Hola amiguetes/as,
Siento el pequeño retraso, pero he tardado un poco más de lo acostumbrado en echar un vistazo a los estrenos de esta semana.
Primero, lo primero: Green Zone.
Servidor es muy fan de Paul Greengrass desde esa película maravillosa llamada Bloody Sunday en la que el irlandés se marcaba un ejercicio de estilo con un pedazo de la historia reciente de su país. Que allí había madera de director era algo tan obvio como que la cerveza fría es mucho mejor que la cerveza caliente (aunque algunos ingleses opondrían resistencia a esta información). Así pues lo siguiente que firmó este señor con melena y cara de buena persona fue la segunda entrega del caso Bourne, The Bourne Supremacy.
Pocos/as negarán que con esa película Greengrass parió una nueva manera de ver el género, más fibrada, más nerviosa, más directa, y –sobretodo- más rotunda. No es que él inaugurara eso de meter la cámara en el cogote de un personaje y moverla como si se le hubiera metido una serpiente de cascabel en la pernera del pantalón pero le dio el toquecito que necesitaba para convertirlo en algo sólido, que mareara, pero menos, que tuviera un sentido narrativo y formal.
La tercera parte de las aventuras del agente secreto más amnésico del mundo, El ultimátum de Bourne, fue incluso mejor que la anterior (la más potente de las tres entregas en mi humilde criterio) y la confirmación de que el melenas irlandés sabía mucho de muchas cosas, al contrario que buena parte de sus coetáneos (hoy estoy educado y no diré nombres) que no saben que hacer con el dinero que les dan y se dedican a gastarlo en chorradas llenas de plástico, caras vacías y efectos especiales.
Y llegamos a Green Zone.
Lo que narra la película es un cuento que nos han contado un millón de veces y que empezó con un tipo con bigote, otro con sonrisa de pillin al que se le da muy bien mentir (y además le gusta) y un vaquero que estuvo a punto de ahogarse con una galleta, cosa que muchos no hubieran lamentado. Todos ellos se juntaron en unas islas de por ahí a decidir el futuro del mundo y acabaron propiciando una de las metidas de pata más memorables de la historia de las metidas de pata.
El cuento llevaba por título “armas de destrucción masiva” y tenía más fantasía que Las mil y una noches.
Lo que hace Greengrass es envolver la historieta en un traje de camuflaje, añadirle un plan de nombres propios y meter en el ajo a un especie de Bourne (por tener tiene hasta su misma cara) que descubrirá que todos mienten. En fin, como la vida misma.
La película me gusta, sin entusiasmarme. A lo mejor porque el cuento ya me lo sé; a lo mejor porque miro al protagonista y veo al agente amnésico; hasta podría ser porque de repente Irak es al cine estadounidense de los últimos cinco años lo que la postguerra al cine español: una pesadilla.
Pero que quede claro (muy claro) que es difícil encontrar algo tan intenso y entretenido en la cartelera como esta película. Eso sí, sería mucho mejor si antes de entrar al cine nos hicieran un lavado de cerebro y nos borraran los Bourne, la guerra de Irak y Paul Greengrass. Así el estilo nos parecería la hostia, el paisaje novedoso y el protagonista un superhéroe.
De la película de Harrison Ford (que hace años que está de bajona –que dirían los de Muchachada Nui) prefiero no decir nada excepto que preferiría besar a un cactus antes que revisionarla. Algunas cosas hay que verlas una sola vez… otras ni eso.
Harrison tío, gracias por Han Solo, Deckard e Indiana Jones. Ahora haznos un favor y piérdete.
T.G.