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Señoras y señores,

Antes de nada, al señor que puso el post hablando de que su progenitora estaba en el hospital, desearle lo mejor de lo mejor. Y si pasa lo que nos pasará a todos en un momento u otro, que sea rápido e indoloro. Y que se recuperen usted y los suyos a más velocidad que el Halcón Milenario destruyendo los destructores imperiales.

Que la fuerza esté con usted, amigo.

Esto me recuerda a aquella frase del señor de la funeraria en Los siete magníficos, cuando le acusan de ser racista: “No señor, se equivoca usted, yo trato a todos por igual: como futuros clientes”.

Todos/as seremos futuros clientes así que más vale reírnos mientras podamos, amigos y amigas. Y si es posible mientras se está comiendo y con la boca llena, que es más ofensivo y notorio.

Sigo sin ir al cine, oigan. Entre que tengo a mi padre más jodido que una rubia tetuda en una película de terror estadounidense y la reciente adquisición de un cachorro (más todo lo de escribir, que también me lleva unas horas) no me da tiempo a nada. A veces puedo echarle un ojo a una serie.

Esto del perro además, me está haciendo conectar con mi parte más paternal. No tengo ni la más endemoniada idea de cómo criarlo. De momento, tiene tanto miedo que no quiere salir a la calle, así que ha procedido a decorarme la casa con sus micciones y deposiciones, se ha comido media pared y no me hace ni caso. Empiezo a pensar que me han vendido un gato que les salió raro.

Hoy me he levantado y al llegar al comedor (donde se refugia) me he acordado de Encuentros en la tercera fase. ¿Recuerdan ustedes la montaña del diablo? ¿Ese gigantesco flan de roca donde aparece la nave nodriza al final de la película? Pues en el comedor mi casa he visto eso, pero hecho de un material que no era roca. He pensado que si el perro es capaz de generar esa clase de residuos con tres meses, no quiero ni pensar lo que va a hacer cuando cumpla un año. Eso sí, con un poco de suerte para entonces ya le habré convencido de salir a la calle.

También he descubierto los grandes secretos de la economía canina, cuando ayer fui a comprar un saco de pienso (pequeño), un juguete y una botellita de jabón y un poco más y tengo que hipotecar la casa donde resido en régimen de alquiler (lo que creo resultaría problemático). Creo que me saldría más barato comprarme un anillo de diamantes en Tiffanys o simplemente darle al perro jamón ibérico, filetes de buey y champán francés.

Le he llamado Groucho, porque sospecho que con ese nombre tiene que salirme cachondo por cojones. Mi primer perro (o debería decir ‘el perro de mi madre’) también se llamaba Groucho y salió estupendo (aunque estaba completamente loco y podía comerse una vaca y luego correr 20 kilómetros). Espero no volverme pesado, como esos padres que insisten en enseñarte las fotos de sus retoños con una cadencia desmesurada. Sin embargo, mi analfabetismo tecnológico va a jugar a su favor, ya que hasta la simple idea de hacer una foto con el móvil me produce ataques de ansiedad.

Este fin de semana me voy a Cannes, a ver si me da un ataque de glamour o algo. Tengo que entrevistar a Martin Scorsese, ir a un fiestorro, y ver la versión restaurada de Rocco y sus hermanos.

También tengo que reencontrarme con un viejo amigo con el que hace muchísimo que no hablo. Uno de esos amigos que no concede segundas oportunidades y con el que llevamos demasiado tiempo esquivándonos.

Quizás acabamos en la Croissete abrazados y ebrios o quizás nos saludamos con un apretón de manos.

O quizás ni siquiera nos crucemos. Lo cual me recuerda la toxicidad de dejar que el tiempo pase con los que nos importan, porque cuando necesitas encontrar la excusa para haber dejado de llamar, llegas a la conclusión de que no tienes ninguna.

Abrazos,
T.G.

P.D.: en un par de días les hablo de esa obra maestra llamada Mad max. Sí, el remake. El puto Mad max.