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La venganza como una de las bellas artes

Queridas y queridos?

 

¿Qué dice el pueblo? Bueno, mejor que no diga nada, no quiero tener que sacar los tanques.

 

Casi se me olvida un detalle importante: este fin de semana estrenan El justiciero, una película de Eli Roth que demuestra que este señor con maneras de mamarracho y el talento de un manojo de nabos, sigue siendo un pelacañas de mucho cuidado.

 

Ya se sabe que odiar es un trabajo a tiempo completo, pero cuando se trata de Roth no me importa dedicarle un buen rato.

Lo cierto es que el tipo me ha parecido un patán desde aquella nadería (en la que algunos indocumentados vieron una especie de metáfora sobre lo absurdo de la existencia) llamada Hostel. La vida s muy corta para dedicarla a ver malas películas, pero a veces –y cuando uno escribe de cine y demás- no hay forma de esquivarlas. Cada vez que veo en la pantalla ‘dirigido por Eli Roth’, sé que me enfrento a una memez, seguramente con pompa. De momento no me he equivocado ni una vez.

 

Hagamos un pequeño ejercicio de regreso al pasado: en 1974, Charles Bronson (un actor que a veces sí y otras no, no sé si me explico) estrenaba El justiciero de la ciudad. La película era básicamente la historia de un tipo que veía como su familia era asesinada y decidía –ante la actitud pasiva de la policía- tomarse la ley por su mano. Pueden ustedes imaginarse cómo funcionaba el asunto.

 

La película inauguró un subgénero de ángeles vengadores que ha llegado hasta nuestros días y cuyo ejemplo más obvio es Taken. Ya saben, Liam Neeson repartiendo guantazos y tortas de París a Estambul porque un grupo de mafiosos con pocas luces tienen la brillante idea de secuestrar a su hija.

 

Bien. Hace un par de años a alguien en Hollywood se le ocurrió que esta etapa de la historia del mundo (con Trump en el oeste y Putin en el este, y la impresión de que el imperio de la ley se ha ido a tomar a culo) podía representar pingües beneficios para el que resucitará al justiciero. Al final acabó llevándose el gato al agua el papanatas de Roth. El estudio quería que Bruce Willis encabezará el reparto y Willis, que hace años que no da una, aceptó.

 

La película está filmada con la precisión de un cavernícola golpeando un fuego con un garrote de madera de roble. El guión parece escrito por un mono politoxicómano de Sumatra acabado de salir de una clínica de rehabilitación y sin saber muy bien en qué continente se ubica.

 

Más allá de ser una reivindicación rupestre del ‘do it yourself’ en la que Willis tiene cara de ‘yo no sé nada, he visto luz y entré’, e incluso sin entrar en consideraciones morales sobre tamaña montaña de residuos cinematográficos, me pregunto quién dio el ‘sí’ final a algo tan malo. Porque no es que uno no pueda hacer una película de serie b cafre y divertida, pero lo incomprensible es hacerla como si estuvieras rodando Ben hur. No es que el filme tenga ínfulas y sea rematadamente pretencioso, es que es incomprensiblemente aburrida. ¿Una película sobre un cirujano que decide empezar a asesinar malvados en la que al cabo de 20 minutos ya estás mirando el reloj?

 

No, hostia no. Si me das eso, dame diversión, dame caña palomitera, dame risas. No me des este espantajo solemne e interminable. Es que hasta cuando intenta insuflarle al metraje algo de comedia, acaba colando chistes que hacen que Torrente parezca una película de Lubitsch.

 

No quiero encenderme más. Casi les pediría que fueran a verla.

 

“Es que le tienes manía, cinealascuatroruedas”

 

Vamos, atrévanse.

 

Abrazos/as,

T.G.

 

P.D.: por cierto, El justiciero de la ciudad tuvo cuatro secuelas. A esta no le veo ni un corto en animación.

 

 

 

 

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