Queridos y queridas,

Si no me falla la memoria y a mí la memoria me falla solo cuando me conviene, este año se cumplen 75 años del estreno de Casablanca. No sé si he hablado alguna vez de Casablanca en estos lares, la verdad es que ya son algunos lustros dándoles a ustedes la tabarra y soy incapaz de recordar si la película de Michael Curtiz ha sido alguna vez motivo de charla en este bonito blog. Así que hoy voy a solventar esa falta y espero seguir aquí cuando la película cumpla 100 (no prometo nada, pero se intentará) para volver sobre mis pasos y explicarles porque es una de mis favoritas.

 

La primera vez que vi Casablanca era muy pequeño y recuerdo que me fascinó el look de Sam. Esa gabardina, ese sombrero, ese traje blanco y ese cigarro perpetuamente encendido. Se me escapaba lo de los nazis, lo del romance y lo del ‘siempre nos quedará Paris’, pero fui volviendo a ella una y otra vez hasta que todo me quedó claro. Después leí libros, artículos y tesis. El caos del rodaje, la completa improvisación de algunas escenas, la sorpresa de la hoy cabizbaja Warner Bros (quién te ha visto y quién te ve) ante el tremendo éxito del filme y la consagración casi inmediata de la película como clásico inapelable.

 

Hoy, después de haber visto unas 20.000 películas (pueden ser 19 o 21.000, pero por ahí andaré) Casablanca sigue estando ahí arriba, en el Olimpo de mis preferencias, junto a El hombre tranquilo de John Ford, La cosa de John Carpenter y Testigo de cargo de Billy Wilder. A veces cambio y meto El hombre elefante de David Lynch, o Sed de Mal de Orson Welles o Los 400 golpes de François Truffaut. Lo que no cambia nunca es la presencia de Casablanca, la que no mueve nada ni nadie.

 

Casablanca es la sublimación de la historia de amor imperfecta, esa que todos soñamos con vivir aunque nos acabe explotando en la cara. Es el eterno bigger than life, cuando luchas por algo más grande que tú, una causa por la que merece la pena perder. Es también esa ecuación imposible, esa noche perfecta, esa parte de la vida que no puede describirse con palabras y que aparece en momentos inesperados. Es una apología de los borrachines, de los fumadores, de los tipos que no sonríen, de los cínicos, de los desesperados, pero –sobre todo- es una película que invita a perderse en un pasado que nunca existió. Ese pasado en el que un anarquista de tomo y lomo recupera lo que tuvo un día y vuelve a perderlo porque su apego a la libertad (la suya y la de los demás) pesa más que sus emociones.

 

Eso no pasa, amigos y amigas, y una mierda que yo dejaría marchar al amor de mi vida con otro tipo. Me la soplaría que el otro fuera el mayor enemigo de los nazis y una figura clave de la resistencia aliada porque a mí lo que me importaría es quedarme con Ingrid Bergman y que me mirara como mira a Rick. Si algún día alguien te mira así no vas a dejar que se vaya a ningún lado.

 

Y a pesar de ello, me encanta pensar que existió alguien que renunció a su alma por la causa. Me gusta imaginar que los nazis perdieron por tipos como Rick, a los que aparentemente les importaba todo un pito pero que en realidad ejercían una lucha sin cuartel contra esos cabrones. Y además, me fascina que en la simple historia de un señor que tiene un garito en Casablanca se concentren todas esas cosas importantes y que una película que podía haber salido tan mal sea la afortunada víctima de una conjura universal, de un hechizo que la bañó por entero y la dejó allí, en el cielo de los clásicos. Si me dieran un lingote de oro por cada vez que he querido ser Rick caminando por el aeropuerto de Casablanca con el prefecto y decirlo yo eso de “creo que esto es el principio de una gran amistad”, ahora mismo estaría sentado en una montaña de dinero.

 

Hoy la volveré a ver, sonreiré de nuevo y pensaré en voz alta (para que me escuche mi perro): “Ya no se hacen películas como esta”.

 

¿Y saben qué? Es verdad, ya no se hacen películas como esta.

 

Abrazos/as,

T.G.