Sí, lo sé, seguro que están ustedes y ustedas pensando en mi cara dura. “El tío este nos dice un domingo: ‘mañana se lo cuento todo’ y después desaparece y nunca más se supo”. No, la verdad es que desde hace unos días me rijo por el calendario otomano, así que en realidad hoy en mi casa es lunes. Justo un día después del post en el que les prometía que les contaría un montón de cosas.
¿Ven como todo tiene una explicación? Personas de poca fe.
(Después de semejante excusa –que me he inventado sobre la marcha- creo que deberían ustedes seguir leyendo y olvidarse de mis reiteradas ausencias. Véanme como ese amante/a que nunca llama ni nada pero que les resulta irresistible).
Como saben ustedes anduve perdido por Washington unos días y luego otros tantos en Nueva York. En Washington visité los clásicos: la Casa Blanca, el Capitolio, los museos del Smithsonian, un sex-shop y una tienda de armas. Lo clásico, ya saben.
En los museos descubrí que para registrar tu bolsa usan un palo. En serio, un palo. Como si estuvieran en la montaña buscando las llaves del coche que se les acaban de caer en una inmensa deposición de vaca. Llevan unos guantes y el palo. No me atreví a preguntar la razón de tal procedimiento porque igual me ponían contra la pared y me hacían un examen de cavidades sin ni siquiera besarme antes.
Ver a un tipo negro de dos metros registrando tu bolsa con un palo es una experiencia que no olvidaré. Al final le di las gracias y pensé: “¿ gracias por registrar mi bolsa con un palo?”. Tampoco pregunté si utilizaban el palo para otras actividades. Más adelante comprobé que también en Nueva York utilizaban el palo y me preguntaba donde comprarían los palos.
Entré sin problemas en el país (debían estar distraídos, no encuentro otra explicación) y no tuve incidentes relevantes excepto en dos ocasiones:
La primera fue cuando en el hotel el señor portorriqueño de recepción me repitió varias veces lo “cerca” que estaba mi habitación de la recepción. “Muy, muy cerca” repetía mirándome con los ojos de un gato que ha visto a un canario posarse a pocos centímetros de su cesta. Luego me preguntaba adónde iba a ir, que el conocía unos bares muy de moda. Tuve miedo e incluso consideré la posibilidad de comprarme unas de esas gafas con bigote para entrar y salir del hotel. No pasó nada pero si algún señor de bien me hubiera ofrecido un arma en algún callejón oscuro igual hubiera accedido… sólo para protegerme, que quede claro.
El otro incidente tuvo lugar en Dean & DeLuca, ese paraíso de la comida en Nueva York. Compré un par de cosas para amigos y conocidos y cuando llegué a la caja pedí que me los envolvieran para regalo. Me dijeron que ellos no lo hacían, que tenía que ir al fondo del local, a una sección donde se dedicaban a eso exclusivamente. Así que pagué y recorrí los metros que separaban la caja del mostrador correspondiente. Ya a mitad de camino empecé a divisar a la persona que iba a encargarse de envolver los regalos.
Era delgada, muy delgada. Llevaba unos pantalones negros que le habían soldado a las piernas, una camiseta blanca y una bata del mismo color encima. Lo mejor estaba por llegar: tenía el pelo muy corto, con una especie de mechón más largo que hacía a las veces de tupé. Los ojos eran muy pequeños, la nariz más pequeña que los ojos y ocupando toda su cara lucía unas gafas negras de pasta. No les engañó: las lentes se apoyaban en sus labios… bueno, quizás he exagerado, pero ya se hacen a la idea.
Primero, al entregarle los regalos, los miró como si le estuviera dando un raro ejemplar de molusco de las Fosas Marianas, un mejillón mutante salido de los abismos del mundo (en realidad le estaba dando un plato). Entonces, en un giro digno de Copernico, me dijo: “¿qué?”.
Allí comprendí que aquel pequeño ser con gafas no bromeaba, que aquello iba a ser un reto mayúsculo.
Le dije que si por favor podía envolverlo para regalo.
Me miro, pero en realidad no me miraba, igual estaba pensando dónde había aparcado su nave espacial o si había comprado el acero y las tuercas para hacerse su jaula. La cuestión es que permaneció con sus diminutos ojos en blanco durante un minuto y al final dijo: “ok”. A continuación sacó un rollo de plástico transparente más grande que ella y empezó a tirar de uno de los bordes. La cuestión es que no podía, aquello estaba muy pegado y el rollo no cedía. Cuando por fin lo hizo ya chica se golpeó con un jarrón gigante y rebotó contra la mesa donde estaba mi plato. Recuperó la compostura y empezó a sacar plástico y más plástico y darle vueltas alrededor del plato. Pensé en decirle que no iba a embarcar el plato, que me lo llevaría de equipaje de mano, que aquello no era necesario, pero temí que aquella pequeña psicópata saltara el mostrador y me plastificara.
A tal punto llegó la cosa que ella misma se enredó con el plástico y la visualicé, envuelta junto a mi plato, con las gafas aplastadas contra la nuca. Finalmente logró acabar el envoltorio… o eso pensaba yo. Resulta que la chica (?) quería hacer un lazo para dejarlo impecable.
No puedo describir ese momento en que sus deditos sin hueso empezaron a perpretar un gigantesco nudo en aquella montaña de plástico. De hecho me giré porque empecé a ser víctima de un grave ataque de risa.
Acabó al cabo de quince o veinte minutos.
El resultado (lo siento, no hice foto) era como el traje de boda de la Infanta Elena: un mamotreto indescifrable. No conseguí localizar el plato hasta que en el hotel pude examinar detenidamente el interior del paquete. Cuando lo regalé parecía que el obsequio era el plástico y que dentro habían puesto un plato para hacerlo más interesante.
Lo mejor del caso es que cuando acabó le di una caja de bombones. Era para mí y no necesitaba envoltorio pero, qué demonios, no todos los días tiene uno la oportunidad de ver algo así. ¿Y qué hay de malo en repetir?.
No sé por qué pero hace días que no consigo hablar de cine en este blog. En Estados Unidos vi la última de Clint Eastwood y The descendants y Hugo y más cosas, debería contárselas. Prometo hacerlo mañana.
T.G.
P.D.: Lo sé, la frase “prometo hacerlo mañana” les inquieta, ¿verdad?.