¿Les he hablado alguna vez de Netflix?

 

Seguro que creen que ya lo saben todo (bueno, algunos de ustedes/as ya lo sabrán todo), pero lo cierto es que plataforma de streaming más famosa del mundo no empezó siendo una plataforma de streaming. Netflix arrancó en realidad siendo un videoclub a domicilio: consultabas qué película te apetecía, la pedías y en unas horas la tenías en tu casa. Luego la devolvías de la misma manera (por correo urgente). Leí por primera vez sobre ellos en un Hollywood reporter de hace lustros y me pareció una buena idea.

 

Poco a poco fueron puliendo los plazos de entrega (cada vez más breves) y se hicieron con una buena base de clientes, vagos de primera clase y gandules de manual, gente que no se levantaría del sofá aunque su madre estuviera sufriendo un infarto en la cocina. Ya se sabe, los procrastinadores somos gente muy seria.

 

La cuestión es que una vez metidos en el ajo se dieron cuenta de que quizás aquel modelo de negocio no era la idea adecuada y que la propia decrepitud del modelo blockbuster comportaría el final de la historieta. En ese punto es cuando decidieron apostar por el streaming. Eso sí, ante la risa de sus competidores. ¿Quién coño iba a pagar por ver películas de esa manera?

 

Por hacer una elipsis: ahora ya nadie se ríe.

 

¿Cuál es el problema actual de Netflix? Yo se lo cuento rápidamente: la plataforma tiene unos 120 millones de usuarios en todo el mundo y necesita contenido que ofrecerles. Cuanto más mejor. No solo eso: ese contenido debe ser renovado continuamente, de forma casi acelarada.

 

Espoleadas por un público ávido e híper-consumista, estas prisas acaban siendo un veneno para la propia compañía. Se prima la cantidad por encima de la calidad, con tal de que el usuario encuentre cada día algo nuevo que mirar.

 

Esta absurda filosofía (comprensible para la plataforma, absurda para mí) provoca que Netflix produzca toda clase de naderías y que la proporción de porquerías vs series/pelis de calidad se haya ido al carajo. El 90% de lo que produce la plataforma es basura.

 

Solo me remontaré a las últimas semanas: el estreno de Cloverfield paradox, del que ya di buena cuenta aquí; el de Mute que me dispongo a comentar.

 

Mute es el último proyecto de Duncan Jones, hijo de Bowie y director de la magnífica Moon.

Luego hizo otra película que no estaba nada mal: Código fuente.

 

Esta tercera ha sido su primer fracaso. Y digo fracaso con dolor en el corazón, pero es que vaya memez que se ha sacado de la manga el chaval. No sabría ni cómo explicarles el guión: un amish, un camarero mudo, una femme fatale, un tío con una película que es para tirarle por un barranco atado a un triciclo. Todo rodado en un Berlín sacado directamente de Blade runner (pero que es pura estética y cero ética) y que acaba aburriendo como un discurso de Resines en los Goya.

 

Y esto me lleva a mi discurso inicial: este es un modelo de pan para hoy y hambre para dentro de media hora y que se mueve a golpes de efecto. No hay sustancia de ningún tipo, solo ingeniosas estrategias de marketing que funcionan como estudiados casos de combustión espontánea y que se apagan antes de empezar a arder de verdad.

 

¿Les funcionará mucho tiempo? No tengo ni idea. Pero lo que está claro es que alguien debería empezar a poner orden antes de que el globo les explote en la jeta.

 

Con siete mil millones de dólares a invertir, no les iría mal un poquito de cabeza. O eso o empezar a hacerse a la idea que la expresión “eres más malo que Netflix” va acabar convirtiéndose en un mantra global.

 

Hala, abrazos y abrazas,

T.G.