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Hasta siempre, Indiana

Amigas y amigos,

Qué tal va todo? Gozando del veranito? Ya, ya sé, soy muy pesado con el tema.

Perdónenme.

Voy a entrar directamente en vereda, por ahorrarnos esos molestos prolegómenos de procrastinador profesional: ya he visto la nueva entrega de Indiana Jones.

Primero, debo decir que para mí solo hay tres entregas previas, las tres maravillosas. Aquella cosa de la calavera de cristal era tan abyecta que ni la considero parte de la saga. Recuerdo apagar el móvil para disfrutarla en el cine y volver a encenderlo unos cuarenta minutos después mientras me preguntaba qué cojones le estaban haciendo a mi amado Indiana.

Teniendo esto en cuenta, acudí a ver esta nueva película (la última, si nos creemos lo que dicen desde la productora) con bajísimas expectativas. Dirige James Mangold un tipo que me gusta bastante y sale Phoebe Waller-Bridge, que es una cómica estupenda. Pero en la anterior dirigía Spielberg y salía Cate Blanchett. En los tiempos que corren, nadie te garantiza nada.

La nueva entrega de Indiana Jones se titula Indiana Jones y el dial del tiempo. El dial del tiempo es un invento de Arquímedes del que mejor no desvelar demasiado porque hacerlo sería entrar en el terreno de los spoilers, aunque estoy seguro de que en esos trailers que nunca miro lo explican todo con detalle y sin miramientos. La madre que los parió a todos.

Lo primero que tengo que advertir, aunque seguramente lo hayan leído hasta la extenuación, es que -aproximadamente- la primera media hora de película nos muestra a un Indiana Jones rejuvenecido con CGI. Siento decir que no sale bien. Al principio cuela, pero a medida que avanza, los movimientos del personaje se vuelven robóticos y se me hace bola. Y mira que me gusta toda esa set-piece que sucede en el tren, pero es que no puedo dejar de mirar la cara del Harrison Ford hecho con uno o varios ordenadores.

Luego hay muchas persecuciones, muchas aventuras, muchos países y mucha morralla.

El problema básico (más allá del inmenso agujero de guion que provoca el propio aparato de Arquímedes) es que uno recuerda la enorme diversión que fueron aquellas películas y el visionado se convierte en un inacabable ejercicio de nostalgia sin fin, de recuerdo de un pasado mejor. Es como hacerse trampas al solitario: recurrir a los chistes que solo reconocerán los fans de la saga o meter con calzador a personajes que habían aparecido por allí hace 40 años. Indiana es mucho más que eso.

Llegados a cierto punto, la patada de la nostalgia deja de tener efecto y uno se topa con la cruda realidad: que el personaje que tanto amaba hace mucho que fue engullido por su propia leyenda y que Indiana Jones tuvo un tiempo y un lugar en el que ser relevante, aunque ese tiempo haya pasado.

Ningún mito puede ser retomado por la fuerza, ni con cualquier excusa. Da igual el dinero que inviertas o el esfuerzo y el tiempo que le dediques: algunas cosas deben permanecer enterradas porque son hijas de su tiempo. Del mismo modo que el Bond de Sean Connery no tendría sentido en el panorama actual, el Indiana Jones de Harrison Ford debió finalizar en La última cruzada. Ya sé que los designios de Hollywood no atienden al sentido común, pero basar un proyecto de este tamaño en la nostalgia es un error descomunal.

Luego podríamos discutir si las jóvenes generaciones de cinéfilos tienen algún interés en Indiana Jones o en las películas de aventuras de viejo cuño, pero eso sería otra discusión completamente distinta.

La cosa es que yo dije adiós a Indiana Jones hace ya unos cuantos años y ese es mi recuerdo final.

Ojo, que no quiero despedirme sin decir que la película es todo un espectáculo, muy entretenida, gran apuesta familiar. Si tuviera niños los llevaría y se lo pasarían pipa.

Pero no es para mí, mi Indy se quedó en la segunda guerra mundial, con su padre. Será que ya soy muy viejo.

Cosas de la vida.

Abrazos,

T.G.R.

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