Otro mes y otro post, la máquina de escribir echa humo señores y señoras. Y que sepan que todo este esfuerzo sobrehumano que me caracteriza lo realizo únicamente por ustedes/as, porque se lo merecen.
Ya ha llegado el verano, qué ganas, ¿eh? Esos mosquitos, esos 40 grados que no te dejan dormir, esas insolaciones, esos niños del vecino que a las siete de la mañana ya están dando el coñazo, esos cines llenos de chavales hablando por el móvil… ay, el verano. Teniendo una estación tan agradable como esa a quien cojones le importa el otoño o la primavera, donde uno puede salir a la calle, pasear y dormir sin sudar como un cerdo el día de San Martín. Sí, definitivamente agosto es mi mes favorito del año y, si fuera por mí, cada mes debería ser agosto. Y por favor, no nos quedemos en los 40 grados, podemos optar a algo más: pidamos 50 grados por ejemplo. O 60.
Hay que ser ambiciosos.
En fin, hablemos un poquito de cine. Aparte del estreno de Star trek, que es una propuesta cojonuda para disfrutar del fin de semana (no olviden pedir que apaguen el aire acondicionado cuando estén en la sala, es verano y hay que disfrutarlo en todas partes) se ha estrenado otra película para la que vale la pena dejarse unos eurillos: La mejor oferta.
La mejor oferta la dirige un señor italiano llamado Giuseppe Tornatore con el que no tengo excesiva afinidad, la verdad sea dicha. Hace unos años le dieron el Oscar por una película llamada Cinema Paradiso, seguro que muchos la recuerdan.
Yo tenía buen recuerdo de ella hasta que hace unos meses se me ocurrió revisionarla y deseé que Satán saliera de su agujero, me agarrara en sus fuertes brazos color carmín y me llevara al infierno con él (qué coño, allí siempre es verano) de lo mala que era. Luego hizo más películas, cada una peor que la anterior, donde siempre salía algún niño llorando y todo el mundo tenía unos traumas de la hostia. Algo así como la Coixet, pero menos pesado que esa señora.
Sin embargo –mátame camión– algo le ha sucedido a este hombre y de repente va y hace una película estupendísima. La mejor oferta explica la historia de un señor, propietario de una célebre casa de subastas, al que de repente le llega una propuesta para examinar el interior de una mansión que se va a poner a la venta y evaluar el precio de las obras de arte que cuelgan de sus paredes. El tipo se pone manos a la obra y es así como entabla una relación con la extraña inquilina de la casa: una mujer que vive recluida allí por culpa de una agorafobia especialmente agresiva.
Huelga decirlo, el subastero se enamora de la inquilina y allí arranca la película, por decirlo de algún modo.
Aunque el final no me entusiasma, debo decir que la primera hora del filme, obsesiva, morbosa, casi asfixiante, encajaría perfectamente en la filmografía de Polansky, Cronenberg o De Palma. La relación entre esos dos bichos raros atrapados en sus respectivos mundos (él tampoco es un prodigio de sociabilidad) es de una delicadeza tremebunda, sin impostación, sin atajos, pura y furiosa naturalidad. De esa que nos gastamos los humanos cuando empezamos a cruzar líneas rojas aunque intuyamos que el final de aquel camino va a ser una caída libre.
El protagonista de La mejor oferta es Geoffrey Rush, un actor que me fascina y que en esta película demuestra –otra vez– un carisma y una energía (en este caso, y aunque parezca paradójico, basada en la contención) sólo al alcance de unos pocos escogidos.
Es una peli pequeña pero extremadamente voraz y que –incluso en ese desenlace algo torpe para mi refinado paladar– te acaricia el hipotálamo tiempo después de haberla terminado (léase: “que da gustito”).
Si les gusta el cine, vayan y vean. Si no les gusta el cine, gástense el dinero en drogas y ejemplares atrasados del Cuore: no hay esperanza para ustedes/as.
Un abrazo,
T.G.
Pues a mi Cinema Paradiso me gustó mucho. Sobre todo me gustó la última parte, cuando Salvatore regresa al pueblo, que está de resaca por el progreso. Todo es horroroso y sucio, aunque el producto interior bruto del pueblecito se haya multiplicado por 10. Los carriles de incorporación de las autopistas flotan por encima de las montañas. Coches y más coches amontonados en la que décadas pasadas era una magnífica plaza. El cine en ruinas será derribado para construir un aparcamiento… los personajes no lo dicen, no lo notan, no se han dado cuenta porque ha sido una transformación progresiva a ritmo de lentas pero constantes concesiones. Pero el espectador lo ve claramente, está ahí y no es fortuito.