Señores y señoras, ¿qué tal están?
En primer lugar, muchas gracias por sus ánimos, se los agradezco de corazón.
Mi padre sigue igual que estaba pero con una pierna menos. A ver quién se lo explica cuando se despierte. “Hola papá, ¿te acuerdas aquella pierna que te hacía tanto la puñeta? Pues ya no vas a tener que preocuparte más por ella, ¿no te alegras?”. Supongo que en la sanidad pública tendrán a alguien que se ocupe de eso. No he comunicado a nadie antes que mientras dormía le quitaron una extremidad, como el que no quiere la cosa. Temo que mi padre me arranque la cabeza con sus brazos (de momento sigue teniendo dos).
Tuve conversaciones altamente estimulantes con el médico sobre si iban a cortarle a la altura del tobillo o de la rodilla, las mejores prótesis y demás. “Pero bueno, no nos excitemos que tampoco tenemos la seguridad de que se despierte” me dijo.
Huy, pues qué lástima, con lo que me excitaba ir con él a comprar prótesis y hablar de colores y texturas y luego ir juntos al Starbucks. Una tarde de compras con papá.
Así que lo único que he hecho es ir a la UCI y entreteniéndome contando la cantidad de cables que entran y salen del cuerpo de mi padre, como si estuviera creando su propia geografía: un país con ríos de morfina, montañas de sedantes y llanuras de antisépticos. Todo son bips o beeps (nótese la distinta extensión de los pitidos), controles, graduadores, máquinas y lucecitas. La habitación de mi padre en la UCI es la nueva Enterprise pero yo no estoy al mando y si el médico que lo atiende es el Capitán Kirk, que Dios nos coja confesados. Al menos dos veces he estado tentado de poner mi mano en su cara, como si fuera un tentáculo, y decirle “si no dejas de hablarme raro juro que te arrancaré los ojos con una cucharilla de café”.
Sin embargo, el yo victoriano que hay en mí se ha impuesto y le he mirado con atención mientras pensaba cuando aguantaría sin respirar bajo el agua mientras yo le sujetaba la cabeza.
Lo mejor fue el lunes pasado, cuando después de una de mis turbias conversaciones con el galeno llegué a casa y me encontre a mi perro con el telefonillo del interfono en la boca. No se había limitado a arrancarlo de la pared, no: se había comido la mitad.
Ahora mis paquetes se los entregan al vecino. Pronto vendrá el técnico a repararlo y le voy a pedir que lo ponga a dos metros veinte de altura. Por asegurarme.
Groucho, mi querido can, se ha comido también la bandeja de entrada del bluray, el cable de la antena, el cargador del teléfono, el del Ipad y el del ordenador. Estoy pensando que un día de estos cagará un gadget totalmente nuevo y que revolucionará el mercado. Como un Frankenstein de la tecnología.
No he tenido mucho tiempo de ir al cine. De hecho, no he tenido tiempo de nada. En mi nevera en estos momentos hay una botella de Aquarius caducada, un queso que trajo una amiga hace dos o tres meses y ocho botellas de vino. Quién dijo que el perro era el mejor amigo del hombre se equivocaba: el vino es el mejor amigo del hombre. Nada como abrazar una botella (y sobre todo bebérsela) para sentirse de repente mucho mejor. Eso sí, a la mañana siguiente me levantaría, cogería un gran cuchillo de cocina y me iría a la facultad de medicina a hacer algunas autopsias.
¿De qué puedo hablarles? Ya les recomendé Mr.Robot, que es la mejor serie del año. Diez capítulos para una primera temporada magistral. No sean vagos.
Luego puedo decirles que Ballers (de HBO) es una serie bastante sorprendente. Es como un Entourage (El séquito, en España) pero en el mundo del deporte pero con Dwayne Johnson, La Roca, ejerciendo de Ari Gold, representante con mala hostia. Me lo he pasado pipa con ella, la verdad. En mis viajes arriba y abajo ha sido una gran compañía.
Ah sí, he visto Anacleto, que es divertida, sin más: si borrarán digitalmente a Quim Gutiérrez (junto a Dani Rovira el peor actor de este país) todo sería mucho mejor. Y también vi Truman, de Cesc Gay, que me emocionó (de verdad) y que contiene una interpretación de Ricardo Darín de esas que dejan claro que hay actores, actores y luego está él. Con la excusa de una despedida definitiva, dos amigos se ven por última vez. Una de ellos va a morir de cáncer y el otro va a verle para decirle adiós: los tres días que pasan juntos son la película. No hay más envoltorio.
Una película pequeña, bonita y delicada, sobre la naturaleza caduca del hombre y el carácter perenne de las emociones. Vayan a verla cuando se estrene, que no sé cuándo es.
Un abrazo, amichis y amichas.
T.G.