Ha muerto James Gandolfini.
No es cuestión ahora de tirarse de los pelos o cortarse las venas. El hombre tenía sólo 51 años pero no se cuidaba lo suficiente. Era obvio echándole un ojo (un servidor le entrevistó y puedo asegurar que respiraba como si tuviera a un luchador de sumo sentado en el tórax) que su salud se resentía de un ritmo de vida poco apropiado.
Dicho esto, con perdón por el apunte pragmático, es muy jodido ver como se va tan pronto un actor tan estupendo y un tipo tan genuino. Cualquiera de los que hayan trabajado con él (y en los próximos días vamos a tener empacho –comprensible- de declaraciones) recuerda que era un actor de personalidad expansiva: no le gustaban las chorradas, no iba de listo ni le gustaban los listos, trabajaba las horas que hicieran falta pero no soportaba perder el tiempo. En resumen: pertenecía a esa estirpe de actores, forjados en las tablas de un teatro, para los que actuar era algo más que llegar a un sitio y soltar unas líneas. Actuar era su vida.
Todos le recordaremos por su impresionante Tony Soprano, un gánster que llevaba el término “hijo de la gran puta” a nuevas dimensiones. Un especialista en palizas, extorsiones, ajustes de cuentas y de todo aquello que no sólo fuera ilegal sino también peligroso. Tony y sus colegas, incluyendo al cabrón de su sobrino, manejaban (como en las mejores películas de Scorsese) un especial sentido de la lealtad. Su ética no regía por los principios habituales, era más bien un código que se remodelaba sobre la marcha. Las normas encajaban en Tony Soprano y no al contrario. Por eso le parecía gracioso encontrar un diente en el dobladillo de sus pantalones. Me explico, ¿no?
Esta mañana he visto multitud de opiniones sobre su muerte. La mayoría me han parecido razonables: lamentaban el fallecimiento y recordaban la trascendencia del personaje y de la serie en la historia de la televisión, lo cual me parece del todo justificado.
Lo que no me parece tan justificado son las reacciones de una serie de personajes, tipo “me siento como si se me hubiera muerto un familiar” o “tampoco es para tanto, Los Soprano no era tan importante. ¿Perdón? Lo primero (lo del familiar) es sencillamente grotesco. Supongo que se trata de llamar la atención, y bueno, si es para eso seguro que funciona. Lo segundo es directamente estúpido: yo considero que en cuestión de atrevimiento (a todos los niveles) The wire es mucho mejor que Los Soprano, pero -al mismo tiempo- ningunear a una serie que cambió la dinámica de la televisión es pura memez.
Los Soprano convenció a muchos de que era posible construir una serie articulada alrededor de un malo malísimo. Ahora puede parecer una chorrada pero (Reino Unido aparte) la televisión estadounidense estaba estructurada partiendo desde un buenismo galopante que sólo se esquivaba en los culebrones (Dallas, Dinastía, Hombre rico, hombre pobre) pero que prescindía de cualquier tipo de conflicto dramático: los buenos eran muy buenos y los malos eran muy malos. ¿El gris? No sabe, no contesta.
Tony Soprano caía bien, y mal. Y las dos cosas a un tiempo. Nos horrorizaban sus métodos pero no deseábamos verle caer. Era el año 2000, no existían ni Walter White, ni Don Draper, ni Al Swearengen, ni Vic McKey…
Así pues, despidámosle como se merece, como a él le hubiera gustado: con respeto, con cariño, sin dramatismo impostado, ni lágrimas de cocodrilo. En pie, con el sombrero en la mano, los zapatos lustrosos y nuestra mejor cara de póker.
A Tony Soprano se le echará de menos. A James Gandolfini más.
T.G.