraba destellos de genialidad, pero uno siempre podía optar por pensar que era otra de esas actrices que queda embarrancada en la arena de las jóvenes promesas.
En Bajo la misma estrella, espanta de un plumazo todos los fantasmas y construye a un personaje tan fascinante, tan sonoro, tan rotundo en su fragilidad, que resulta difícil no conmoverse de un modo genuino. A su lado, dos actores de una potencia descomunal, dos chavales llamados Ansel Egort y Nat Wolff, cuya complicidad y química es simplemente insuperable. Woodley tiene un cáncer que la obliga a llevar una bombona de oxígeno arriba y abajo; Egort ha visto como le amputaban una pierna; Wolff ha perdido un ojo.
Suena a dramón, ¿verdad?
Pues hay tal chute de vitalidad en esta película, tal sentido del humor, tal arrojo, que uno se olvida de cualquier hándicap para rendirse al ser humano y a su capacidad para sobrevivir a cualquier cosa. O casi.
Acostumbrados a las torpezas del cine adolescente, encontrarse con un título como Bajo la misma estrella nos recuerda lo difícil que es resultar creíble y relevante cuando se manejan determinados códigos. Los adolescentes no son tan tontos como pudiera parecer en primera instancia, y por eso Bajo la misma estrella ha sido un triunfazo sin precedentes en Estados Unidos y promete dar la misma guerra en cada país donde se estrene.
¿Y saben lo mejor? Que se lo merece.
Abrazos/as,
T.G.
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