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No sé si les conté lo de mi vecino que toca la trompeta. Seguro que sí. Si no fuera tan vago lo buscaría, pero –como acabo de precisar- soy un vago. La cuestión es que hace meses que toca la trompeta, aunque lo más correcto sería decir “que intenta tocar la trompeta”. Digamos que si mi querido perro Groucho se empeñara en tocar la trompeta a estas alturas ya sería como Miles Davis comparado con él.
El hombre practica horas y horas, se lo aseguro. Me asomo al patio de luces y oigo su melodiosa agonía. Seguro que si la trompeta pudiera hablar le diría que lo dejara, que probara con la pandereta, pero uno de los problemas de los instrumentos musicales es que no acostumbran a airear sus problemas: se los guardan para sí mismos.

No quiero decir que mi vecino no tenga derecho a tocar la trompeta, pero si después de un año aún sigue con el do, re, mi, fa, sol en tono dudoso (quiero decir que si grabara eso y le dijera a alguien que mi vecino está estrangulando a un mapache, ese alguien me creería sin ninguna duda) quizás debería desistir: no hay deshonor en algunas derrotas.

A ver, jamás he tocado ningún instrumento, pero creo que aunque fuera por pura insistencia, si uno practica un año al menos sabrá tocar Amante bandido o Qué llueva, qué llueva la virgen de la cueva. Pero no. La trompeta sufre, no hay día en que no pase por delante de la puerta de este señor (un joven barbudo) y le oiga insistir con el asunto. Y me dan ganas de llamar a la puerta y decirle “oiga, déjelo ya, en serio. Basta”. Lo que pasa es que soy un sentimental.

Esto se lo cuento porque el otro día estuve a punto de cometer un acto malo. Un acto contra un semejante. No, no era asesinar al vecino de la trompeta, por mucho que me moleste su continua torpeza musical. Hace una semana la cartera me pilló abriendo la puerta y me entregó un aviso. “Es para su vecino, el del principal segunda, ¿se lo puedes dejar en el buzón?”. La señora, muy simpática, me conoce mucho (no para de entregarme paquetes) y me dijo que iba retrasadísima con su ronda.

Naturalmente, cogí el aviso. Sin embargo, algo me inquietó. El del principal segunda es el barbudo de la trompeta. Así que mire el papel. Era un aviso de una tienda llamada “Clarinetes Diaz”. Maldita sea, no debía haberle mirado. El hijo de puta no tenía bastante con maltratar una trompeta, ahora se había comprado un jodido clarinete. No hay –que yo sepa- asociación de protección de los instrumentos musicales, así que el destino del clarinete estaba en mis manos.
He tenido varios días el aviso en casa. Pensé que si tardaba lo suficiente en dárselo o si lo destruía le evitaría un problema a la comunidad. Ahora ya no solo nos daría el coñazo con la trompeta sino que lo combinaría con el puto clarinete. Es más, si quería podía invitar a un amigo suyo, probablemente igual de torpe que él, a tocar alguna pieza de mierda a dúo.

Pero no he podido. El viernes bajé y se lo metí por debajo de la puerta, pensé que ya tenía suficiente mal karma acumulado y que no convenía tentar a la suerte.

Esta mañana he pasado por delante de su puerta y he escuchado un ruido terrible, como si alguien estuviera estrangulando a una hiena embarazada. Les confieso que ha faltado muy poco para que llamara a la puerta, le cogiera el puto clarinete y se lo rompiera en la cabeza. Y a tomar por culo el karma.

Esta semana vayan a ver Carol, la adaptación de una preciosa novela de Patricia Highsmith sobre la historia de amor entre dos mujeres de mundos distintos en una época en que estaba aún peor visto que ahora. Solo la recreación de ese Nueva York clásico, y la increíble fotografía de la película (si les gusta Douglas Sirk y el cine dramático de muchos kilates, ya pueden empezar a ajustarse el babero) ya justifican el precio de la entrada. Porque Carol es una de esas películas que solo encuentran su auténtico sentido en una pantalla grande. Los colores, los matices, las texturas, solo pueden apreciarse en una butaca mullida, delante del proyector de un cine. Además, ellas son las maravillosas Cate Blanchett y Rooney Mara.

Mientras tanto, yo seguiré pensando si bajo al principal segunda.

Abrazos/as,
T.G.