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Aquí huele a arena…

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Hoy toca hablar del oeste, del viejo oeste. Muchas veces he oído eso de “con lo interesante que es la historia de España, si supiéramos venderla bien”. Y sí, no voy a ser yo el iluso que les quite la razón, pero lo cierto es que esa época de la historia de Estados Unidos donde todos decidieron que era bueno llevar un arma y utilizarla cuando les diera la gana me parece más atractiva que cualquier otro escenario, quizás con la única excepción de Europa en la Segunda Guerra Mundial.

Pero antes de hablar del poder –animal- de True Grit, penúltima obra maestra de los Coen (porque habrán más, ya se sabe que el que tuvo, retuvo) déjenme que les cuenta una historieta de carácter local pero que creo que puedo extrapolar sin más problemas.

Leí la semana pasada en un periódico catalán de nuevo cuño a un crítico (¿?) diciendo que tanto 127 horas como The fighter o no molan o molan poco. La razón de su afirmación (de la del crítico (¿?) catalán) era que ambas películas “acaban bien”. Con esa sencilla premisa este genio del análisis cinematográfico llega a la conclusión que de lo que tratan estos filmes en realidad es de vendernos una visión idílica del sueño americano (falso, por supuesto) y que por eso deben ser inmediatamente descartadas.

Lo que pasa, querido amigo crítico (¿?) es que tanto 127 horas como The fighter son historias reales. La primera es la historia de un chiflado que perdió el brazo por culpa de una imprudencia temeraria pero que tuvo los santos cojones de considerar que su vida estaba por encima de la de cualquiera de sus apéndices. El tipo sigue vivo, menos chiflado que antes y contento de contarlo.
La segunda es un relato distinto: un boxeador con cualidades lastrado por la presencia de una madre dominante y un hermano yonqui. El hombre consigue sobreponerse y acaba siendo campeón del mundo de boxeo. Hay un documental de HBO sobre el tema en cuestión. Sí, acaba bien, ¿y qué?.

Supongo que para que a nuestro amigo el crítico (¿?) de su aprobado el primero debía haber muerto en la maldita cueva y el segundo acabar inyectándose heroína con su hermano en un banco del parque. Entonces sí, si acaban mal molan, porque los finales tristes son cool y los buenos son uncool.

Entre los artículos de esa criatura llamada Pilar Rahola en La Vanguardia sobre lo acaecido en Egipto (debían poner sus artículos sobre el tema en las escuelas de periodismo para que los chavales/as aprendan lo fácil que es hacer el ridículo en un diario de prestigio cuando sustituyes talento por manipulación) y esta nueva generación de expertos, analistas y críticos (¿?) que disfrutan solo cuando el protagonista muere de inanición -o cuando a la víctima de turno la viola un árbol- no sé muy bien dónde iremos a parar.

Bueno, dejémoslo ahí.

Hablaba del oeste.

Los Coen están locos. Eso no es ninguna boutade sino una simple observación: ¿a quién se lo ocurriría no solo hacer un western sino utilizar uno ya hecho que –además- no era ninguna maravilla?. Pues a los Coen.

Valor de ley (el original) tiene ya 42 años. La dirigió Henry Hathaway, un viejo zorro, artesano de esos que ha desaparecido con el avance del mercenariado que igual te hace un reloj que un futbolín, aunque ninguna de las dos cosas funcionen. La película le valió un Oscar a su protagonista, el maravilloso John Wayne, actorazo con piel de cocodrilo. La estatuilla se la ganó en realidad por su carrera, ya que hasta ese día el intérprete no había conseguido ninguna (cosas de Hollywood).

La versión de los Coen es un western de esos en los que hay que cerrar la boca sino quieres que te entre arena. Una película rocosa, donde los caballos huelen a cactus y los pistoleros a taberna sucia. Una película de actores, sin espacio para tonterías, sin mensajes sobre la naturaleza ni el vasto paisaje y demás: un western con mayúsculas.

Es difícil meter la pata cuando tu líder espiritual es Jeff Bridges, a él le basta andar un rato para que tu cerebro procese que estás ante un actor descomunal. La barba, el parche, las botas… detalles para un tipo más grande que la cámara que le contempla.
Bridges es la película y de sus fauces surgen dragones, molinos, halcones y lo que haga falta. Solo puedo suponer lo que es tener un actor así a tus ordenes: te sientas, dices “acción” y a echarse la siesta.

La peli por cierto sigue una línea narrativa clásica: la hija de un hombre asesinado quiere que alguien le vengue y se cargue al asesino. El escogido es un marshall viejo y borrachazo que no podría darle a una mosca con un cañón.
La persecución (si podemos llamarla así) será el meollo de la cuestión, y los secundarios de la misma las costillas del filme. Salen Josh Brolin y Matt Damon (impresionantes ambos) y la niña es la estupendísima Hailee Steinfeld.

Pero, no me importa decirlo otra vez: Bridges manda.

Vayan. Cojan el coche, el metro, la moto, el bus… anden si es necesario, pero vayan.

Cuéntenmelo luego. Y no babeen sobre el teclado.

Buen fin de semana,

T.G.

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