Un servidor, como muchos antes que él, creció conociendo al Eastwood de Infierno de cobardes, El bueno, el feo y el malo, la saga de Harry El sucio, El gran combate o Ruta suicida. Nos gustaba aquel tipo duro que podía romperte los brazos sólo con una miradita de reojo. A nuestras señoras también les gustaba ese tipo, el macho alfa que tan bien jugaba al rol protector. Así se supone que debía ser siempre: una mezcla entre un guerrero espartano y un cowboy de gatillo rápido, un soldado de rostro pétreo que podía conquistar cualquier país él solito mientras mascaba tabaco y escupía a los del enemigo.
Sin embargo, en algún lugar del camino el lobo feroz se desvió, cogió un atajo y salió convertido en un coyote de ojos claros. De aquella transformación salieron películas como Poder absoluto, Million dollar baby, Un mundo perfecto o Los puentes de Madison. De la misma manera que de John Ford (aquel director de westerns al que cualquier aficionado al cine debería rendir pleitesía por películas como El hombre tranquilo, Qué verde era mi valle o El hombre que mató a Liberty Balance) leía poesia a escondidas y se refugiaba en la reserva con los indios cuando tenía necesidad de ser otra persona, Eastwood esconde en su interior el alma de un viejo marinero, un pensador de otra época, alguien para el que los mecanismos expresivos son algo más que una sonrisa o unas lágrimas.
Por eso el viejo cabrón es capaz de asomarse a la muerte de la épica en Sin perdón o en Gran Torino, o de ponerse romántico sin perder ni un ápice de su esencia en Los puentes de Madison. Al final todo radica en su extraordinaria capacidad para ofrecernos su rostro como espejo de nuestras propias contradicciones: mirándolo a él nos acordamos de cómo somos (o cómo éramos) nosotros.
¿Y todo esto para qué? Se preguntarán los más inquietos/as mirando el reloj. Bueno, pues porque el señor Clint Eastwood estrena película. No la dirige él, no es su mejor película (a decir verdad, como película es bastante deficitaria) y, definitivamente, no pasará a la historia del cine. Pero, ¿saben qué?, hay una escena en un cementerio y sólo por esa escena en concreto, por las arrugas que surcan las comisuras de sus ojos mientras contempla la lápida, sólo por eso ya vale la pena que se acerquen al cine y depositen el dinero en la taquilla.
Para mí Eastwood sigue siendo un asunto personal. Lo es desde que vi Sin perdón y me sentí disparado a traición porque, donde yo esperaba al vaquero faltón que desenfundaba rápido como el viento, Clint me plantó al viejo carcamal que casi no puede vestirse solo. Y en ese anciano que odia su pistola, que persigue un retiro dorado junto a su amigo del alma, vi a un hombre al que había intuido en El jinete pálido y que aquí se desnudaba sin pudor para que todos viéramos sus achaques. En ese retrato de la decadencia, del crepúsculo que nos espera a todos, del arrepentimiento del que sabe que no puede arrepentirse, Eastwood abrazaba la idea de la piedad con tanta fuerza que casi me rompió la columna vertebral.
La nueva película del republicano más famoso de Estados Unidos se llama Golpe de efecto, y recorre (o lo intenta) las entrañas de ese deporte tan críptico para la mayoría de la humanidad que es el béisbol. El guión es lo de menos: un viejo ojeador emprende con su hija (otra actriz maravillosa, Amy Adams) un último viaje para reclutar talentos. Naturalmente en el mismo aflorarán todos los conflictos enterrados por décadas de incomunicación. Da igual, si me dicen que mañana Clint se presenta en el teatro a leer la guía telefónica allí que voy. Esa voz ronca, agotada (por favor, huyan de la versión doblada, ese no es Eastwood) que te cuenta más cosas que toda la maldita Wikipedia es la voz de mi generación y de muchas otras. Una voz cansada pero no resignada, malhumorada pero optimista, marchita pero no acabada. Es la voz de un tipo que jamás ha contemplado la rendición como una alternativa viable y que planea morir de pie.
Larga vida a Clint, aunque a veces hable con sillas vacías.
Abrazos/as,
T.G.