Buenas amiguetes, perdonen que no esté muy interactivo últimamente por estos lares pero, entre aviones, trenes y la falta de wifi, me lo ponen cada vez más difícil.
¿Han visto? Yo pidiendo perdón: el futuro era esto.
Ya me veo en el próximo post ofreciéndoles dinero e invitándoles a una butifarrada popular (esto último no sería mala idea, seguro que son ustedes unos/as cabrones/as agradables/as en persona).
Bueno, disculpas/excusas aparte, déjenme recomendarles dos cosas esta semana:
La primera es Blackfish, el documental sobre la enajenación mental que sufren las orcas en cautiverio. Un tema manido, si ustedes quieren, pero ejecutado con remarcable precisión, y donde aparece también nuestro país (para mal como de costumbre). La historia de estos animales es como la de cualquier ser vivo con intelecto (y conciencia) confinado por razones absurdas y reducido a mero objeto de diversión: un juguete de carne sin oficio ni beneficio. Podemos discutir de ello largo y tendido (también de lo de la conciencia), pero primero échenle un ojo al documental.
La segunda se llama Thor: el mundo oscuro y es la secuela de la notable Thor. Sí, he dicho notable. Disfruté bastante con la primera entrega de las aventuras del Dios del Trueno y repetí (y aumenté) las sensaciones con esta segunda parte.
La acción arranca donde acaba Los vengadores. Loki está encerrado en la mazmorra más oscura, húmeda y jodida de Asgard; Thor ejerce de comandante in pectore, ya que su padre, Odin, está bastante jodido (Hopkins parece pensar todo el rato “¿qué cojones hago yo aquí?”). La amenaza esta vez son unos elfos oscuros (a mí no me miren, el guionista no soy yo) y, por razones que no vamos a especificar, el pobre Thor va a necesitar la ayuda del cabronazo de su hermanastro. Y ahí radica lo mejor de la película, porque, a pesar del cariño que siento por Chris Hemsworth (Thor) –seguramente porque para estar casado con Elsa Pataky hay que ser muy buena persona–, lo de Tom Hiddelston es increíble: un actorazo como él, listo y puntiagudo, es capaz de llevar a Loki hasta el infinito y más allá. Sus gestos, su dicción e incluso su manera de reírse nos recuerdan a un Lucifer simpaticote, un Dios libertino al que todo le importa un pito.
Con eso y las escenas de acción ya tenemos montado un baile al que vale la pena sumarse, un filme gozosamente entretenido, con un punto kitsch y con la capacidad de no tomarse nunca en serio. Una recomendación muy recomendable, vaya.
Después, y si alguno de ustedes tiene ganas de sentirse un poco estafado, váyanse a ver Sólo Dios perdona: esa especie de fábula pseudo-contemplativa que juega a ser Melville con recursos de baratillo. Ya saben, unos cuantos planos oscuros de un tipo mirando al techo, algo de (gloriosa) ultraviolencia, un par de gruñidos filosóficos y ¡voilà!
El onanismo fílmico ya cuenta en su panteón con otra obra magna. Yo la contemplé como el que ve a un hámster girando en la rueda y cree estar ante la demostración última de la existencia de Dios.
O algo así.
Abrazos/as,
T.G.